Unas cartas de Francisco Toledo

Octavio Paz y Francisco Toledo fueron amigos y luego se aborrecieron. Pero en los últimos meses de la vida del segundo se miraron fugazmente de nuevo, en una hoja de papel en la que ambos siguen siendo discípulos y maestros.    
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Octavio Paz y Toledo se hicieron amigos cuando el joven pintor llegó a París en 1961 y el poeta era funcionario en la embajada y amante de Bona de Pisis. Paz le ayudó al pintor, lo presentó con sus amigos, le consiguió sitio en la Maison du Mexique en la Ciudad Universitaria de París.

En 1962, Bona dejó a Paz para irse con Toledo. Luego, en 1963, Bona dejó a Toledo para reunirse con Paz en la India. Al despedirse en Afganistán, Bona y Paz se dejaron mutuamente. Luego, Paz se encontró en París con Marie José. Bona regresó con Toledo y se fue con él a Juchitán. Poco después lo dejó para volver a París con su exmarido, el escritor André Pieyre de Mandiargues.

Un resumen así banaliza las pasiones de todos los involucrados. La complejidad de la historia está en la buena cantidad de arte y letras y cartas que suscitó: la que dejó Bona en su arte y en sus propios escritos; en las novelas, cuentos y cartas de Pieyre de Mandiargues; en la pintura de Toledo y hasta en la obra de otros escritores que también amaron a esa mujer legendaria, en diferentes épocas y por todo el mundo.

Y, desde luego, en la escritura de Paz, y no sólo durante los diez años que duró su relación con Bona: aparece en su poesía desde Piedra de Sol a Salamandra y Ladera este; en su prosa (La llama doble) y, veladamente, hasta en su crítica literaria, como en “Ramón López Velarde. El camino de la pasión”, de Cuadrivio. Y también en innumerables cartas. En ocasiones, esa pasión es un himno luminoso; en otras, el más amargo descenso al dolor que emprendiera Paz, como en “Discor”, poema de Salamadra en el que, por ejemplo, dice una estrofa:

Espejo llagado y llaga perpetua,

cuarto lleno de ojos,
multiplicación de cuerpos,

cuarto lleno de rostros y labios y nombres.
Fornicación espectral de los espejos,
complicidad de ratas, identidad promiscua,
cuarto hormiguero y cuarto podrido,
nuez vana y amarga granada

y otra vez cuarto.
Instante largo como un aullido,

como el presente y su escalera…

Estudié ese período de la obra de Paz en Los idilios salvajes (Era, 2016), el tercer volumen de mis estudios sobre su vida y su obra, un libro que trata de la forma en que convirtió en letras su vida con la turbulenta Bona, antes con la fugitiva Elena Garro y, antes aún, con Josefina Lozano, la madre-higuera.

Años más tarde

Después de los dramas pasionales, Paz casi no volvió a mencionar el nombre de Toledo. El pintor, sí. Ángel Gilberto Adame ya recogió la presencia de Paz En la mirada de Francisco Toledo en nuestra Zona Octavio Paz.

Después de leer aquel libro mío, Toledo me hizo saber por medio de nuestra mutua amiga, Graciela Iturbide, que querría platicar sobre el tema. Le respondí que me gustaría mucho hacerlo. Nunca sucedió. Estoy seguro de que su archivo, que estará a buen resguardo, podrá algún día documentar su historia.  

Ahora, a mediados del pasado julio, Toledo me buscó para inquirir si podría ayudarle con algo urgente. Lo hizo, de nuevo, por medio de Graciela, que ya me compartió su congoja por la mala salud de su amigo. Al día siguiente, por teléfono, Toledo me enteró del asunto en voz de su ayudante, Regina Mejía: había reiniciado sus colaboraciones a la revista Proceso y para una de ellas necesitaba un par de “anécdotas” budistas que recordaba haberle leído a Paz en una entrevista. ¿Podría ayudarle a encontrarlas?

Mejía me envió por email el dictado del Maestro sobre las “anécdotas”: la primera trataba “de un monje que se cae al precipicio, pero se agarra de una rama con los dientes, a él le piden que les explique la verdad absoluta pero no puede hablar porque si lo hace cae.” La segunda es de un viejo maestro budista que esta en su lecho de muerte y sus alumnos le piden que les dé un mensaje, una última enseñanza, el maestro les hace señas para que se acerquen a su cama, abre su boca y les indica que la vean, los alumnos no entienden, (el maestro Toledo no recuerda si es alguien más quien les explica). La enseñanza es que los fuertes perecen y los débiles permanecen, las encías son los débiles que nunca lucharon.  

Localicé la información y se la envié. Ya la había recibido cuando al día siguiente me llegaron por mensajería dos cartas con fecha del 22 de julio, ambas con su respectiva ilustración. La primera dibuja y dice:

Estimado amigo Sheridan.

En esta imagen represento al maestro agarrado de los dientes de una rama. Arriba está el alumno preguntando que le explique algo. No recuerdo. Sólo necesito lo que Paz contó en una entrevista, la anécdota y una explicación corta.

Gracias. Me gustaría conocerlo. Tal vez más tarde.

Su amigo, Fco Toledo

Y la segunda:

Amigo Sheridan.

El hombre sabio en su lecho de muerte. Le piden sus alumnos una última enseñanza. Él les dice que se asomen a su boca desdentada y les dice qué ven. Al final los fuertes perecen (los dientes) los débiles permanecen (las encías).

¿En dónde Paz citó este texto?

Si tiene un tiempo se lo agradezco.

Fco Toledo.

La primera estaba en “Tres momentos de la literatura japonesa”, un ensayo recogido en Las peras del olmo (1954), recogido en el volumen 2 de las Obras completas editadas por Paz: Excursiones e incursiones. Dominio extranjero (México, FCE), p. 333:

Por su misma naturaleza el momento de iluminación es indecible. Como el taoísmo, a quien sin duda debe mucho, zen es una “doctrina sin palabras”. Para provocar dentro del discípulo el estado propicio a la iluminación, los maestros acuden a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en general, a todas aquellas formas que tienden a destruir nuestra lógica y la perspectiva normal y limitada de las cosas. Pero la destrucción de la lógica no tiene por objeto remitirnos al caos y al absurdo sino, a través de la experiencia de lo sin sentido, descubrir un nuevo sentido. Sólo que ese sentido es incomunicable por las palabras. Apenas el humor, la poesía o la imagen pueden hacernos vislumbrar en qué consiste la nueva visión. El carácter incomunicable de la experiencia zen se revela en esta anécdota: un maestro cae en un precipicio pero puede asir con los dientes la rama de un árbol; en ese instante llega uno de sus discípulos y le pregunta: ¿En qué consiste el zen, maestro? Evidentemente, no hay respuesta posible: enunciar la doctrina implica abandonar el estado satori y volver a caer en el mundo de los contrarios relativos, en el “esto” y el “aquello”. Ahora bien, zen no es ni “esto” ni “aquello”, sino, más bien, “esto y aquello”. Así, para emplear la conocida frase de Chuang-tsé, “el verdadero sabio predica la doctrina sin palabras”.

La segunda es la versión que ofrece Paz de un apólogo titulado “Chang Yong”, escrito en el siglo III por Hsi K’ang (a quien Paz llama “un místico anarquista”). Es el primero de la colección que Paz tituló “Trazos” en la sección “Trazos. Chuang-tse y otros” de la parte que dedica a China en la recopilación de sus Versiones y diversiones (1973 a 1995), recogidas en el volumen 12 de sus Obras completas, el titulado Obra poética II (p. 578):

HSI K’ANG

Chang-Yong

Cuando el viejo Chang-Yong estaba a punto de morir, Lao-tse se acercó a su lecho: «¿No tienes nada que revelarme?». Abriendo la boca, el moribundo preguntó: «¿Todavía tengo lengua?». Lao-tse asintió. «Y mis dientes?» «Todos los has perdido.» Chang-Yong volvió a preguntar: «¿Te das cuenta de lo que esto significa?». «Quizá quieres decirme —repuso Lao-tse— que los fuertes perecen y los débiles sobreviven.» «Así es —dijo el maestro—, y con esto hemos agotado todo lo que hay que decir sobre el mundo y sus criaturas.» Y murió.

Un momento de este segundo apólogo, me parece, pudo ser lo que activó la memoria de Toledo: haber perdido los dientes, como dice con encomiable estoicismo y buen humor en la mínima introducción:  

Cumplí 79 años y, como se entenderá, algunos de mis mejores dientes ya desertaron, por ese motivo reuní estos textos.

Se había activado en él la remota conseja, casi arquetipal, que orilla a leer en la pérdida de los dientes un anticipo de la muerte.

Los apólogos aparecieron –con ilustraciones ya más elaboradas– en las últimas entregas de “Toledo lee” en Proceso, a mediados de agosto, con el título “Dientes chimuelos desdentados” que se leen acá y acá.

Además de los apólogos, reprodujo escritos de Kafka, de Deleuze y Guattari (sobre Kafka), una leyenda india sobre “El diente de Buda”, unos testimonios de los informantes de Sahagún, un poema en lengua mazateca y una preciosa colección de “Creencias de nuestros antepasados” de pueblos originarios de Oaxaca.  

Me apena no haber conocido al gran pintor. Tal vez más tarde. Pero me alegra haber colaborado a que dos amigos, que tanto se aborrecieron hace tantos años, se miraran fugazmente de nuevo un poco, ya sin dientes, en una hoja de papel en la que ambos siguen siendo discípulos y maestros.    

En los índice de Proceso puede leerse la totalidad de las colaboraciones de Toledo que ojalá, algún día, se reúnan en libro. La última entrega, fechada el 4 de septiembre, el día de su muerte, es particularmente conmovedora.

Se titula “El teterete”, que es el nombre de “una maravilla de lagartija que se desplaza sobre el agua” que recordaba haber visto de niño. Su curiosidad había pasado de los dientes desertores a caminar sobre el agua, como el teterete y, claro, como Jesús, pues el primer texto de la recopilación es el episodio narrado por Mateo (14:22) en el que Pedro y los discípulos se aterran al ver a su maestro caminando sobre el agua. Toledo reproduce luego otros dos apólogos orientales: uno tomado del precioso libro de Joseph Campbell Tú eres eso y el otro de los 101 relatos zen editados por Nyogen Senzaki y Paul Reps.

El verdadero milagro, como lo supieron del confucianismo al zen y como lo supieron Toledo y Paz, no es caminar sobre el agua sino sobre la Tierra. 

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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