A cincuenta años del nacimiento de Kurt Cobain, el legado de Nirvana es problemático no porque la gente haya dejado de escuchar sus canciones sino porque el rock mismo ha mutado de forma inexorable, tanto que para muchos está muerto.
Las discusiones alrededor del estado del rock son casi idénticas a las discusiones sobre el estado de la poesía; la única diferencia es que las segundas son más aburridas: todo depende de lo que definas como “rock”: en términos prácticos, si para ti el rock es un género musical protagonizado por guitarras eléctricas tocando escalas de blues, entonces sí: muerte cerebral: el cuerpo responde pero no hay dirección ni concierto. En cambio, si para ti el rock es una etiqueta que engloba cierta contracultura, en su mayoría joven, que se congrega alrededor de la música ajena al dictado corporativo, entonces el rock no sólo está vivo, está creciendo, ha formado una familia, aunque eso signifique que el mayor artista rock de esta década hace hip-hop y se llama Kendrick Lamar.
Como tantas instituciones del siglo XX, el problema del rock es que está fundado en mitos decimonónicos que han demostrado ser errados e incluso nocivos. La veneración acrítica a la originalidad y la juventud son dos de esas creencias que solo el auge del sampleo y la vigencia geriátrica de algunos artistas han desmontado parcialmente. Sin embargo, gran parte esa mitología nodal sigue sin caducar.
En el caso de Cobain se juntaron tres mitos específicos: el artista atormentado y rebelde, la muerte temprana y la salvación del rock. Paradójicamente, Cobain siempre se mostró ajeno a la superchería: sus biógrafos concuerdan en que buscó por todos los medios ser aburridamente feliz; en sus declaraciones afirmaba no querer morir joven y negarse a ser una voz generacional; finalmente, su breve discografía se compone de un álbum rotundo (Nevermind) rodeado obra juvenil inacabada (Bleach) o madura aunque menos contundente (In Utero), además de covers acústicos tan bien digeridos que aún existe quien asegura que “Where Did You Sleep Last Night?” la escribió él mismo (MTV Unplugged in New York).
Como si a Kurt le hubiera tocado ser Cobain, a lo lejos pareciera que el vocalista de Nirvana cumplió con su destino pero no con su voluntad. A cambio, alcanzó a ser la última luminaria en incorporarse a una constelación específica, las Pléyades del rock del siglo XX: hijo de la radio y la televisión, su éxito parece irrepetible en estos días por la sencilla razón de que los medios han cambiado de forma insospechada. El auge del grunge fue posible gracias a que MTV contaba con el monopolio de la adolescencia; la rebeldía era un producto más que rentable en una época marcada por el cinismo posterior a la Guerra Fría.
En el plano musical, el acierto de Nirvana yace en haber calibrado para el público masivo el sonido que ya había distinguido a las bandas lo-fi de los ochenta (Dinosaur Jr., Pixies, los Melvins) sin traicionar en un ápice el valor supremo del movimiento indie: la autenticidad. La consigna de Cobain y sus antecesores era romper con el mar de frivolidad que reinó durante los ochenta, desde cierto new wave hasta la totalidad del hair metal. De ahí las distorsiones “peludas” (como las llaman los ingenieros de audio) y el riguroso uniforme generacional compuesto por mezclilla rota y franela sucia.
Como consta en el documental Montage of Heck, Cobain, versión recargada de Daniel Johnston, se percibía a sí mismo como un Holden Caulfield del punk, gorra incluida, en una cruzada contra los phonys de la música. No es casualidad que el autor de “In Bloom” no dude en citar como una influencia la película Over the Edge: en su escena más célebre, un montón de adolescentes rebeldes logra encerrar en la escuela a todas las autoridades (maestros, padres, policías) para llevar a cabo toda clase de estropicios en el exterior en una victoria definitiva del ello sobre el superyó.
Si alguna clase de legado puede extraerse de la obra de Cobain es la autenticidad como máximo valor estético. Por supuesto, eso significa que muy poca gente en el panorama actual continua su labor. Como el San Junipero de Black Mirror, con frecuencia la música de esta década parece vivir en un aparente loop de los ochenta donde pocos arriesgados se atreven a considerar lo auténtico (que no lo original) como una cualidad ejemplar. Para los pesimistas, eso significa que toda una noción de lo que era la música popular sobrevive en un paraíso simulado llamado Spotify; para los optimistas, que el cambio brusco puede suceder en cualquier momento: como alguna vez dijo Joe Strummer, “siempre que alguien dice que el rock está muerto aparece Nirvana o algo por el estilo”: al final del día, la resurrección, siempre inesperada, es otro mito del género.
Para agradable colmo, la autenticidad como legado se torna problemática y llamativa al revisar los ires y venires del tema cumbre del Nevermind: “Smells Like Teen Spirit”, himno definitorio de los noventa, se escribió como una burla a la cándida rebeldía de la década anterior. Con una letra compuesta por retazos sin conexión ni sentido, su nombre aludía a una anécdota específica: la vez que Kathleen Hanna pintarrajeó sobre una pared “Kurt huele a espíritu joven”. Cobain creyó que la vocalista de Bikini Kill se refería a un supuesto ánimo incendiario cuando ella en realidad aludía a una marca de desodorante.
El líder de Nirvana buscaba escribir una parodia de los himnos del rock de estadio y terminó escribiendo la canción que definió su época; y mientras creía que el título era un remanso de autenticidad, apenas logró perpetrar la campaña publicitaria más exitosa de aquellos años, como puede constatarse en los anuncios del desodorante en 1992 que no dudan en abrir con la pregunta “¿Hueles a espíritu joven?” o asegurar que Teen Spirit es un desodorante “hecho para tu generación”.
Mientras los quince asistentes a la presentación de Nirvana en Maxwell’s en 1989 no podían vislumbrar lo que ocurriría apenas iniciara la década siguiente, Frances Bean Cobain, hija única, nunca podrá saber cómo era el mundo anterior a que MTV programara “Smells Like Teen Spirit” dos veces por hora.
Una banda a la que sólo van a ver quince personas; un padre cuya música te acosa incluso cuando compras desodorante en el supermercado. Ambos extremos parecen ser parte de historias no solo distintas sino contrarias; qué puede conectar ambos puntos sino uno de los pocos mitos sensatos del rock: la leyenda.
En casos como este vale la pena recordar que en el rock, que tiene por mito fundacional la adoración del presente, la leyenda no es algo que se haya cerrado para siempre sino algo que siempre está por ocurrir: como las revanchas y los regresos, el legado de Kurt Cobain espera confirmación.
(Ciudad de México, 1988) es autor del poemario Código Konami y la novela Los suburbios.