Es una excelente noticia que uno de nuestros más importantes teóricos políticos –el catedrático de ciencia política de la Universidad Autónoma de Madrid Fernando Vallespín– se haya animado a publicar dos libros de una tacada. Si en el pasado hemos podido lamentar que su talento no se manifestase más pródigamente en forma de monografías, siempre más vistosas que los proverbiales papers académicos, los últimos años han supuesto un bienvenido cambio de tercio en su relación con el isbn. Tras publicar su trabajo sobre el neocontractualismo en 1985 y ejercer como editor de la magna Historia de la Teoría Política que publicase Alianza por vez primera en 1990, hubo que esperar una década hasta la aparición de aquel excelente trabajo sobre Estado y globalización que es El futuro de la política (Taurus, 2000). Desde entonces, no ha parado: a su preclara advertencia sobre los peligros de las redes sociales (La mentira os hará libres, Galaxia Gutenberg, 2012) siguió un estudio sobre los populismos firmado junto a Máriam Martínez-Bascuñán (Populismos, Alianza, 2017) y, ahora, los dos títulos que aquí nos ocupan. Si el profesor Vallespín tenía una deuda con sus lectores, hay que considerarla saldada.
Estamos ante trabajos de distinta naturaleza, que no obstante se comunican sutilmente entre sí. De un lado, La sociedad de la intolerancia adopta de manera vocacional el registro del ensayo destinado al ciudadano antes que al especialista, siendo su propósito suministrar al lector interesado claves que le permitan orientarse en la realidad sociopolítica que es común a todos. Su tema es la degradación del debate público en una democracia donde la comunicación se encuentra mediada por las redes digitales, antaño esperanza de utopistas dialógicos y hoy causa de distintas patologías cuyo diagnóstico solo puede dejarse en manos de realistas. Por su parte, Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes es la monografía especializada de un académico que testimonia una vieja pasión intelectual: la obra mayor de uno de los mayores filósofos políticos de la tradición occidental. No quiere con ello decirse que Vallespín se abandone aquí a los barroquismos de la erudición, abusando de referencias bibliográficas y sesudos pies de página. God forbid! En la introducción al texto, que es una versión corregida de su discurso de entrada en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, él mismo señala que la literatura secundaria sobre Hobbes ha alcanzado en nuestros días una dimensión tan monstruosa que puede acabar alejándonos de la lectura de sus textos originales. Más aún, su intención no es tanto hacer historia de las ideas como traer a Hobbes a nuestros días para que nos ayude a interpretar mejor el presente. Leemos:
el aspecto de la política contemporánea al que queremos acercar a Hobbes es una de las características más acentuadas de nuestros sistemas democráticos actuales, la permanente “guerra de representaciones” en que se ha convertido nuestro espacio público, el desprecio por el conocimiento experto y la verdad, la liberalidad con la que las meras opiniones se erigen en máximas verdaderas, el predominio de lo que el propio Hobbes llamara el “lenguaje de las pasiones”, que ahora reciben el más atenuante nombre de “emociones” o “afectos”.
¡Actualidad de Hobbes! El análisis se centra así en la “guerra de opiniones” que el pensador inglés identificaba como principal fuente de conflicto político en un contexto histórico que empezaba a parecerse al nuestro: se iniciaba el derrumbamiento de las cosmovisiones premodernas e iba surgiendo un pluralismo ideológico que las modernas democracias liberales se esfuerzan –no siempre con éxito– por encauzar pacíficamente. Sabido es que el problema no haría más que agudizarse tras la sacudida que supone la Revolución francesa y, andando el tiempo, no estará claro siquiera lo que significan las palabras: nuestro Jovellanos se queja a principios del siglo XVIII de lo difícil que resulta “explicarse con exactitud en materias de política, por la imperfección de su nomenclatura”. No estar de acuerdo sobre lo que queremos decir con las palabras dificulta que nos pongamos de acuerdo en un sentido más amplio.
Así que por una parte tenemos la guerra de opiniones como factor de división de la comunidad política en la Inglaterra del XVII y, por otra, el estallido de un pluralismo caótico en la esfera pública digital y su correlato en forma de polarización tribal. Es una feliz decisión por parte del autor la de rescatar el concepto de tolerancia –y su antónimo, la intolerancia– para explicar lo que está sucediendo con nuestra conversación pública. Al fin y al cabo, la tolerancia se refiere al modo en que reaccionamos ante el interlocutor con el que discrepamos: nuestro desacuerdo es cada vez menos respetuoso y eso estaría erosionando una “cultura política liberal” que se asienta sobre el reconocimiento del valor del pluralismo. Vallespín desarrolla su tesis echando mano de los autores contemporáneos que mejor han diagnosticado este fenómeno (Appiah, Klein, Mason, Haidt) sin por ello olvidarse de los clásicos (Hirschmann, Arendt, el propio Hobbes) o de su propia experiencia personal como docente, maliciándose que quizá padecemos una cierta fatiga civilizatoria y preguntándose si no estamos ante el advenimiento del “posliberalismo”. No facilita las cosas el hecho de que no tengamos soluciones, por mucho que las busquemos.
Hobbes, como nos explica el autor, tenía una. Su gran preocupación fue siempre evitar la fractura de la comunidad política; no en vano, había nacido durante una guerra civil y escribió aquello de que “mi madre dio a luz a gemelos: el miedo y yo”. Por eso, su pacto social no produce una república democrática, sino algo más parecido a un autoritarismo. Leyendo a Vallespín aprendemos que Hobbes veía la pluralidad religiosa e ideológica como el resultado de la manipulación de las opiniones efectuada por los seductores agentes de la discordia; la única manera de contrarrestar tal desestabilización consiste en recurrir a un saber “seguro” respaldado por la autoridad política. O sea: acabar con el pluralismo mediante la imposición de una verdad irrefutable a la que se accede mediante el método filosófico-científico. Pisando firme gracias a su erudición, Vallespín desarrolla este argumento cuidadosamente: nos habla de la génesis y evolución de la obra de Hobbes, de las relaciones entre ciencia y política, del papel de la retórica y de la legitimación religiosa suplementaria que el filósofo inglés busca para sus argumentos. Su conclusión resuena con fuerza inesperada en el presente: si Hobbes lamenta entonces la dificultad para alcanzar un conocimiento cierto sobre los fundamentos de la organización política, hoy nos encontramos con que la unanimidad con la que en el pasado celebrábamos el liberalismo democrático vuelve a resquebrajarse.
Ni que decir tiene que carecemos de ese “Gran Definidor” de las palabras que para Hobbes había de ser el soberano, aunque muchos desearían imponer a los demás sus propios significados para así acabar por las bravas con la cacofonía que define la conversación pública de nuestro tiempo: tal es la oferta del “hombre fuerte” del populismo. Irónicamente, son las virtudes de la democracia liberal las que –al erosionarse la cultura de la tolerancia que le es indispensable– se convierten en vicios. Se pone con ello en entredicho la “identidad político-moral” que se define por su adhesión a esa rica tradición que incluye los derechos humanos, el respeto de la autonomía personal y el sistema democrático. Los lectores del profesor Vallespín tienen ahora la oportunidad de conocer mejor un problema que lleva con nosotros más tiempo de lo que parece: la convivencia pacífica de los seres humanos, tan apegados a sus pasiones como inclinados al disenso, nunca ha sido fácil. Y si la dificultad está en arreglarla, estos dos estimulantes trabajos deberían ayudarnos a dar con la tecla. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).