Uno de los más imaginativos cazadores de partículas subatómicas del siglo XX murió apaciblemente en un retiro para ancianos localizado en Rexburg, Idaho, el 3 de octubre pasado. Fue un entusiasta de la colaboración, de escuchar e incluir las buenas ideas. Se comprometió con la ingrata tarea de permear la sociedad con una educación científica en las difíciles preparatorias públicas del área de Chicago.
Lo conocí en 1992, cuando impartía cátedra en el Tecnológico de Illinois. Acababa de dejar en marcha su gran herencia al conocimiento: la renovación del Laboratorio Nacional Enrico Fermi (Fermilab), el cual levantó desde 1978, en una época en la que se necesitaba intuición y pericia ingenieril extrema a fin de resolver los detalles desconocidos al montar un experimento inédito en esta rama complicada de la física. En el enorme edificio que lleva el nombre de su colaborador, Robert R. Wilson, Leon me platicó sobre la necesidad que existía desde la década de 1960 de ordenar la explosión de hallazgos e hipótesis al revelarse la verdadera intimidad de la materia, más allá de lo molecular (él se graduó como químico en 1943), así como la obligación de explorar las enigmáticas partículas provenientes del cosmos. La comunidad de investigadores se hallaba dividida. El Tevatrón fue la respuesta.
Este colisionador de protones y antiprotones, abierto a la colaboración internacional, se mantuvo a la vanguardia de la física de altas energías durante cuatro décadas. Hoy en día Fermilab ha resurgido debido al renovado interés por los neutrino, como escribí aquí. Aquí se descubrieron diversas partículas fundamentales, entre ellas el quark top (1995), donde participaron dos mexicanos del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav), Heriberto Castilla y Gerardo Herrera. Lederman siempre animó a los países con poca tradición en investigación científica a unirse al proyecto de Fermilab, de manera que un nutrido grupo de latinoamericanos de diversas universidades e instituciones han tenido la oportunidad de hacer ciencia de gran nivel en forma continua.
Durante más de 60 años, Leon se encargó de tender puentes de creatividad entre grupos rivales de la comunidad. Así, en la década de los sesenta guió a un equipo de investigadores del Laboratorio Nacional de Brookhaven al descubrimiento de una partícula subatómica, el mesón longevo en el acelerador de la casa, el Cosmotrón. Poco después, sirviéndose del sincrociclotrón de la Universidad de Columbia, y limando asperezas entre los aguerridos físicos, lograron observar un fenómeno que permitió medir por primera vez el momento magnético de otra de esas elusivas partículas, el muón. Esto generó una prolífica investigación, cuya onda expansiva alcanzó el otro lado del Atlántico. En el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN) se le recuerda con gratitud, pues ahí colaboró en el montaje de experimentos de gran trascendencia a la hora de armar el rompecabezas que, en ese entonces, era el Modelo Estándar de la Materia.
Lederman obtuvo en 1988 el Premio Nobel, junto con Jack Steinberg y Melvin Schwartz, precisamente por su excepcional capacidad para desarrollar procedimientos que habrían de conducir a un método, en su caso el objetivo era la manipulación de haces de neutrinos, y a partir de éste, el descubrimiento del neutrino del muón. Conversando con Jack, coincide en que más de veinte años atrás, precisamente durante 1962, todos ellos vivieron la última etapa romántica de una ciencia joven, mientras montaban el experimento que los llevó al Nobel en el Sincrotón de Gradiente Alterno de Brookhaven, ubicado en el estado natal de Leon, Nueva York. Protagonistas ilustres de esta ciencia como Sheldon Glashow y Georges Charpak elogiaron su manera franca de proceder, incluso cuando se equivocó. De ahí la célebre frase entre los físicos de partículas subatómicas. En 1976, durante la euforia de descubrimientos en este reino cuántico, el equipo de Leon en Fermilab anunció en forma prematura la existencia de una partícula, a la que incluso le pusieron nombre: “Upsilon”. Pero al seguir acumulando datos, concluyeron que no existía tal y de inmediato reconocieron su error. Para recordar que la paciencia suele ser buena aliada, dicha partícula inexistente empezó a ser llamada “OopsLeon”.
Lederman se hizo mucho más famoso cuando en 1993 publicó un libro con un título provocador: La partícula divina: Si el Universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta? Para él se trató de una dulce confusión, según me dijo. Después de haber ganado el Premio Nobel estaba deseoso de ponerse a escribir sobre algo que parecía lejano a fines de la década de 1980: el descubrimiento del bosón de Higgs. El libro, escrito junto con Dick Teresi, se leía con gran fluidez, reivindicando figuras desconocidas en la historia del atomismo, como Joseph Boscovich. Aun así necesitaba de un título “llamativo”. Leon lo llamó “la partícula maldita”. Pero sonaba muy duro y podría asustar a algunos lectores potenciales. Entonces surgió la ironía. “¿Qué tal si recurrimos a las divinidades”, dijo, “pues como sucede con todas ellas, son entes en los que mucha gente cree y, no obstante, nadie ha probado su existencia. Lo mismo sucede con esta endemoniada partícula”.
El 4 de julio de 2012 los experimentos ATLAS y CMS confirmaron el hallazgo en Ginebra de la partícula escurridiza. Un año más tarde, junto con Christopher T. Hill, Lederman publicó una versión actualizada de su libro de 1993: Beyond the God Particle. Aquí expresa su escepticismo respecto de las ideas preconcebidas que pululan acerca de la Gran unificación de los fenómenos cuánticos y la interpretación relativista del Universo. Los aceleradores de partículas no son fábricas de “verdades” cortadas a la medida del cliente, sino artefactos que permiten atisbar un nivel de realidad insospechado. Sólo los que tienen paciencia, claridad, pericia, cuentan con financiamiento a largo plazo y un poco de suerte podrán descubrir lo que aún esconde la naturaleza.
En 2015 se vio obligado a subastar su medalla de oro por el Nóbel a fin de financiar el doloroso preámbulo a la muerte que conlleva perder la memoria. Cuando visité Fermilab por primera vez en 1992, John Peoples, director general en ese entonces, nos abrió su oficina. Era la misma que utilizó Leon, quien había dejado sobre el escritorio una frase grabada en metal: “Lo estoy escuchando”. Aún sigue ahí.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).