Dividir Facebook no arreglará sus problemas con el discurso público

El cofundador de Facebook ha llamado públicamente a separar Facebook, Instagram y WhatsApp. Aunque puede haber buenos motivos para hacerlo, el discurso público no es uno de ellos.
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El 9 de mayo, en un elocuente y reflexivo artículo de opinión en el New York Times, el cofundador de Facebook Chris Hughes sumó su voz al coro cada vez más numeroso que llama a dividir la red social.

La mayoría de los argumentos a favor de tomar medidas antimonopolio contra Facebook se centra en la recopilación de datos, en las prácticas de privacidad y en sus efectos negativos sobre la innovación, pero Hughes subraya el poder unilateral que tiene Mark Zuckerberg sobre el discurso público de más de 2 mil millones de personas. Lo llama “el aspecto más problemático del poder de Facebook”. Después de describir el gran poder que tiene Facebook –y Zuckerberg, en particular– de “monitorear, organizar e incluso censurar” las conversaciones del mundo, Hughes le pide al gobierno que utilice sus herramientas antimonopolio y divida a la plataforma para que la competencia y la responsabilización de mercado se encarguen del resto, con la aparente convicción de que las personas elegirían una forma de conversar más sana si otra plataforma ofreciera esa alternativa.

Es posible que, como sociedad, decidamos que vale la pena dividir este gigante tecnológico por la falta de competencia y por las invasiones a la privacidad. Sin embargo, es poco probable que este enfoque ayude a resolver los problemas relacionados con el discurso público. Incluso, en algunos casos, podría empeorarlos. Hughes parece ser víctima de lo que se conoce como el “efecto farol”: la tendencia a querer encontrar respuestas donde es más fácil buscarlas (tiene ese nombre por un viejo chiste sobre un borracho que busca sus llaves bajo un farol, no tanto porque las haya perdido por ahí cerca, sino porque ahí es donde hay luz). En este momento de reacciones negativas contra las empresas de tecnología, es fácil sentirnos desorientados ante el aumento del poder privado que tienen unos cuantos gigantes tecnológicos sobre gran parte del discurso público. Pero cuando hablamos de los problemas que enfrentamos, debemos ser específicos antes de empezar a confiar en que pueden resolverse –o, al menos, mitigarse– reduciendo el tamaño de las empresas de tecnología.

Por ejemplo, reflexionemos sobre esta declaración de Hughes: “a diferencia de lo que ocurre con las empresas de agua y de electricidad, no existe un buen argumento de que nos beneficiemos por tener una sola compañía de redes sociales dominante”. ¿Pero no hay buenos argumentos? Desde la Universidad de Harvard, es fácil sentir que el mundo es un pañuelo y que no necesito Facebook para estar conectada con el resto del planeta. Después de todo, tengo la suerte de descubrir que gran parte del mundo viene a mí. Pero este no es el caso para todos. (Definitivamente era distinto cuando vivía en Australia, país al que un ex primer ministro se refirió una vez como el “culo del mundo”). Para las personas que viven en lugares remotos o que tienen intereses muy específicos, la posibilidad de encontrar a otros con quienes tengan cosas en común se hace mucho más grande cuando las personas se reúnen en un mismo lugar. Si lo que nos preocupa realmente es la “enormidad” de Facebook, no deberíamos usar la división de plataformas para fomentar la competencia en el mercado con la esperanza de que llegue una “mejor” plataforma. Entonces, la pregunta es: ¿qué es lo que de verdad nos preocupa?

Si lo que nos preocupa es que Rusia u otra potencia extranjera utilicen Facebook y otras plataformas de redes sociales para influir en las elecciones, como ha mencionado la senadora y candidata presidencial Elizabeth Warren al presentar sus argumentos para la división de Facebook en virtud de las leyes antimonopolio estadounidenses, entonces también debemos reconocer que estas campañas de influencia a menudo son operaciones multiplataforma complejas que exigen respuestas que cuenten con buenos recursos, conocimientos y coordinación. Nadie ha podido argumentar con solidez de qué manera la división y la competencia contribuirían con estas tareas.

Si lo que nos preocupa es el efecto de las cámaras de eco, fenómeno por el cual las redes sociales hacen que las personas elijan comunidades homogéneas y no se expongan a otras opiniones, entonces Hughes tiene razón al temer que “más competencia en redes sociales podría llevar a un Facebook más conservador y otro más liberal”. No entiendo de qué manera el mundo sería mejor si tenemos redes sociales partidistas o, incluso, redes sociales separadas por edad o por región geográfica.

Si lo que nos preocupa es la vulgarización del discurso público como resultado de una economía de la atención “optimizada para la participación”, entonces intensificar la competencia podría ser como echarle leña al fuego.

Si lo que nos preocupa es la difusión de información falsa o de discursos de odio –y esperamos que la verificación de datos y los contradiscursos sean respuestas viables–, entonces sería mejor tener una esfera pública más unificada donde podamos diseminar estas respuestas. El ritmo constante de las publicaciones y los costos asociados con la moderación de contenidos hacen que las plataformas actuales que tienen una buena cantidad de recursos no logren responder lo suficientemente rápido como para detener la difusión de información falsa y discursos de odio. ¿Estamos seguros de que varias plataformas más pequeñas y posiblemente balcanizadas harían un mejor trabajo?

Si lo que nos preocupa –y, sin duda, debería ser así– es el completo e injustificable fracaso de Facebook para responder con rapidez o de manera adecuada al uso de su plataforma para propagar discursos de odio durante el genocidio que está sucediendo actualmente en Birmania, entonces no queda muy claro si una plataforma regional o más pequeña haría un mejor trabajo. En este ejemplo, hay que recordar que muchas de las publicaciones provocativas fueron difundidas intencionalmente por miembros de las fuerzas armadas de Birmania, que tienen gran poder en la región.

Esto me lleva a otra preocupación: la necesidad de que las plataformas pongan un freno a las demandas autoritarias (o incluso a las demandas de gobiernos democráticos) de censurar el discurso público. No tengo mucha confianza en las plataformas que lo están haciendo actualmente y me preocupan profundamente las implicaciones que esto pueda tener para los pueblos oprimidos. A diferencia de Hughes, yo no tengo fe en que la competencia y la responsabilización de mercado vayan a resolver esta cuestión. La amoralidad de las ganancias nunca ha sido una sólida defensora de los derechos humanos en todo el mundo. Como observó David Kaye, Relator Especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión de la ONU, Hughes no explica de qué manera dividir Facebook va a resolver los problemas de políticas del discurso a nivel mundial.

En pocas palabras, hay muchos motivos para estar preocupados. ¡Yo estoy preocupada! Y con esto no quiero decir que Facebook no debería dividirse. Pero no podemos tener esta conversación de manera adecuada si no reconocemos que están en juego intereses complicados que deben ser equilibrados. Es posible que separar Instagram y WhatsApp de Facebook sea una buena política que responda a otros problemas, pero no resolverá los problemas más complejos sobre cómo moderar el discurso público en cualquier plataforma individual.

Por eso, estoy más de acuerdo con la otra recomendación de Hughes: la necesidad de una mayor supervisión democrática y gubernamental de las prácticas de moderación de contenidos en redes sociales. Hughes exige la creación de una agencia gubernamental para “crear lineamientos sobre discurso aceptable en redes sociales”; creo que yo no iría tan lejos. Pero, al igual que a él, me preocupa la manera unilateral, irresponsable y ad hoc en que Mark Zuckerberg puede establecer normas de discurso para tantas personas. Si bien me falta fe en la responsabilización del mercado, soy más optimista en cuanto a la supervisión y responsabilidad democráticas y legislativas. Bien ejecutado, este tipo de control puede aportar transparencia e independencia a la difícil tarea de decidir qué discursos están permitido en estos espacios donde circulan tantos, y a las modificaciones algorítmicas o de otro tipo que influyen en cómo se difunde ese discurso. La transparencia y la independencia en estas decisiones son dos aspectos que, en la actualidad, están muy ausentes en las decisiones de Facebook (y en las de Silicon Valley, a nivel más general).

Sin embargo, estas ideas tendrán resistencia por parte de quienes piensan que la participación del gobierno en estas decisiones sería incluso más “antiestadounidense” que el poder sin precedentes que Hughes le atribuye a Mark Zuckerberg. La doctrina de la Primera Enmienda está profundamente marcada por la falta de confianza en las intenciones del gobierno en lo que respecta a la regulación del discurso. Al no ser estadounidense, mi miedo al gobierno no es tan profundo como para resignarme a esperar que el mercado solucione estos problemas urgentes. Pero quizás otros no se dejen convencer tan fácilmente. Tal vez ni siquiera importe: hay otros países que parecen listos para intervenir en ese vacío creado por la inacción de los Estados Unidos. Pero al ser la jurisdicción central de muchas de esas empresas, Estados Unidos tiene mucho más poder para imponer cambios en el comportamiento empresarial y para crear mecanismos de supervisión aplicables. El año pasado, un “gran comité internacional” de legisladores de nueve países no pudo lograr que Zuckerberg asistiera a las audiencias en el Reino Unido, pero al menos el Senado de los Estados Unidos logró que se presentara (incluso si lo que sucedió no puede considerarse una supervisión significativa).

Hughes declara que “para Facebook y otros monopolios, puede ser el comienzo de una era de responsabilidad”. Por supuesto, cuéntenme entre las personas que más anhelan que esto sea cierto. Pero en lo que respecta a la necesidad de limitar el poder que tienen las plataformas sobre el discurso público, no estoy convencida de que la responsabilización de mercado sea la respuesta. Por ahora, seguiré caminando a tientas en la oscuridad, buscando soluciones a estas preguntas genuinamente difíciles, en lugar de unirme a la fiesta cerca del farol.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

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es estudiante de doctorado en la Harvard Law School. Se especializa en el estudio de la regulación a nivel global del discurso que se transmite por medios de internet.


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