Un Siqueiros en la caja de un trailer pintado en la pared posterior de una construcción cualquiera no es un Siquieros. Por las razones evidentes. Porque no es la obra del muralista, sino la de Daniel Gálvez, por entonces, un estudiante californiano apenas graduado de la licenciatura en artes plásticas. Pero también porque Gálvez, mexicano de segunda generación, pintó su Siqueiros a finales de los setenta y no cuando lo hizo el muralista, a finales de la Segunda Guerra Mundial.
Y a pesar de todo el Siqueiros del tráiler no es una simple copia del original, aunque a primera vista uno se concentre en esa alegoría de la Libertad que se pintó en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México y que se repite idéntica en este mural perdido de Berkeley, California.
A todas luces se ve que no es la obra de uno de “Los tres grandes”. Ese pasto que nadie siembra, pero que siempre brota en las ciudades, crece y se seca al pie de la pared pintada.
Aunque se antoje pensarlo, tampoco es cierto que Gálvez migrara de México a Estados Unidos con el recuerdo del Siqueiros a cuestas. Más bien, se lo topó en un libro y en la universidad. Como muchos de sus compañeros, descubrió a la Escuela Mexicana de Pintura en California, tomó lo que necesitaba y lo adaptó para lo que ahora se identifica como el brazo artístico del Movimiento Chicano o “La Causa”.
El del trailer es entonces un Siqueiros chicano. Por eso mismo, no participó en el nacionalismo obligatorio de la capital mexicana. No lo comisionó Torres Bodet ni fue recibido por la oratoria presidencial. En vez de “abonar a la construcción nacional” –como les gusta decir a nuestros políticos a la menor provocación–, se quedó pintado en cualquier muro de una ciudad de California, al margen de otra nación: la estadounidense.
Un Siqueiros chicano, no mexicano, mucho menos mexican-american. El recorte de un periódico resguardado en la Universidad de Washington lo deja más claro:
Tenemos que empezar por definirnos a nosotros mismos. Estamos cansados de la placa de identidad mexican-american, que nos fue dada por los anglos. Hemos elegido un nuevo nombre, uno que tiene significado para nosotros: los chicanos.
Con la ironía de uno de los líderes del movimiento (Antonio Cárdenas también se preguntó “por qué todos los estadounidenses que no son blancos tienen que llevar un guion en el nombre” mientras pensaba en los african-americans, en los native-americans), los universitarios no solo asumieron una nueva identidad, sino que redefinieron su estatus: no eran migrantes, sino los habitantes legítimos de California.
Quizá lo más desafiante de La Causa fue su rechazo al discurso de la diversidad. No se entendían a sí mismos como los descendientes de otra civilización dispuestos a “enriquecer” el patrimonio cultural de la Unión Americana. Sospechaban de la asimilación. De ahí que se imaginaran como una nación dentro de otra.
Son varios los pósters y murales que se imaginan a Aztlán (el lugar del que salieron los mexicas rumbo a la profética Tenochtitlán) en el suroeste de Estados Unidos. Tal vez pueda decirse que con los murales levantaron una cartografía de resistencia. Después de todo, ESPO tiene un mapa de sus grafitis que le sirve como recurso para pensar otras configuraciones, incluso políticas, del espacio urbano. Mejor aún, los muralistas chicanos reclamaron el territorio al poner en duda su condición de migrantes.
Guisela Latorre, historiadora del arte chicano, identificó la importancia del Tratado de Guadalupe Hidalgo en el movimiento. “Nosotros no cruzamos la frontera”, declararon, “la frontera nos cruzó”. Y es que a su parecer, cuando México perdió la guerra con Estados Unidos, miles de personas se convirtieron en mexican-american y en ciudadanos de segunda. De ahí que los verdaderos nativos fueran ellos, los que se quedaron en Aztlán.
Mientras otras corrientes artísticas (como los escultores del Land Art) salían de Nueva York para conquistar estéticamente y territorialmente el oeste del país, los chicanos se quedaban donde estaban, en California, haciéndose de su Aztlán utópico. No deja de ser elocuente la diferencia entre el arte que se propone un chicano y el que formula un ciudadano estadounidense con el color de piel y sus documentos en orden.
Tampoco es exagerado decir, con Latorre, que el muralismo chicano se armó de una iconografía radical. Reclamar, con Emiliano Zapata, que “la tierra es de quien la trabaja” en los campos estadounidenses debió haber desconcertado a muchos.
De ahí que la Libertad que Siqueiros pintó frente a un paisaje volcánico aparezca, en el mural de Gálvez, frente a los campos de maíz de California (otros murales representan la bandera de la United Farm Workers). Así, mientras Siqueiros conmemora los 34 años de la Revolución mexicana y celebra la victoria sobre el fascismo, los chicanos reactivaron el carácter radical de la iconografía de la Escuela Mexicana de Pintura. El Siqueiros del trailer no quiere ser estadounidense, ni mexican-american, pero tampoco mexicano.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.