Recuerdo distintas tardes en donde, a los siete años y sin estéreo propio, me acostaba en mi cama a escuchar la música que mi hermano mayor ponía en su tocadiscos. Corría el final de la década de los ochenta, a escasos tres años de la entrada del grunge y la mezclilla destrozada y, a través de mi puerta, no dejaba de escuchar canciones de Peter Cetera, Chicago, Journey y Rick Astley. Quizás debido a esta sobrecarga de música sentimental, mi vida amorosa fue precoz y plagada de tempranos fracasos. Quería enamorarme. Cantarle a alguna niña, como hacía Journey:
So now I come to you, with open armsNothing to hide, believe what I say
So here I am with open arms
Hoping you’ll see what your love means to me
Open arms
Mi deseo era lógico. En High Fidelity, Nick Hornby (autor cuyo propósito en la vida parece ser desmenuzar el ego masculino a partir de nuestros gustos), hace que su personaje principal se pregunte: “¿escuchaba música pop por sentirme infeliz o escuchar música pop me hacía sentir infeliz?”. Y así como el resto de mi vida sentimental ha seguido, más o menos, el rumbo que marcaron mis primeras influencias musicales, me pregunto, ¿qué pensarán del amor los que crecieron escuchando a Britney Spears y a Christina Aguilera o, mejor aún, los que están creciendo escuchando a The Killers, Bloc Party y Keane?
Es indudable que la música de hoy en día no tiene nada que ver con las canciones que plagaban las estaciones de radio en los ochenta o principios de los noventa. Nada tiene que ver el hip hop de Jay Z con el pop de Michael Jackson, ambos famosos cantantes de color. Poco tienen en común Coldplay y Oasis o Placebo con The Cure. Y aunque dichos ejemplos estén unidos de alguna manera (el look del grupo, el grupo demográfico al que apelan, el estilo musical), la música que producen es tan diferente como un huevo de una castaña. Pero, ¿qué trae estos cambios?, ¿qué los provoca? Las tendencias musicales, ¿se regeneran?, ¿cambian de forma espontánea?, ¿o el cambio obedece al clima del mundo (el caldo de cultivo cultural) en el que aparecen?
En los ochenta la música era un reflejo fiel de una década cursi y frívola. Las grandes guerras y los grandes conflictos estaban por terminar. El muro de Berlín caía, la guerra fría estaba por acabar y la época de Ronald Reagan y Thatcher estaba en pleno. ¿El resultado? Música y películas que distaban de ser profundas. Los ochenta están marcados como la década de Top Gun y su soundtrack (Take My Breath Away), de Volver al futuro y The Power of Love de Huey Lewis. Es la década de las power ballads en las que pseudo rockeros con peinados exuberantes y ridículos entonaban canciones de cursilería imperdonable. No había mucho qué denunciar y, por lo tanto, la música era anodina, inocua. Inclusive grupos como The Cure pecaban de canciones que, si bien no han perdido vigencia, siguen teniendo un ritmo que podría acomodarle a cualquier cantante pop de finales del siglo XX (¿Friday I’m in love?).
Todo cambió con la llegada de los noventa y el movimiento grunge de Seattle. Un tal Kurt Cobain se desgarró los jeans, se dejó de lavar el pelo, escribió Smells Like Teen Spirit (en sí un retroceso a la época de la música sin arreglos de Los Ramones y los Sex Pistols) y cambió el rostro del rock. No obstante, aunque su música era, quizás, una denuncia en contra de la frivolidad de los ochenta, aún no había algo a lo que enfocar la molestia. La música de Nirvana carece de la relevancia de las primeras canciones de U2 (impulsadas por los conflictos en Irlanda) o de cualquier grupo progresivo de los setenta, como Pink Floyd (anti-Vietnam). Nirvana y Pearl Jam eran grupos enojados. Pero su molestia no tenía ni foco, ni blanco. Lo más cerca que estuvieron de ser relevantes en sus letras fue cuando Eddie Vedder escribió Jeremy, un presagio de las matanzas de Columbine y Virginia. Más allá de eso, sus letras eran vagas: una respuesta abstracta e incómoda frente a años de adormecimiento musical y canciones desechables.
La época del grunge termina en el instante en el que Kurt Cobain se mete un balazo en la cabeza. Y de ahí en adelante, la industria musical fue de mal en peor. No es coincidencia que este declive haya ido de la mano con la época de mayor prosperidad de Estados Unidos. Mientras las noticias se veían plagadas por Monica Lewinsky y O.J. Simpson, la escena musical era invadida por Britney Spears y sus clones. La música de los ochenta por lo menos tenía un elemento kitsch que le daba, si no sofisticación, humor. La música de finales de los noventa es todo menos eso: es solemne, preconcebida, estéril y, sobre todo, aburrida. En el fondo, Spears y sus compinches representaban el epítome de la cultura americana: fast music, canciones sin vigencia, listas para consumirse pero inmediatamente perecederas.
Y aunque la escena musical podría haber seguido así por años, un día lo cambió todo. En la mañana del 11 de septiembre, dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas de Nueva York y todos los músicos (y sus escuchas) cayeron en la cuenta de que sí había cosas que contar, eventos que denunciar, opiniones que proferir.
A partir de entonces (salvo contadas excepciones) la música ha vuelto a ser interesante. Green Day, grupo otrora perdido en el miasma de la carencia de ideas, se reinventó con un disco/diatriba anti George W. Su caso no es único. Coldplay ha escrito canciones en contra de la guerra, así como Travis y John Mayer, artistas que distan mucho de ser hip. La gran mayoría de las bandas que valen la pena y que los críticos adoran, ha reinventado la escena musical a partir de sus letras. Comparemos, pues, la letra de la canción Helicopter de Bloc Party con la de Open Arms de Journey:
North to southEmpty
Running on
Bravado
As if to say, as if to say
As if to say, he doesn’t like chocolate
He’s born a liar, he’ll die a liar
Some things will never be different
Stop being so American
There’s a time and there’s a place
So James Dean
So blue jeans
Gonna save the world
Are you waiting for a miracle?
La denuncia de Helicopter es clara. Puede que retenga elementos abstractos, similares a los del grunge, pero no queda duda de lo que está hablando. Al escuchar sus canciones, no cabe duda de que estamos frente a un grupo que, en efecto, no suena como ningún otro (suena extraño, ligeramente mecánico, furioso, electrónico, digno del siglo XXI) y que –sobre todo- no necesita hablar del amor para ser relevante. Tiene algo que decir. Y esa es la esencia de la música.
Pensándolo bien: cómo me gustaría tener 8 años en el 2007.
– Daniel Krauze