Pase, tome este cacharro. Es lindo, pequeño y redondo. Se acomoda en mi mano lo suficiente para que mis dedos lo jueguen en lugar de morderme las uñas.
—Ahí no, en las sillas que rodean el escenario —me indica la directora.
Somos pocos los que podemos formar parte de la circunferencia. El resto, en las butacas. A salvo.
Una tela bordada cuelga como fondo: la frontera. El Río Bravo, un burro. Es sencillo identificar a México. Me molesta.
La luz se apaga y yo solo puedo pensar que quizá en el cucurucho que tengo entre las manos habrá mezcal.
Una niña interrumpe mis pensamientos. Atraviesa el espacio con una cometa. Tiene la mirada ausente, o tan presente que evidencia mi fuga constante.
Abre grandes las manos y los ojos cuando habla.
Una mujer más entra a escena y, mirándonos con calma, empieza por lo innegable: sus orígenes, su ascendencia.
— Mi madre decía que hablar una lengua indígena es como habitar una tierra que no ha sido colonizada — recuerda.
Me relajo en la silla que me mantiene debajo de una luz amarilla.
Dos mujeres mayores se suman. Entre los diálogos ágiles de las cuatro, la historia se abre paso. Bordan con coraje mientras, también sentadas en sillas, nos hablan de la fragmentación habitual de ese pueblo donde, casi siempre, los hombres se van con la intención de llegar al otro lado.
Dos madres y sus respectivas hijas adolescentes explican la distorsión que sufre el cuerpo que espera. El borramiento de sus cualidades humanas. La importancia del nombre como recurso de existencia. Soy de quien puedo nombrar.
Las mujeres ponen en escena el silencio que todo lo devora, dejando claro solo el estallido del teléfono con la voz del padre ausente, el hermano desaparecido, el mejor amigo que dicen que no lo logró, desde “el otro lado” podrá confirmar que quienes esperan, existen.
Porque fantasma no es el que se va sin dejar rastros de vida. Fantasma se convierte el que se queda a merced de que otro vuelva por él.
Y entonces podemos atestiguar a cuatro cuerpos varados en un montículo de tiempo que no pasa, que tejen, puntada a puntada, la erosionada relación con su pulso como mujeres. Se hablan, se escuchan, se cuentan sus vidas compartidas sin decirse sus nombres. Y entonces caigo en cuenta, pasamos media hora sin oír más nombres que los de los ausentes.
Llamadas sin un otro que pregunte. Solo una niña que contesta.
¿A qué suena quien lleva ocho años sin llamar?
Una línea directa: la ausencia y la desfiguración que causa el delirio del afecto.
Marcos vacíos pasan de mano en mano entre el público, mientras una niña describe su contenido fantasmal.
¿Cómo se ven las fotos de ese hermano que actualiza una vida tan etérea que parece leyenda? ¿Cómo se personifica la ausencia en escena? ¿Cómo se le da a la falta y al silencio un papel?

Ellas, deduzco, solo dicen sus nombres cuando dejan de ser madres o hijas en vela; cuando su condición de mujeres se antepone a los “usted”, a los “chamaca”, a los silencios o llantos contenidos, a los rezos, a las abstracciones del dolor.
Poco a poco se sacuden el polvo del camino de tierra y el miedo que les trepa por las piernas como sombra ajena, para recobrar el placer, el goce del cuerpo, la fiesta, el baile.
Y entonces el mezcal por fin llega en unos quince años pagados por aquel papá ausente —el que se fue del pueblo y llama solo para pagarle la fiesta a una hija que no conoce—.
Las actrices nos sirven un poco, y una banda de instrumentos de aire anuncia su entrada desde las puertas del teatro hasta irrumpir, como mar bravo, en el espacio.
Mientras la fiesta nos inunda, suena una llamada: aquel hijo perdido, invocado por 365 cometas, busca a su madre y a su hermana.
Las tres mujeres gritan una y otra vez:
—¡Tiene una llamada!
La banda suena más fuerte.
Muchos de nosotros, que pasamos la última hora sosteniendo el peso de la espera, nos conmovemos hasta las lágrimas.
Me tomo el último trago de mezcal de golpe.
La imagen es tan onírica que me hace sospechar.
Quizá nunca hubo llamada. No llegó pero en esa fiesta las cuatro mujeres aprendieron a decirse sus nombres para dejar de esperar a esos hombres que, más que rondar el pueblo como fantasmas, las condenaron a fantasmar en rencor, soledad y angustia.
El nombre como el llamado solidario del cuerpo vecino. La aparición. Nombrar a los presentes para rescatarlos de la espera maldita que los difumina casi tanto como a esos que pese a que no están insisten en nombrar.
Nos arrastran a bailar a los incautos del escenario y, mientras me limpio la cara, los de las butacas se nos unen. Damos brinquitos entre trompetas, trombones y tambores.
La banda sale del teatro y las luces se encienden.
Siento que por fin entendí lo que significa escribir personajes femeninos.
Lo que significa mostrar un dolor sin que inhunde la habitación, el escenario. Alumbrarlo de forma tenue, mostrar sus bordes y como es el mundo fuera de él. El gesto mínimo de compartimentación, de melancolía, la profundidad de una vida vivida, que se guarda entre las cejas. Un cuerpo mujer que no deja de tener miedos, placer, juego, ternura y anhelos. Una mujer que no es perfecta, a la que se le ven las costuras por donde se cuela el enojo, se le cuelan los defectos y con la suficiente atención se le llega a ver la infancia.
Agradezco haber aceptado el asiento hasta adelante. ~
Ovillo se presentó del 15 de mayo al 22 de junio en el
Centro Cultural del Bosque (CCB) – Teatro el Granero, Xavier Rojas.