Hay algo sobrecogedor en las imágenes de Graciela Iturbide. A la celebérrima Nuestra señora de las iguanas (1979) hay que verla otra vez y luego cerrar los ojos. Aunque se quiera, no es posible olvidar a esa Medusa juchiteca, coronada por reptiles de apariencia formidable y aterradora, detenida para siempre por la fotógrafa mexicana. Ni siquiera hay que decirlo, la estampa es parte del canon de la fotografía en México.
Luego de que recibiera el Premio Princesa de Asturias de las Artes, la muestra Graciela Iturbide. Fijar el tiempo, con imágenes seleccionadas por la propia artista, se exhibe en el Palacio de Iturbide. La exposición invita a ver de nuevo y con más atención la obra de Iturbide, para quien la fotografía es una forma de pensamiento, una estrategia para interpretar el mundo. “No siempre digo la verdad”, confiesa, “tomo lo que me sorprende”. Indócil ante las etiquetas de su obra, Iturbide también desafía la mirada del espectador contemporáneo, acostumbrado a imágenes maquilladas, amables, desprovistas de contrastes.
Curada por Juan Rafael Coronel Rivera, la exhibición inicia con una imagen curiosa que marca una directriz particular. Se trata de un retrato de estudio que le tomaron el día de su boda, de la muestra es la única fotografía impresa a color, que intervino Francisco Toledo. A la estampa, el artista oaxaqueño añadió la imagen de un sapo en la cabeza, como tocado del vestido de novia. Es un gesto ocurrente, también contradictorio. “Quiere decir que el príncipe se convirtió en sapo y no el sapo en príncipe”, dice Iturbide con gracia.
El extático blanco y negro de sus fotografías envuelve el horror que muchas de ellas desprenden. Sin información excesiva, Fijar el tiempo recorre la trayectoria de Iturbide, muestra imágenes de varias series importantes, por ejemplo la que hizo en 1992 del matadero de cabras en la región Mixteca, titulada En el nombre del padre.
En una de estas fotografías aparece una cabrita ya muerta, es muy blanca por el contraste de la luz; una mano en la parte superior de la imagen empuña un cuchillo. En la lente y encuadre de Iturbide, el matadero se convierte en un sacrificio. El resto de la ceremonia se puede imaginar: el rojo de la sangre que inunda el río, el olor y el ambiente del lugar. Iturbide conjuga la belleza, la inocencia y lo terrible. En otra estampa de la serie, una señora sostiene un cuchillo con los dientes, gesto brutal que no logra opacar el brillo del arete que porta la mujer en el lóbulo de la oreja.
En esa misma línea, imposible ignorar el autorretrato en que le salen culebras por la boca, fotografía que representa de forma elocuente las imágenes más aterradoras de los mitos y los cuentos de hadas milenarios. “¿Qué diría Freud de todo esto?”, se pregunta divertida la fotógrafa. También la imagen en la que sujeta dos pájaros muertos a la altura de sus ojos, que simulan adoptar las alas de las aves; antifaz hecho de la simbiosis de la mujer con los pájaros.
Aficionada a visitar los panteones de pueblos y otros lugares a los que viaja, en la obra de Iturbide hay imágenes alusivas a la muerte, a veces representada en forma de calaveras. La fotógrafa capta la muerte como fenómeno popular; más que investigarla, es una manera de encontrar sus símbolos. Captada en Chalma, en La novia muerte (1990) retrató a una mujer con traje de novia que cubre su rostro con una máscara de calavera. La mujer extiende el brazo y estira el largo velo que le llega a los pies, que guarda una sombra curiosa, como si alguien se escondiera detrás de ella.
En 2006 Iturbide entró al baño de Frida Kahlo para hacer una serie de imágenes también inolvidables. En una de ellas recrea el cuadro Lo que el agua me dio (1938), en el que la artista retrató la punta de sus pies recargados en la tina de baño de su estudio, una de las casas funcionalistas de O’Gorman. En su fotografía, Iturbide toma el incómodo lugar de Frida y capta la punta de sus pies recargados en la mugrienta tina. La imagen parece una acotación a aquella frase que reza: “pies, para qué los quiero si tengo alas para volar”.
En la exposición también hay lugar para las primeras imágenes y sus anécdotas. En una de sus obras tempranas, tomada en 1974 en el otrora Distrito Federal, Iturbide captó a un dandi en la calle Tacuba del centro, cuyo nombre se puede leer en la reja comercial que tiene de fondo. Tiempo después, la familia de Carlos Monsiváis la buscó para decirle que el hombre trajeado y con gafas de sol era su familiar. Algo similar ocurrió a Iturbide cuando una mujer le dijo que es una de las niñas de Primer día de verano (1982), foto que hizo en el Puerto de Veracruz.
Cuando habla de su obra, Iturbide insiste en el azar –“sin querer, tomé la foto en la calle”; “es la única foto que no me di cuenta que había tomado”, son frases que ha repetido constantemente a lo largo de los años–, pero lo suyo no solo es intuición o sorpresa. Ella misma asegura que para hacer fotografía hay que leer mucho, ver pintura y cine, escuchar música, en suma, aprender de todas las disciplinas artísticas. En su obra se nota que su curiosidad natural, que se percibe por su manera atenta de conducirse con los demás, ha sido finamente educada no solo para tirar fotos, sino para pensar a partir de su oficio, con su cámara.
Con tantos viajes recientes, entre España e Italia y una visita próxima a Nueva York, Iturbide apenas ha podido utilizar su cámara. Cuenta que hizo un par de fotos en Canarias. Quiere ponerse a trabajar “porque ya chole de presentar las mismas fotografías”, dice. Ahora le gustan más los minerales, los cactus y los objetos. Entre el horror y la belleza que articula, su obra tiene otra característica. Al mirar sus imágenes se tiene la impresión de que de alguna manera detuvo el tiempo, como si lo hubiera atravesado para sujetarlo con unos hilos muy finos, imperceptibles, de luz. Curiosamente su obra no es monumental, se parece más al gesto, el momento, el instante fijado que desafía al tiempo, don de la fotografía. ~
Graciela Iturbide. Fijar el tiempo puede verse en el
Palacio de Iturbide hasta el 8 de febrero de 2026.