Imagen: Marcin Wichary / Letras Libres CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=9677491

¿Los primeros activistas de internet lo echaron todo a perder?

Luego de haber luchado por un internet libre a lo largo de 30 años, el autor reflexiona sobre los errores y los aciertos en esa lucha.
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Este artículo forma parte del Free Speech Project (Proyecto Libertad de Expresión), una colaboración entre Future Tense y el Tech, Law, & Security Program del Washington College of Law de la American University, en el cual se analiza la forma en que la tecnología está influyendo sobre lo que pensamos acerca de la expresión.

 

Hace algunas semanas desayuné con un prominente periodista interesado en preguntarme sobre Wikipedia. Yo fui consejero general para la Fundación Wikimedia durante algunos años, justo cuando su crecimiento y financiamiento despegaron. El periodista deseaba saber cómo es que Wikipedia sigue teniendo tanta riqueza de información y sigue siendo de utilidad aun cuando el resto del Internet (de acuerdo con su opinión) está lleno de desinformación divisiva y corrosiva. Le respondí que Wikipedia no podría existir sin el trabajo que hicieron los ciberlibertarios en la década de 1990 para garantizar la libertad de expresión y un acceso más amplio al internet.

El periodista expresó una opinión distorsionada que he escuchado muchas veces: que internet nos ha llevado al infeliz momento histórico en el que vivimos, y que la única forma de rescatar a la sociedad es imponiendo mayor disciplina en línea, mediante leyes más estrictas y menos salvaguardas legales y constitucionales.

En estos tiempos oigo con frecuencia este argumento de que hay demasiada libertad, pero no me puedo acostumbrar a él. Durante 30 años he sido un ciberlibertario o –término que prefiero– abogado del internet. Por supuesto, he trabajado en temas de derecho de autor, encriptación, acceso a la banda ancha, privacidad digital, protección de datos y más. Pero mi carrera se cimentó en las libertades civiles y el derecho penal. Es decir, (casi siempre) he presentado argumentos en contra de la censura y de quienes desean castigar a las personas (casi siempre) respetuosas de la ley por lo que dicen y hacen con sus herramientas digitales dentro y fuera del internet.

Sin embargo, cada vez escucho más de políticos, activistas y personas como mi amigo periodista, que, nosotros, los activistas de internet de la década de 1990, lo echamos todo a perder. Según ellos, nos faltó tanta visión al abordar el tema de la libertad de expresión en internet y la privacidad digital, que pasamos por alto todo un espectro de amenazas de largo plazo que representaban las tecnologías digitales, las compañías que las venden y los gobiernos que las explotan. Esta perspectiva sugiere que el internet libre que mis colegas y yo defendimos en realidad nos ha encadenado a todos, corrompiendo la democracia y envenenando las relaciones.

Mis opiniones han evolucionado en los últimos años. Ya no creo que la tolerancia hacia las expresiones disruptivas sea invariablemente la mejor respuesta, aunque aún considero que típicamente es la mejor primera respuesta. También pienso que las personas que consideran que hay demasiada libertad de expresión también están siendo cortas de miras, ya que hemos entrado en una época en la que necesitamos más gente que se exprese con libertad de expresión y sin intermediarios, no menos.

Aunque la Primera Enmienda de Estados Unidos fue inscrita en la Carta de Derechos en el siglo XVIII, aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de leyes de libertad de expresión tiene apenas un siglo de antigüedad. Aun así, casos como Near vs. Minnesota (1931), New York Times vs. Sullivan (1964) y Brandenburg vs. Ohio (1969) siempre me han parecido tan fundamentales como la Primera Enmienda. Y los casos del siglo XX relacionados con la Primera Enmienda sirvieron para darle forma a la redacción de los principios internacionales de libertad de expresión en los que se basaron la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1976).

A finales de la década de 1980, cuando estaba terminando la carrera de derecho, me encantaba sumergirme en esos casos, pero también disfrutaba de dejar un rato el estudio para participar en los primeros foros digitales en línea –sistemas del tipo de tableros de anuncios, pero también sistemas distribuidos más grandes, como Usenet, en donde podía hablar con personas de todo el mundo–. Para el último semestre en la escuela de leyes, mis intereses en el derecho penal, la libertad de expresión, las tecnologías digitales y los foros en línea habían convergido, y fui contratado como el primer abogado de planta de la Electronic Frontier Foundation (EFF) en 1990.

En los inicios de la EFF, una gran parte del trabajo de promover las libertades cibernéticas consistía en lograr el reconocimiento de los temas legales y constitucionales. En la actualidad, la EFF posee una admirable y diversa carpeta de casos y defensoría pública, pero hace 30 años éramos una joven institución de defensa de libertades civiles más concentrada en la concientización y la demostración conceptual. En aquellos años mi principal obligación como abogado era asesorar a otros abogados acerca del manejo de casos de hackeo, privacidad del correo electrónico y algunos de los primeros casos de difamación y transmisión de contenido obsceno.

Algunos comentaristas, entre ellos April Glaser, en un artículo publicado en 2018 para Slate, han calificado la labor de EFF en sus primeros años como desproporcionadamente antigubernamental e “incompleta” debido a que la organización no consideró el hecho de que las decisiones corporativas, al igual que las decisiones gubernamentales, pueden afectar, y a menudo afectan,  “la justicia, los derechos humanos y la creatividad”. Pero pasábamos bastante tiempo reprendiendo a empresas privadas, desde Prodigy, la plataforma temprana de IBM y Sears, hasta las compañías telefónicas de turno, por no cumplir con las expectativas razonables de los ciudadanos acerca de la libertad de expresión, privacidad y acceso al mundo digital.

Además de asesorar a otros abogados, impartir pláticas y escribir sobre asuntos de ciberlibertades, también ejercí la abogacía en la década de 1990. Entre otros casos, fui uno de los abogados defensores en Reno vs. ACLU (1997), en donde se interpuso un recurso de anticonstitucionalidad contra la Communications Decency Act (CDA), que rápidamente consiguió una victoria en los tribunales y una apelación ante la Suprema Corte de Estados Unidos. Los jueces supremos dieron su voto unánime para revocar la mayor parte de la CDA, cuyo propósito era prohibir la pornografía en internet, que era “ofensiva” pero de carácter legal.  Tuvimos éxito en la derogación, dejando únicamente el Artículo 230, que confería a las compañías de internet la facultad de eliminar contenido ofensivo, perturbador o que de alguna otra forma alienara al suscriptor, sin hacerlas responsables de cualquier otro tipo de publicación que hicieran sus usuarios. La idea era que las compañías podían tener el temor de censurar cualquier cosa porque, al hacerlo, tendrían que asumir la responsabilidad de todo. Sin embargo, ahora la Sección 230 está en la mira de algunos legisladores porque las compañías (en opinión del Congreso) censuran demasiado o no lo suficiente. El caso Reno estableció las medidas de defensa fundamentales, tanto constitucionales como estatutarias, para los nuevos foros en línea, y lo hizo de forma tan masiva y categórica, que durante un par de años llegué a preguntarme si debía retirarme del trabajo de defensa de las libertades civiles, ya que consideraba que mi misión casi se había cumplido. Me tomé un tiempo de descanso y me dediqué a terminar un libro acerca de mis años de trabajo en la EFF, desde mis primeros días de lucha a favor de la CDA, en 1998. (En aquel tiempo la ley que regía el internet avanzaba con rapidez, por lo que, cinco años después publiqué una edición aumentada y revisada).

Sin embargo, me equivoqué al pensar que las grandes discusiones habían terminado. En primer lugar, los debates en Estados Unidos acerca de los derechos de autor digitales, la encriptación, la supervisión y el acceso a la banda ancha se intensificaban cada vez más. Es de destacar que, al no haber logrado bloquear la expansión de tecnologías de encriptación en la década de 1990, después del 11 de septiembre el gobierno comenzó a explorar formas de obligar a las compañías telefónicas a descifrar o eludir la encriptación bajo órdenes o requerimientos judiciales. Las demandas gubernamentales de este tipo –no solo de Estados Unidos–se han intensificado en los últimos años y, a juzgar por el estilo anti encriptación del fiscal general William Barr, la tendencia se mantendrá.

Además, la EFF y otras entidades ciberlibertarias estadounidenses prestaron poca atención al entorno internacional. Decidimos centrarnos en Estados Unidos porque todavía no teníamos el tamaño adecuado para estar presentes en otras partes del mundo y porque Estados Unidos, al ser la zona cero del internet, se topaba con muchos asuntos relacionados con las libertades cibernéticas antes que la mayoría de los países. Pero desde que dejé la EFF, en 1999, he colaborado con activistas en más de dos docenas de países cuyas constituciones y leyes son diferentes, pero enfrentan problemas en materia de censura, privacidad y autonomía humana que son sorprendentemente similares a los nuestros.

Además, los grandes debates originales sobre las políticas de internet nunca desaparecieron y ni siquiera disminuyeron tanto: ­han resurgido en nuevas formas y lugares, como cuando la industria cinematográfica interpuso acciones civiles y penales contra programadores que publicaron códigos fuente que, en efecto, explicaban cómo eludir la protección contra copia de los DVD. (La idea de que publicar el código fuente en sí puede constituir un delito sirvió de sustento en algunos casos de hackeo en 1990, año en el que se fundó la EFF.)

Otro asunto en el que claramente erramos es no haber previsto cuánto crecerían las grandes plataformas, hasta llegar a dominar los mercados sin haber recibido nunca la regulación antimonopolio hecha a la medida, como generaciones antes sucedió con las compañías telefónicas. En la mayoría de las democracias actuales, Google domina la búsqueda y Facebook las redes sociales. En los países menos democráticos, plataformas similares –como Baidu y Weibo en China o VK en Rusia– dominan sus mercados respectivos, pero su relación con los gobiernos correspondientes es más cómoda, por lo que no es de sorprender el estatus del que gozan como predominantes en el mercado.

No vimos venir estos monopolios y jugadores dominantes del mercado, aunque debimos haberlo hecho. En la década de los 90 pensábamos que florecería un millar de flores de sitios web y que ninguna compañía sería dominante. Ahora somos más sensatos, particularmente por la forma en que las redes sociales y los motores de búsqueda pueden construir grandes ecosistemas que contienes comunidades más pequeñas; los Grupos de Facebook son el ejemplo más destacado. Los participantes que dominan el mercado enfrentan tentaciones que no enfrenta una bandada de startups hambrientas y competitivas y servicios “de cola larga (long tail)”, y nos habría ido mejor si en la década de los 90 hubiéramos anticipado este tipo de consolidación y hubiéramos pensado cómo responder ante ella como un asunto de políticas públicas. Debimos haberlo hecho –la preocupación acerca de los monopolios, la competencia desleal y la concentración del mercado es de larga data en los países más desarrollados– pero no puedo ofrecer una reacción reflexiva a favor o en contra de los enfoques antimonopolios o de otro tipo de medidas regulatorias para atender esta inquietud, siempre y cuando los remedios no generen más problemas de los que pueden resolver.

Lo que es nuevo y más inquietante es el resurgimiento de la idea –después de más de medio siglo de promoción de la defensa de las libertades civiles– de que tal vez haya demasiada libertad de expresión. En este asunto hay mucho por analizar. En la década de 1990 los conservadores sociales deseaban más censura, particularmente en el contenido sexual. Los activistas progresistas de entonces deseaban menos. En la actualidad, los progresistas con frecuencia argumentan que las plataformas de redes sociales son demasiado tolerantes de las expresiones viles, ofensivas e hirientes, mientras que los conservadores comúnmente insisten en que las plataformas censuran demasiado (por lo menos los censuran a ellos demasiado).

Ambas partes omiten puntos obvios. Quienes piensan que es necesaria una mayor censura de arriba hacia abajo por parte de las compañías tecnológicas, se imaginan que las gallas en las medidas de censura significan que las compañías no se están esforzando lo suficiente para hacer valer sus políticas de contenido. Pero la realidad es que, no importa cuánto dinero y recursos humanos (o “inteligencia artificial” menos que perfecta) Facebook destine a evitar el contenido discriminatorio o ilegal en sus servicios, y no importa qué tan buenas sean las intenciones de esa empresa, una base de usuarios que ronda los tres mil millones de personas siempre va a generar cientos de miles, y quizá millones de falsos positivos cada año.

Por otra parte, aquellos que desean restringir la capacidad de las compañías para censurar el contenido no han pensado lo suficiente en las consecuencias de sus demandas. Si Facebook o Twitter se convierten en lo que el senador de Estados Unidos Ted Cruz llama “foro público  neutral”, por ejemplo, podrían llegar a ser un 8chan por completo, y es poco probable que eso haga que alguien se sienta más contento con el estado de las redes sociales.

También hay otros, de derecha e izquierda, que argumentan que moderar (o eliminar por completo) las salvaguardas del Artículo 230 daría cierto equilibrio a las plataformas tecnológicas. Estos aspirantes a reformistas no han puesto suficiente atención a lo que el profesor de derecho Eric Goldman ha llamado “el dilema de la moderación”, mientras que Matt Schruers, presidente de la Computer & Communications Industry Association, en un artículo publicado en 2019 llamó “el dilema del moderador”, en el cual la existencia de incentivos contrapuestos conducen a la supresión de la diversidad de puntos de vista o promueven la propagación de sitios “plagados con contenido irrelevante, troles y ofensas”.

Una razón por la que necesitamos conservar intacto el Artículo 230 –razón que no tuve la previsión de defender en la década de 1990– es que resulta esencial para combatir la desinformación, ya que propicia que las plataformas de internet cuiden su contenido sin incurrir necesariamente en una mayor responsabilidad legal. Mi colega Renee DiResta y yo hemos estado explicando, en los pasados uno o dos años, que permitir que las compañías tecnológicas se asocien con los gobiernos y se unan a los esfuerzos de diversos participantes para combatir la desinformación no es más que una tener buena seguridad cibernética. Tengo mis reservas sobre la posibilidad de que tácticas tales como la microfocalización y la determinación del perfil demográfico, ya sea que se usen en campañas políticas y en gobiernos extranjeros, resulten tan efectivas para manipular a las personas como temen algunos críticos, pero no considero erróneo utilizar herramientas legales y políticas para impedir que estas herramientas sean usadas con malas intenciones.

He llegado a creer que nuestra sociedad debe tomar las medidas necesarias para prevenir las expresiones intencionalmente dañinas, pero también acepto una visión más amplia y utilitaria de la libertad de expresión de la que solía defender en la década de 1990. En aquel tiempo estaba más concentrado en promover la tolerancia y el pluralismo, es decir, la idea de que una sociedad abierta y democrática debería estar dispuesta a permitir que las personas digan cosas escandalosas, porque nuestras convicciones democráticas deberían tener la fuerza necesaria para resistir el disenso perturbador. Aún lo creo pero, ahora, en 2020, me inquietan los desafíos que enfrentamos en todas partes del mundo en este siglo, que van desde el cambio climático hasta la desigualdad de ingresos y el resurgimiento (que no es inconexo) de la xenofobia populista y hasta de los movimientos genocidas.

Se ha dicho que los foros de internet para la libertad de expresión han incubado la violencia en el mundo real. Pero la capacidad de la humanidad para la guerra, la violencia y la autodestrucción son anteriores a las redes sociales y hoy las plataformas de internet son los primeros canales en donde vemos la evidencia de delitos (como la persecución de los rohinyá en Myanmar o la represión de los uygures en China) que los gobiernos y sociedades cerradas antes podían esconder mejor. Sin embargo, lo más importante es el hecho de que los problemas que enfrentaremos en este siglo necesitarán la atención y la contribución de todos –no solo de los dirigentes, formuladores de políticas, periodistas y líderes de pensamiento–. Necesitarán la ayuda de las personas que amamos y aquellas que detestamos, de ti y de mí.

Eso es lo más importante que aprendí en la Fundación Wikimedia: cuando las personas ordinarias tienen el poder de unirse y colaborar en un proyecto común de beneficio para la humanidad, como Wikipedia, se pueden obtener resultados inesperadamente grandes y positivos. Wikipedia no es la excepción que mi amigo periodista piensa que es, sino la promesa de las buenas obras que las personas ordinarias pueden crear gracias a la libertad del internet. Mi primer argumento ya no es que la explosión de libertad de expresión y diversidad de voces propiciada por internet sea simplemente una carga que hay que llevar con resignación. Ahora, más que hace 30 años, sostengo que es la solución.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

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forma parte del consejo de la Internet Society y es socio distinguido del R Street Institute. Su libro más reciente, The splinters of our discontent: How to fix social media and democracy without breaking them, fue publicado en 2019.


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