El más allá digital de mi esposo

Un número de teléfono, algunas cuentas en redes sociales. Dos años y medio después de la muerte de su marido, la autora pondera las decisiones que tomó como custodia de su posteridad digital.
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La otra noche, Katie, mi gran amiga, vino a cenar. Como es costumbre siempre que viene, la conversación giró hacia Mike, mi esposo, quien tenía una buena amistad con ella. Katie tiene un negocio de renta de carritos de golf en Arizona. Mike tenía talento para la escritura, por lo que se ofreció a ayudarle a hacer algunos materiales promocionales, tarea que se lograría mejor si “experimentaban los carros de golf”, como claramente recuerdo que me explicó. Así fue como pasaron una tarde recorriendo bares del centro de Scottsdale, tomando fotos de letreros de baños de hombres para publicarlas en una cuenta de Instagram que Mike había creado.

No recuerdo por qué decidió crear esa cuenta en Instagram dedicada a las señalizaciones de baños de hombres, pero sí recuerdo el día que cobró vida. Estábamos en nuestra pizzería favorita del vecindario cuando Mike regresó del baño sonriendo como un niño travieso y me dio el teléfono diciendo “mira lo que acabo de hacer”. En la pantalla había una foto de la palabra hombres tallada en una placa de metal azul verdoso bajo el título @mensroomsigns. Yo solo sonreí y en silenció ignoré el tema como una idea absurda. Pero él la mantuvo, tomando fotos de letreros a donde quiera que iba, conmigo y sin mí.

Mis evocaciones de su tarde con Katie permanecen como una escena rápida en la película de recuerdos reunidos que una y otra vez pasan por mi mente desde el fallecimiento de Mike, el 1 de noviembre de 2017, 30 días después de que nos enteráramos que el dolor sordo y persistente de su espalda era una manifestación de un cáncer pancreático avanzado. 

Esa tarde, después de que Katie y yo comimos orecciettes caseras y compartimos una botella de Barolo, ella abrió la aplicación de Instagram en su iPhone, tecleó “@mensroomsigns” en el campo de búsqueda y, luego de revisar un poco el listado, encontró su aventura. Conforme apreciaba la M flotante sobre la portada del álbum Nevermind de Nirvana en el Hi Fi, el monigote de cobre brillando bajo un reflector del DJ’s Bar and Grill y los unicornios copulando en el Counter Intuitive, sentí como si estuviera presenciando una resurrección. Estos eran trozos de mi esposo que cobraban vida propia en la red, en una cuenta en Instagram que había creado y que le había sobrevivido. Una cuenta cuya existencia yo había olvidado por completo.

Navegar por la burocracia de la muerte es una tarea inevitable, que consume tiempo y resulta tediosa. Llamar al banco para eliminar su nombre de nuestra cuenta de cheques mancomunada, a las compañías emisoras de tarjetas de crédito para cancelar sus tarjetas, a la aseguradora para eliminar su vehículo de nuestra póliza, llamar para dar de baja membresías que él tenía y que ya no puedo mantener. Estas también son tareas unidimensionales. Nadie puede marcarlas con un “me gusta”, compartirlas o comentarlas. Con su muerte, mi esposo mató su importancia. 

Pero hubo una cuenta que no cerré, por lo menos no completamente. En los días que más lo extrañaba, le pedía a Siri que lo llamara, para ver su nombre y número en la pantalla. Cancelé la línea cerca de un mes después de su muerte, pero seguía pidiéndole que lo llamara de vez en cuanto, aunque tuviera que escuchar un mensaje diciéndome que el cliente al que intentaba localizar no estaba disponible. También conservé el teléfono mismo y el número, pagando cinco dólares mensuales para asegurarme de que no se le asignara a otra persona. Pagué para poder dárselo a nuestra hija, Flora, llegado el momento adecuado.

Eso es lo que sucede cuando muere una parte tuya: te aferras a los trozos que dejó la persona que se ha ido. La navaja de bolsillo que Mike compró en una tienda de antigüedades en el oeste de Massachusetts, donde por primera vez compartimos un hogar, vive en mi cajón de ropa íntima. Me gusta acariciar su forro de gamuza curtida para crear una memoria táctil, al sentir lo que él debió sentir cuanto tomaba esa navaja.

Las fotos y videos que publicó en las redes sociales, en las cuentas de Instagram que mantenía y también en Facebook, son un registro público de la vida que vivió y la vida que compartimos, recortadas y editadas para exponer los mejores aspectos de él, de todos nosotros. Casi siempre evito verlas, aunque ha habido ocasiones en que me he perdido en esas fotos, no porque añorara volver a vivir esos momentos captados, sino porque eso me ayudaba a procesar el final de nosotros.

El cáncer de Mike fue implacable. Devoró su páncreas y parte de su hígado, y luego envolvió la conexión entre su estómago e intestinos, deteniendo su sistema digestivo. Sin embargo, con toda su fragilidad, mientras se enfrentaba al inminente final de su vida, Mike reunió su energía para darme las claves de todas las cuentas que tenía en línea, –desde Gmail hasta Fantasy football y todo lo intermedio–, tecleando cada contraseña en un documento en Word que imprimió y dejó silenciosamente sobre mi tocador. Me confió el cuidado de su posteridad digital.

Hace algunas semanas decidí que era tiempo de dar a Flora su teléfono. Ella tiene diez años y, aunque aún no ingresa a las redes sociales, tiene sus propias listas de reproducción en la cuenta de Spotify que le pertenecía a Mike y ahora me pertenece.

Me aseguré de hacer un respaldo del teléfono antes de dárselo, para no perder las fotos y videos que Mike guardaba allí. (En algún lado flota una nube con su nombre, llena de sus recuerdos). Me senté frente a mi computadora portátil, tecleé “icloud.com” en el navegador y llené los campos de identificación de usuario y contraseña con los datos que le pertenecían. En ese momento, me convertí en él.

Como fondo de pantalla Mike tenía una foto de Times Square que había tomado desde un bicitaxi en el que paseamos juntos durante nuestra última noche como residentes de Nueva York, cuando mi empleo de entonces, como redactora del The NewYork Times, nos llevó a Arizona. El momento tiene mayor significado en retrospectiva, porque aquella sería su última noche como residente de aquel sitio. Flora cambió el fondo de pantalla en cuanto tuvo el teléfono en sus manos. El que eligió es una foto de Margot Robbie caracterizada como Harley Quinn, toda descaro y estilo.

Ella llamó a la madre de Mike por FaceTime desde su teléfono mientras íbamos de regreso a casa después de salir de la tienda de Verizon, pero no obtuvo respuesta, así que le llamé desde mi propio teléfono para explicarle por qué tenía una llamada de Mike. Desde luego, al igual que yo, no había borrado su nombre y número de sus contactos.

Flora y yo fuimos de compras esa tarde, porque yo necesitaba unos nuevos tenis de senderismo. En cierto punto, ella preguntó si podía darse una vuelta por la tienda a solas, a lo que respondí que sí y le dije, “te llamaré cuando me desocupe”.

Cuando terminé las compras, le pedí a Siri que llamara a Mike y fue Flora quien contestó, como yo esperaba. Después de colgar reemplacé su nombre con el de ella, mordiéndome el labio. Esperé a llegar a casa para llorar mientras repasaba las otras fotografías que él tenía en la otra cuenta de Instagram, aquella que recordaba. La cuenta sigue allí, al igual que sus cuentas en otras redes sociales. Todavía no sé qué hacer con ellas. No estoy lista para eliminar lo que queda de él.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

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enseña escritura narrativa en la Walter Cronkite School of Journalism and Mass Communication de la Arizona State University.


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