Ibarrola: color, espacio, libertad

Su prestigio artístico internacional no dependió nunca de su persecución política, pero no resaltarlo parece una descortesía: su defensa de la libertad le costó ataques por parte de dos nacionalismos fanáticos.
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Con la muerte de Agustín Ibarrola desaparece el último miembro de lo que Carlos Martínez Gorriarán ha llamado la trinidad del gran arte vasco de la segunda mitad del siglo XX. Al igual que Eduardo Chillida y Jorge Oteiza, los otros integrantes de ese trío, la obra por la que Ibarrola es conocido es eminentemente abstracta. Cada uno tenía una personalidad artística muy marcada, pero si bien cabe imaginar a un profano confundiendo una escultura de Chillida con otra de Oteiza, es difícil no reconocer una obra de Ibarrola.

Lo primero que lo distinguía era el color, un color brillante y desatado, rasgo que a primera vista puede opacar el trabajo reflexivo del que era fruto su obra. (Hay algo en el goce plástico –en la alegría– que a ojos de algunos resta puntos para ser tomado enteramente en serio como artista.) Además, Ibarrola no renunció del todo a la figuración, como demuestran muchas de sus esculturas públicas más conocidas. Sus figuras, reducidas a puro perfil, recortadas literalmente sobre un fondo de acero, son el desarrollo tridimensional de sus cuadros y dibujos de temática obrera, uno de esos rarísimos ejemplos donde compromiso político y audacia estética no solo no chocan, sino que se retroalimentan.

Ibarrola fue siempre un artista inquieto. A mediados de los años 50, tuvo la necesidad imperiosa de marcharse una temporada a París para conocer de primera mano el arte que se estaba haciendo allí. La capital francesa seguía siendo entonces un lugar irresistible para los artistas jóvenes que deseaban medirse con las grandes figuras de las vanguardias históricas. En París Ibarrola se sumergiría en la abstracción, fruto de las reflexiones teóricas surgidas de su unión con José Duarte, Juan Cuenca, Juan Serrano y Ángel Duarte. Juntos formaron el Equipo 57, uno de los principales exponentes del arte concreto en Europa. Su propuesta de un arte puro e impersonal, interesado en resaltar las cualidades propias de la luz, el espacio y la forma, tendría efectos duraderos en el artista vasco.

De regreso a España, Ibarrola se unió al Partido Comunista, militancia por la que fue encarcelado entre 1962 y 1965. Continuó pintando y dibujando en la cárcel, de donde algunas de sus obras logaron salir clandestinamente y formar parte de exposiciones en el extranjero. Poco después de su puesta en libertad, fue detenido de nuevo y pasó otros dos años en prisión. Ya fuera de la cárcel, su activismo antifranquista le valió un nuevo golpe, quizá el mayor de todos: pocos meses antes de la muerte del dictador, un grupo de matones ultraderechistas quemó el caserío que le servía de taller.

A principios de los 80, el interés de Ibarrola por el desarrollo de la forma en el espacio encontró una expresión extremadamente audaz. En 1982 comenzó a pintar los árboles del Bosque de Oma, empeño al que dedicó casi una década y que probablemente sea su obra más conocida. Con ello inauguró toda una serie de intervenciones en espacios naturales, como las piedras pintadas de Garoza o los Cubos de la memoria en el puerto de Llanes, con las que aspiraba a inscribirse en una tradición milenaria. “Yo pienso […] que el paisaje ha sido construido por el hombre desde que este existe; el paisaje que vemos todos los días tiene la geometría que el hombre le ha venido dando a lo largo de toda la historia”, dijo. Como los mejores vanguardistas, el pasado –remoto, en este caso– fue una fecunda fuente de inspiración.

Resulta casi imposible hablar de Agustín Ibarrola sin mencionar su compromiso contra ETA, aunque al hacerlo uno siente que corre el riesgo de menospreciar su obra plástica. Es cierto que su prestigio artístico internacional no dependió nunca de su persecución política, pero no resaltarlo parece una descortesía. Como para recordar ese compromiso político ya están personas como Maite Pagazaurtundúa, basta con recordar aquí que su defensa de la libertad le costó ataques por parte de dos nacionalismos fanáticos. También que, gracias al segundo de ellos, un hombre de setenta años se vio obligado a llevar escolta durante más de una década. El hecho de que muchos conociéramos antes la cara de Ibarrola (asomada detrás de una pancarta de ¡Basta Ya!) que su nombre o su relevancia artística, dice mucho de las renuncias que conlleva la libertad cuando se defiende en serio. Son personas como él las que nos impiden desterrar definitivamente la figura del “artista comprometido” al cajón de los chistes malos.

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Es traductor y crítico de arte.


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