Roy Lichtenstein: Embobarse no es otra cosa que la versión pop de poner atención

El trabajo de Lichtenstein es una relevante investigación visual sobre los medios de comunicación, y una afirmación de nuestra subjetividad.
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No se puede hablar de Roy Lichtenstein sin citar el título de la primera reseña que le hizo Life magazine (“¿Será el peor pintor de Estados Unidos?”). La referencia es casi un ritual bibliográfico, pero uno que no pretende burlarse de la arrogancia o la falta de sensibilidad de sus contemporáneos, ni mucho menos consagrar a Lichtenstein como genio incomprendido. Aquella reseña de 1964 es solo un recurso para calibrar la medida del cambio que Lichtenstein propuso para la pintura. ¿Pueden ser las tiras cómicas una fuente visual e iconográfica para el arte? –pero si las historietas románticas no desvelan más que a las mujercitas adolescentes. ¿Y qué hay de los cómics que con su desfile de soldados, marinos, pilotos y capitanes celebran la indiscutible potencia militar de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial? Sabemos que el origen popular de las imágenes de Lichtenstein le provocó un disgusto a los críticos y a los espectadores tradicionales. ¿Será que su obra no es más que el desplante de aquel que tiene una afición por polemizar? Queremos creerle cuando dice que su pintura es una crítica del consumismo. Nos tranquiliza pensarlo como un rebelde con causa que vino al mundo, a los museos y a las galerías de arte a enseñarnos una verdad sobre el capitalismo del siglo XX.

Algunas veces hay que suspender la certeza de lo que pretendemos saber de antemano y dejar de insistir en una conclusión que trunca otras interpretaciones. Debemos distanciarnos del Lichtenstein que nos han enseñado. Dejar de reconocerlo para volver a pensarlo. Quizá la suya no es solamente una denuncia del consumo de la clase media estadunidense. Hal Foster, historiador y crítico de arte, considera que el pop art es crítica y complicidad, cinismo y reverencia, ironía y afirmación. Estamos ante el desprecio, pero también ante la fascinación, que nos provocan las celebridades. O ante la culpa y la alegría de comprar un aparato que se finge útil pero cuya tecnología de punta termina solo por adornar una de las repisas de la cocina. La política del pop art, advierte Foster, es baja en calorías. Quizá se complace en lo que critica.

El trabajo de Lichtenstein es una relevante investigación visual sobre los medios de comunicación, y una afirmación de nuestra subjetividad. Hay que pensar las premisas de la imagen pop y cómo determina lo que somos; pensar, por ejemplo, en la identidad y el close-up.

Roy –y creo que como ícono del pop, deberíamos acostumbrarnos a tutearlo– fue un virtuoso de los acercamientos (basta colocar sus cuadros junto a las tiras cómicas en las que están basados para percatarse de ello). Es el quisquilloso director de comerciales que ladra “eso no sale a cuadro”, mientras algún asistente recoge toda la utilería de la escena. En The Engagement Ring, por ejemplo, sacó una fila de libros de la toma, recortó el ancho de una cortina y apenas conservó la silueta izquierda de una lámpara de mesa: el lugar es lo de menos cuando lo que importa es capturar la expresión física de una emoción.

Por la misma razón, Roy prescindió del claroscuro. En Torpedo-Los se puede ver cómo se deshace del entramado de líneas que en el original ocultaba la decidida mirada de un capitán de barco en pleno asalto –su gorra no proyecta sombra alguna y sus mejillas no se hunden. Sus famosos puntos (Benday dots) tampoco sirven para modelar las caras. Roy solía pintarlos equidistantes, con ayuda de un esténcil; otra disposición los habría hecho simular que una parte del rostro está más adelante que la otra.

Y es que cuando uno se deshace de la perspectiva y el volumen, todo queda al frente: en una cercanía demasiado peligrosa –por absoluta– para el espectador, que no puede distraerse con algún objeto en el fondo del cuadro –Roy quiso clausurar el segundo plano–, ni perderse en los diferentes colores de una caballera –más que cabello, parece que sus mujeres llevan en la cabeza una peluca completamente amarilla, azul, roja. No hay nada delicado en la pintura de Lichtenstein. Nada que retroceda al fondo. Solo conserva las líneas que son suficientes para indicar la emoción de un rostro que ha encuadrado en un extremo y perfecto –por plano– close-up.

In your face, parece reírse Roy, cuando deja al espectador frente a estas escenas que carecen de puntos de apoyo para descifrarlas. Al quitar la utilería, despojarse del ambiente y eliminar los detalles narrativos de los originales, queda un close-up simple e impactante; terminamos vacilando como las mujeres de sus cuadros: “Oh… Alright… M-Maybe”. Si es cierto, como quiere Foster, que sus pinturas crean una subjetividad traumatizada que parece desafectada, entonces embobarse no es otra cosa que la versión pop de poner atención.

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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