El informe que en octubre pasado publicó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) pinta un panorama desalentador. El documento compara la severidad del cambio climático en dos escenarios de calentamiento (1.5 grados frente a 2 grados), y concluye, entre otras cosas, que 70% de los arrecifes de coral desaparecerán si logramos limitar el calentamiento a 1.5 grados, y 99% si limitamos el calentamiento a 2 grados. De continuar en la trayectoria que vamos, llegaremos a 3 grados de calentamiento para finales de siglo. Frente a datos sobrecogedores como estos, el informe recomienda, casi a manera de súplica, limitar el calentamiento cuanto antes para evitar consecuencias catastróficas.
La tarea no es fácil. El problema es muy grande y muy urgente. Si queremos hacerle frente, tendremos que cambiar drásticamente la manera en que construimos nuestras ciudades, producimos nuestra comida, nos movemos, y generamos electricidad.
Frente a la magnitud del problema, ¿podemos hacer algo como individuos? ¿Puede el foco LED que compro en el mercado ayudar a reducir las gigatoneladas de carbono que emitimos anualmente a la atmósfera? Puesto en estos términos, la acción individual pareciera inútil, incluso absurda. Pero no lo es. No cuando consideramos que nuestras acciones individuales como consumidores, votantes, y agentes dentro de los grupos sociales de los que formamos parte cuentan más de lo que creemos, y cuando son repetidas y sostenidas, se convierten en hábitos y prácticas diarios a través de los cuales se cristaliza una conciencia del cambio climático indispensable para hacerle frente.
Tener claridad mental en cuanto a lo real y urgente del cambio climático es el antídoto más poderoso contra el negacionismo que, por lo menos en Estados Unidos, uno de los países más contaminantes, ha sido el mayor obstáculo para la acción climática. Escudados tras la fachada de asociaciones gremiales, las grandes empresas de hidrocarburos llevan casi 40 años negando los efectos dañinos de sus productos, bloqueando políticas que impulsarían la reducción de emisiones y las energías renovables, y financiando millonarias campañas de desinformación.
Estas campañas han tenido tres momentos más o menos definidos. La primera etapa, de los años ochenta a principio de los noventa, fue de un negacionismo puro y duro sobre la conexión entre la quema de los combustibles fósiles y el calentamiento de la Tierra. Una segunda etapa, entre los noventa y la primera década de este siglo, fue de desprestigio, de poner en duda la evidencia y la reputación de los científicos climáticos. La última, en la que nos encontramos, se caracteriza por la burda manipulación, o gaslighting.
El “gaslighting” es una forma de negacionismo altamente paralizante. Se basa en aceptar el cambio climático pero al mismo tiempo minar el poder individual y colectivo de imaginar alternativas para enfrentarlo. Su poder radica en cuestionar maliciosamente y sin evidencia la efectividad de cualquier solución propuesta, justificando así la inacción. ¿Energía renovable? Muy cara. ¿Carros eléctricos? No hay la infraestructura necesaria. ¿Mercados de carbono? Una utopía económica. ¿Reducir las emisiones? Afectaría a nuestra economía y forma de vida.
Un ejemplo reciente de la efectividad de esta forma de negacionismo fue la derrota en las urnas, en noviembre del año pasado, de la propuesta de gravar las emisiones de carbono en el estado de Washington. El dinero recaudado financiaría proyectos de energía limpia y de adaptación al cambio climático. Bill Gates y el New York Times, junto con muchos otros grupos ciudadanos, apoyaron la iniciativa. Pero esto no fue suficiente. Compañías como BP, LLC (antes conocida como British Petroleum) patrocinaron millonarias campañas en contra de la propuesta, provocando el miedo infundado sobre los impactos económicos que supuestamente tendría. En una clase magistral de manipulación, BP adujo que apoyaba la acción climática, enfatizando su apoyo por el Acuerdo de París, pero que un impuesto al carbono no era el mecanismo apropiado porque afectaría a consumidores y negocios. Y lo dejaron ahí. La empresa no ofreció evidencia ni alternativas, y el estado de Washington se quedó sin un mecanismo claro para financiar la transición a la energía limpia y para cubrir los costos de adaptación.
Si algo nos enseña el caso de Washington es que las grandes empresas de combustibles fósiles le temen al poder colectivo. Y la acción individual es un primer paso para disipar el miedo paralizante, liberarse de la manipulación, y actuar colectivamente. El acto individual más obvio en esta dirección es votar. Votar por candidatos, programas, y políticas dirigidos a enfrentar con valentía y con ideas la amenaza del cambio climático. Pero los pequeños actos diarios también son importantes porque ayudan a vislumbrar un futuro diferente posible.
¿Sirve entonces de algo comprar focos LED? Sí. Con la claridad mental, la práctica y las acciones diarias en favor del clima, poco a poco iremos perdiendo el miedo a las tecnologías limpias, a las ciudades verdes, a la agricultura perdurable. Los pequeños actos vuelven a los grandes cambios reales y alcanzables.
Antropóloga política y de medios digitales. Gestora bilingüe de contenido web para la Union of Concerned Scientists. Investigadora afiliada, Programa de Antropología, MIT.