Los que escuchamos jazz nos dividimos en dos: los que afirman que el jazz está muerto y los que creemos lo contrario. Así es, porque la salud del jazz es algo que solo nos interesa a los que escuchamos el género. A todos los demás les dan igual los discos que salen al mercado o las innovaciones que se puedan escuchar.
Sí, tal vez está un poco enfermo, pero nada grave. Unas cuantas pastillas de jazz de la costa oeste le ha quitado la fiebre y lo ha puesto de pie nuevamente. Con la irrupción de Kamasi Washington y todos sus amigos músicos pudimos encontrar una revitalización fundamental para el género. No solo él está involucrado en esta revitalización. También están, por ejemplo, los canadienses BadBadNotGood o el trombonista de Nueva Orleans Trombone Shorty. Todos ellos han encontrado un lugar en el jazz contemporáneo sin olvidar la tradición, entendiendo que eso es solo una parte de la música, lo esencial es vivir en la actualidad. De esta forma, haciendo una fusión constante han llevado al género a otros oídos y generaciones.
Meses después de alegrarme por esos momentos, me encontré revisando las listas de éxitos que no incluyen reguetón o similares y me encontré con un disco que ascendió con tanta rapidez que tuvimos que voltear a verlo.
Resulta que Jeff Goldblum no solo es actor, sino también es músico. Y tampoco es un músico mediocre, como muchos actores que deciden pisar escenarios con un instrumento en sus manos (por ejemplo, Scarlett Johansson). Para nada, Jeff tiene técnica y ciertas habilidades. No es tampoco el gran descubrimiento del siglo ni un verdadero virtuoso. Solo que sabe defenderse frente a los standards más conocidos del género.
En noviembre apareció un disco grabado por él. Nadie que lo haya visto en las películas de Jurassic Park habría sospechado que tendría éxito jugando al jazzero. Pero el actor toca el piano desde pequeño y dedica sus descansos entre proyectos cinematográficos a tocar en distintos bares de Nueva York y Los Angeles.
El disco, Jeff Goldblum &The Mildred Snitzer Orchestra. The Capitol Studios sessions, escaló rápidamente las listas de popularidad. Tanto, que fue el número uno en las categorías de jazz con más de 3,000 unidades, una cifra ridícula pero suficiente para colocarlo en la cima de ventas del género.
Pareciera que todo mundo ama a Jeff, pero la pregunta que de inmediato surge es: ¿vale tanto como lo promocionan? ¿Transformará algo en el mundo de la música? La respuesta es un rotundo no. La simpatía que produce el actor –que es mucha, de verdad, veo complicado que alguien le pueda parecer antipático Goldblum– no es suficiente para que un disco de jazz sea aclamado como uno de los grandes descubrimientos del año. Vamos, que ni siquiera puede separarse por completo de ser una anécdota graciosa.
Que Goldblum rescate al crooner gracioso, ligero, que hace la velada agradable, tanto, que la felicidad inunda al público, no es suficiente como para reconocer en el actor algo más que una habilidad bien practicada por años en el escenario.
No nos confundamos, por supuesto que el espectáculo y esta música son necesarios. No es posible exigir profundidad estética a todo lo que consumimos. Incluso, pienso que no es deseable. La balanza entre aquello que trastoca estéticamente al ser humano y aquello que le permite sobreponerse a la adversidad diaria debe existir por nuestro propio bien.
Pero, y aquí mi escepticismo, por un lado, la atención mediática al disco proviene, por supuesto, de la fama del actor y mucho menos de la calidad de la música. Goldblum incluso invita a la actriz y comediante Sarah Silverman, quien canta, casi recita, “Me and my shadow”, en un extraño intento de comedia cantada justo como Frank Sinatra y Sammy Davids Jr. lograban, pero con dos actores que vocalmente dejan mucho por desear. Sí, son simpáticos, pero no es suficiente. Esta canción se convierte en un buen ejemplo de la calidad del álbum. Un grupo de músicos de apoyo eficaces y profesionales, sosteniendo a un excelente actor, buen pianista, mediocre cantante. Todo este aderezo acompaña standards efectivos, canciones con las que es imposible equivocarse pero que tampoco rompen ningún esquema o exploran soluciones musicales ante la enorme tradición del jazz.
Por otro lado, que se lleve el primer lugar en ventas me deja en aprietos cada vez que intento demostrar que el género goza de buena salud. El álbum solo propone diversión íntima entre los músicos y el público, pero nada más. Sus interpretaciones son cumplidoras, sin duda, como cualquier grupo de jazz local que toca en el bar de la esquina. Sus aspiraciones son modestas, pero se ha vendido como algo que no es, algo más que una serie de simpáticos comentarios de Goldblum mientras canta con Imelda May o Haley Reinhart.
No quiero parecer aquí un amargado, solo que este tipo de discos, después de darme un momento de diversión, me producen cierto desencanto. Este tipo de trabajos son los que le dan, en apariencia, argumentos sólidos a quienes pregonan la muerte del género desde hace décadas. Y es que no saca uno nada al escucharlos más de una vez. No funcionan a cabalidad sin el ver los videos del actor interactuando con los demás. No está uno levemente borracho frente a los músicos para disfrutar como debería suceder. No, nada de esto. El escucha está en su casa, siendo paciente con los anuncios de Spotify e imaginando el show. No siento curiosidad más allá de la anécdota. No siento una inevitable necesidad de correr a la tienda de discos o pedir el objeto de placer por Amazon.
Nada de eso, solo una sensación de estafa mínima, un fantasma rondando sobre mi cabeza, como cuando sabes que Jeff Goldblum actúa en la última de Jurassic Park, pero solo aparece por unos cuantos minutos.
(Torreón 1978) es escritor, profesor y periodista. Es autor de Con las piernas ligeramente separadas (Instituto Coahuilense de Cultura, 2005) y Polvo Rojo (Ficticia 2009)