Las llaves de Mondrian

El pintor neerlandés, al que el Museo Reina Sofía dedica una exposición hasta el 1 de marzo, encapsula mejor que ningún otro lo que el común de los mortales entendemos por modernidad: racionalidad, claridad, líneas rectas, menos es más.
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Un siglo después de que un puñado de artistas holandeses se dedicara a experimentar con las posibilidades de las formas y los colores puros, es innegable que el universo estético que alumbraron sigue vivo entre nosotros. Lo ha señalado más de un comentarista al hilo de la inauguración de Mondrian y De Stijl en el Museo Reina Sofía y la innovadora El caso Mondrian de la Fundación Juan March. Si el cubismo nos enseñó a mirar de manera acumulativa, el neoplasticismo nos ayudó a darle estructura a esa mirada, a dotar de cierta coreografía al deambular de nuestros ojos. Se ha dicho, también con razón, que se trata de un arte que encapsula mejor que ningún otro lo que el común de los mortales entendemos por modernidad: racionalidad, claridad, líneas rectas, menos es más. Y aunque su influencia se haya diluido entre la cacofonía de estilos, tendencias y pastiches que la han seguido, la estética de la abstracción geométrica sigue gozando de gran autoridad en ámbitos como el diseño gráfico o el de interiores. Ante la duda, la combinación de líneas rectas y colores planos es una apuesta segura.

Cuando uno entra en una sala llena de arte neoplástico, es muy posible que dude sobre la autoría de muchas de las piezas expuestas. No así con las de Mondrian. La rotundidad de sus gruesas líneas negras y la severa reducción de su gama cromática dotan a sus cuadros de un aire de manifiesto. Su obra forma parte del paisaje visual del siglo xx, y sus ecos asoman por todos lados, desde Yves Saint-Laurent hasta Los Simpson. Convertirse en un lugar común es un triunfo dudoso, pero triunfo al fin y al cabo: revela que la obra ha sobrevivido a su autor. Es improbable, sin embargo, que Mondrian lo considerara un logro en absoluto, dada la misión trascendental que le había encomendado a su arte. Y es que la suya fue, quizá, la versión más exacerbada del deseo de todo artista de trascender sus medios limitados; provocar situaciones en las que la ficción deja de ser ficción y revela verdades que no pueden alcanzarse de otra forma.

Mondrian no solo deseaba propiciar esos estados de iluminación; creía que era posible vivir en ellos. Sin atender a esta íntima convicción, es imposible comprender por qué un hombre que empezó pintando paisajes y naturalezas muertas al estilo del siglo xvii acabó tomándose tantas molestias en dejar la pintura, literalmente, en los huesos. Aunque procedía de una familia de estricta tradición protestante, fueron sus contactos con la Sociedad Teosófica, a la que se unió en 1909, los que marcaron decisivamente el desarrollo posterior de su obra. Como otras corrientes esotéricas, la teosofía proclamaba la existencia de una íntima conexión entre todas las cosas y todos los seres que forman la realidad; una conexión imperceptible a nuestros ojos materialistas y egocéntricos que solo la emancipación espiritual de la humanidad lograría desvelar. Existe una relación directa entre estas ideas y el objetivo que centraría los esfuerzos de Mondrian durante el resto de su vida: la superación de la visión subjetiva y la implantación de una belleza universal.

Tendría que esperar a descubrir el cubismo para encauzar plásticamente sus inquietudes espirituales. Los experimentos de Braque y Picasso habían desembocado en la destrucción de la perspectiva, y Mondrian vio en ello algo mucho más trascendental que una transgresión formal. Acabar con la perspectiva significaba acabar con el punto de vista, acabar con la jerarquía visual. En otras palabras, abría la puerta a un arte objetivo. El cubismo le mostró de qué manera podía eliminarse el ego y el sentimentalismo que llevaban lastrando al arte durante siglos. Años más tarde, se lamentaría de que los cubistas no hubieran llevado su arte hasta sus últimas consecuencias: después del radicalismo del periodo analítico, habían vuelto a llenar sus cuadros de lirismo y referencias al mundo material. Alguien tenía que tomar el relevo.

Mondrian no despreciaba el arte tradicional, pero creía que estaba incompleto. Cuando admiramos las obras de los maestros antiguos –decía– no lo hacemos por su contenido, sino por su ordenación y ritmo subyacentes. Creía que las artes plásticas seguían una trayectoria paralela a la de la ciencia, y miraba el arte del pasado de una forma parecida a la de un cirujano actual al que le enternece la ignorancia de sus colegas medievales. Del mismo modo que las ciencias modernas desvelaban las leyes que rigen el mundo físico, Mondrian abogaba por un arte que se investigara a sí mismo y se purgase de la tramoya que ocultaba su verdadera naturaleza. Y en un proceso de experimentación febril que va aproximadamente de 1912 a 1919, se dedicó a depurar la pintura hasta alcanzar las cuadrículas por las que hoy es conocido.

Como artista y seguidor de la teosofía, Mondrian creía en la posibilidad de alcanzar un estado de estabilidad suprema en el que no existiera separación entre la esfera individual y la colectiva. Su decisión de limitarse a la línea vertical y horizontal respondía a un deseo de equilibrio entre opuestos, y su uso exclusivo de los tres colores primarios buscaba desterrar toda modulación que pudiera introducir matices de emoción subjetiva. Por eso se mostró contrario a una abstracción lírica y sinestésica como la de Kandinsky. Por eso acabó abandonando el grupo De Stijl cuando su jefe de filas, Theo van Doesburg, defendió el uso de las líneas diagonales. Como dejó escrito en uno de sus textos teóricos, “el verdadero arte, como la verdadera vida, sigue un solo camino”. Tanta tozudez –tanto dogmatismo– casa mal con la imagen de un artista puramente formalista. Nos revela a un hombre al que le importaba mucho el arte, desde luego, pero solo en la medida en que sirviera como catalizador de esa dudosa utopía que consiste en disolver el arte en la vida.

El de Mondrian estaba condenado a ser un camino solitario, una iglesia sin feligreses. Una cosa es sentar las bases generales de un arte “moderno”, “transformador”, “liberador”, y otra muy distinta dotarle de normas precisas. La era de las vanguardias está llena de manuales de instrucciones tan inútiles como los tratados de frenología. Si seguimos admirando a Mondrian es porque fue uno de los pocos vanguardistas que logró crear un lenguaje plástico a la altura de sus reflexiones teóricas; un lenguaje tan potente que dignifica la inviabilidad de su empeño. Irónicamente, en su busca de un arte libre de toda individualidad, creó una obra inconfundible. Como les sucede a todos los grandes artistas, además, se trata de una obra no solo reconocible sino engendradora, que sobrevive incluso a los homenajes más baratos y a las apropiaciones más mezquinas.

Algunos de los intérpretes más lúcidos del legado de Mondrian han sido pintores figurativos. Uno de los mejores fue Avigdor Arikha, que siguió una trayectoria diametralmente opuesta a la suya. A mitad de carrera, Arikha sustituyó la abstracción por escenas domésticas impregnadas de una gran carga emocional. Buena parte de su fuerza reside en una contención compositiva que, en algunos casos, proviene directamente de Mondrian. Resultó que la pintura no tenía por qué quedar reducida a una carrera de obstáculos hacia la depuración definitiva. El propio Arikha lo dijo de manera muy elocuente (y, de paso, nos legó una de las definiciones más bellas de la historia del arte del siglo xx): “[La abstracción moderna] permitió a Mondrian limpiar la habitación de Vermeer y vaciarla de su contenido. Mondrian cerró la puerta, pero se dejó la llave”.

El arte no acaba nunca. Siempre habrá quien revisite lo que otros han considerado asunto cerrado. “Yo no podría pintar como lo hago si Mondrian no hubiera existido antes de mí. Del mismo modo que Mondrian no podría haber pintado como lo hizo sin Vermeer —le dijo Arikha en una ocasión al crítico Michael Peppiatt—. Por cierto, ¿te has fijado cómo Mondrian ayuda a ver a Vermeer?”. Amamos el arte porque permite este tipo de transgresiones temporales. También porque no castiga las infidelidades: como le sucedió a Arikha con Mondrian o a Picasso con Ingres, no hace falta que los discípulos asuman el programa de sus maestros al pie de la letra para venerarlos.

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Es traductor y crítico de arte.


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