En un curso impartido en 1982-83 en el Collège de France, Yves Bonnefoy recordó la siguiente anécdota sobre Alberto Giacometti: “Tras haber visto una noche a su amiga de lejos en la avenida, con ‘la inmensa negrura de las casas por encima de ella’, comprendió ‘de repente’ que lo que buscaba en arte era dar la impresión de esa distancia, inscribiendo entonces en la obra, de una o de otra manera, la apariencia de pequeñez relativa del ser percibido a lo lejos”. Bonnefoy, uno de los mayores comentaristas de la obra de Giacometti, aborda la producción del artista desde lo que llama “poética de la presencia”. Es una manera de sugerir, de dejar huellas, que la obra de arte posee al margen de toda metafísica. El llamado de Giacometti no es a representar la figura, sino su presencia, lo que no es “una suprarrealidad, sino el enigma de lo que es y que podría no ser”. La persona percibida a distancia será aprehendida “hic et nunc, en su globalidad existencial y moral”.
A la hora de valorar las obras de Giacometti, es por tanto importante destacar la distancia que las imágenes son capaces de sugerir, así como el contexto en el que se sitúan, el espacio que las rodea. Algo parecido dice Franck Maubert en El hombre que camina, recientemente publicado en Acantilado. Dedicado a la escultura más célebre de Giacometti —una de sus versiones se convirtió en 2010 en la escultura subastada más cara de la historia—, el libro repasa la historia de esta obra, e incluye comentarios sobre la manera de trabajar del artista, sus posibles referentes (como la estatuaria egipcia y etrusca), y sus intercambios con el trabajo de algunos contemporáneos (su maestro Rodin o Francis Bacon). Sobre la cuestión del espacio, Maubert afirma que “Giacometti juega con el espacio alrededor de su personaje, que pesa con toda su densidad táctil, la cual imprime una sensación de movimiento, de dinamismo”. La idea del vacío es recurrente: “El artista instaura un nuevo campo de visión, de inscripción en el espacio, a fin de hacer el vacío alrededor de la obra”. Y en otra parte: “Al producir un efecto de aparición/desaparición, hace ‘cantar’ al vacío”.
En el libro relaciona estas cuestiones con un trasfondo filosófico en que procede de manera similar (aunque con otros fines) a la de Bonnefoy. Dejando de lado cualquier idealismo, Maubert se centra en la cuestión existencial. Al explorar “el espacio y sus límites”, Giacometti estaría identificando sus personajes vistos a lo lejos con el hombre “perdido en el universo, tomando conciencia de su precariedad”. En uno de los capítulos, “Caminar es ser”, Maubert identifica al caminante con su escultor, y cita lo que Giacometti parece dictarse a la hora de trabajar: “concentrarse en lo que es propio del hombre: estar de pie, caminar moviendo las dos piernas una tras otra”. A su lado están moviéndose sin rumbo los personajes de Sartre, Camus o Beckett (el montaje de Esperando a Godot de 1961 en el que Giacometti trabajó con Beckett es el punto de partida para un libro estupendo de Matti Megged, Diálogo en el vacío).
También relacionado con estas figuras está la cuestión del fracaso, y cómo forma parte del trabajo cotidiano del artista: la duda constante sobre su capacidad de representación lleva a Giacometti a estar rehaciendo una y otra vez las obras. “Todo lo que seré capaz de hacer”, dijo en una ocasión, “será tan solo una pálida imagen de lo que veo y mi éxito será siempre menor que mi fracaso o, quizá, mi éxito será igual que mi fracaso”. Es la idea que hay detrás del poema que le dedicó Richard Wilbur: “Mirad dónde Giacometti, en una habitación, / oscura como la caverna en el mar, ha construido al hombre. / (…) Ni príncipe ni Leviatán, está hecho / de infinitos adioses”.
Los textos breves que componen el libro no son tanto una imagen completa del autor, como sí puede ser el gran volumen Giacometti de Bonnefoy, cuanto una serie de bosquejos que lanzan sugerencias y aportan un contexto a la hora de interpretarlo. Maubert lee a Giacometti desde su experiencia frente a él: “El hombre que camina eres tú, soy yo, con su cuerpo humano, esquelético, demacrado tal vez, pero en movimiento, con una cabeza que piensa. Por eso nos interpela y nos emociona este hombre”.
Algo de todo esto puede verse en la exposición temporal que el Prado dedica a Giacometti, que estará hasta principios de julio. Dieciocho esculturas y dos cuadros se han colocado en medio de las principales salas del museo, en diálogo con Velázquez, El Greco, Tiziano o Zurbarán. La galería central, por ejemplo, con su luz y su altura, es un espacio que favorece a las Mujeres grandes. Pero en general son mayores los desaciertos. La impresión global es que no ha manejado muy bien el entorno en que están colocadas las piezas. Por un lado, no se aprecia una relación continua entre las obras de Giacometti y los cuadros entre los que se sitúan —aunque en ocasiones haya coincidencias estilísticas, como entre la Mujer de pie y las figuras estiradas del Greco—. Carlos Delgado, en un texto para el ABC, destaca cómo esta desconexión es negativa para apreciar el parámetro histórico tras la selección de obras: se han escogido piezas posteriores a 1945 con objeto de destacar la influencia de la II Guerra Mundial en el autor. Pero poco de esto queda. Por otra parte, los paneles blancos que hacen de fondo a las esculturas dan la impresión de un arreglo rápido, que no ayuda a integrarlas en el contexto pero tampoco las hace contrastar de manera especial.
De cualquier manera, cualquier ocasión es buena para volver a Giacometti. Merece la pena acercarse, sea por estar cerca de las esculturas, sea por tener oportunidad de leer todos estos textos. “Con frecuencia he sentido ganas de volver a verlo”, dice Maubert sobre El hombre que camina. “Cada vez, ha vuelto a establecerse entre nosotros una intimidad. Y, cada vez, he oído su voz. He reconocido en él la inmensa alegría de estar vivo”.
Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).