Para quienes soñábamos que el siglo XXI sería sinónimo de amables sirvientes robots, autos voladores y la abolición de la vejez y la muerte es difícil no sentirnos decepcionados porque lo único que este siglo nos ha dado en abundancia han sido guerras. Vivimos una era en que los robots más populares son drones, aviones a control remoto con ciertas funciones automatizadas, que vigilan desde las alturas zonas de conflicto y con pavorosa regularidad disparan misiles hellfire contra blancos sospechosos de ser terroristas. De acuerdo con un reciente estudio de las escuelas de derecho de las universidades de Nueva York y Stanford estos presuntos instrumentos de precisión usados para eliminar peligrosos asesinos en realidad sólo sirven para aterrorizar a la población civil y han cobrado un número inmenso de inocentes (particularmente por el cruel sistema de “double tap”: disparar un misil y lanzar un segundo misil en cuanto llegan los socorristas y buenos samaritanos a ayudar a las víctimas). El robot que ocupa el segundo lugar en la lista de popularidad es una hacendosa aspiradora doméstica que, a un costo muy alto, promete limpiar pisos sin supervisión. En un remoto tercer lugar vienen los robots industriales y de rescate, así como docenas de prototipos experimentales. Nada de androides amistosos, serviciales o superdotados en el horizonte.
En tiempos de guerra, y más cuando éstas se prolongan y extienden, es común que se desarrollen y progresen las técnicas y ciencias médicas, en particular en lo que se refiere a primeros auxilios, terapias regenerativas, tratamiento de heridas graves e infecciones. La tasa de supervivencia entre los soldados estadounidenses y de la llamada “alianza” que han sido víctimas de heridas y lesiones graves se ha incrementado de manera notable, así como se han perfeccionado las prótesis e implantes. Hoy numerosos veteranos que hubieran perdido la vida o quedado condenados a pasar el resto de su vida en una cama de hospital pueden caminar con prótesis inteligentes o por lo menos puede moverse en sillas de ruedas. Así, ha tenido lugar un auténtico boom en la industria de las extremidades artificiales, y su éxito no radica únicamente en su versatilidad y eficiencia sino también en su apariencia estética y en la manera en que se perciben social y culturalmente. De pronto las piernas de titanio se volvieron sexys (basta considerar a la bellísima Aimée Mullins) o varoniles y fascinantes, con lo que dejaron de ser símbolos de desgracia y deficiencia. Los “forros” de látex y plástico diseñados para ocultar o disimular los elementos metálicos de las prótesis y hacerlas verse naturales comenzaron a usarse menos y menos. Los amputados dejaron de ser minusválidos para volverse cyborgs y mostrar sus extremidades manufacturadas se volvió motivo de orgullo y no de vergüenza.
No es sorpresa que en ese contexto los juegos paralímpicos hayan adquirido una relevancia extraordinaria en el siglo XXI. Los juegos que comenzaron cuando un grupo de veteranos británicos de la Segunda Guerra Mundial decidieron organizar un evento deportivo multidisciplinario en 1948 se han transformado en un acontecimiento internacional de gran magnitud y complejidad, en donde hay lugar para personas con una gran variedad de incapacidades físicas y mentales. Desde Sídney 2000 el evento comenzó a ser tomado en serio por los medios informativos e incluso algunos deportes fueron transmitidos por televisión al público general. Pero entre todos los deportes que integran estos juegos los más vistosos son aquellos donde los participantes dependen de modernas prótesis y la parafernalia mecánica se fusiona con el cuerpo biológico para formar una quimera atlética, un cyborg veloz y grácil capaz de causar tanto envidia como deseo y temor.
A pesar de ser cada vez más aceptados, estos juegos seguían siendo un mundo aparte al que el público general se asomaba con morbo y curiosidad de cuando en cuando. La situación cambió notablemente durante los juegos olímpicos de Londres de 2012, en los que pudo participar el famoso corredor sudafricano Oscar Pistorius, quien perdió las piernas a los once meses de nacido y usa prótesis transtibiales de fibra de carbono, Flex Foot Cheetah. Pistorius debió apelar a la Asociación Internacional de Federaciones Deportivas (IAAF), la cual originalmente se oponía a que atletas equipados con “cualquier dispositivo tecnológico que incorpore resortes, ruedas o cualquier otro elemento que otorgue al usuario una ventaja sobre otro atleta que no esté usando dicho dispositivo”. La IAAF determinó que las prótesis le daban ventaja debido a su flexibilidad y a que requería menos oxígeno y calorías que un atleta que usara sus propias piernas. Pistorius luchó por la eliminación de esa directiva para poder competir contra atletas “completos” y al lograrlo se hizo una de las principales celebridades de ese evento. Además, el hecho de que no triunfó por encima de sus competidores le ganó simpatías adicionales. Su desempeño fue bueno pero no espectacular ni superdotado, sin embargo se volvió un icono. El cyborg resultó además de todo ser un buen rival, portentoso pero incapaz de derrotar a humanos no mejorados. Como afirmaba Pistorius, a quien algunos llaman Blade Runner, sus fabulosas prótesis no le dieron una ventaja inmerecida sobre el resto de los corredores. Así como Roy Batty (Rutger Hauer), el emblemático replicante Nexus 6 en el filme Blade Runner, Pistorius se volvió más memorable por su calidad humana que por su condición cyborg.
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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).