Varias cosas cambiaron a raíz del estreno de The Fellowship of the Ring, primera parte de la trilogía que dirigiera Peter Jackson, a lo largo de un año y medio, en Nueva Zelandia, su país natal. Hubo un auge de epopeyas y grandes batallas, cada una intentando ser más grande y compleja que la anterior. Después de The Lord of the Rings, los cines se abarrotaron de cine épico. Llegó Kingdom of Heaven, de Ridley Scott, la primera cinta en importar el “talento” de Orlando Bloom desde la tierra media; una historia que merece verse en la versión extendida que preparó su director. Nos tocó Troy, de Wolfgang Petersen, una desabrida adaptación de La Iliada de Homero, estelarizada por los bíceps de Brad Pitt, los deltoides de Eric Bana y, de nuevo, el “talento” de Orlando Bloom. Todos los grandes libros de fantasía pasaron por la maquinaria hollywoodense de la adaptación: desde The Chronicles of Narnia hasta las novelas de Philip Pullman. Y hasta se puso de moda filmar dos o más películas al hilo, como evidenció la filmación de los últimos bodrios de Twilight y las últimas entregas de la saga de Harry Potter.
La trilogía de Jackson catapultó a varios de sus actores a diversos niveles de notoriedad. Bloom –como ya quedó claro- fue el primero en beneficiarse del éxito conseguido en la Tierra Media, y su carrera gozó –o padeció, según quiera verse- de un par de años de auténtica bonanza: en la lista de directores que lo contrataron hay que sumar a Cameron Crowe y Gore Verbinski. Pero así como vino, así se fue. No obstante, otros histriones lograron cimentar una carrera sólida en nichos menos comerciales, y el mejor ejemplo de esto es Viggo Mortensen, quien después de un temprano tropiezo en una cinta de acción para niños se convirtió en la musa de David Cronenberg, con el que ha participado en la estupenda A History of Violence, Eastern Promises (que le valió una nominación al Óscar) y, finalmente, A Dangerous Method, sobre la turbulenta relación entre Carl Jung y Sigmund Freud. Detrás de cámaras, el éxito de The Lord of the Rings convirtió a Peter Jackson en el director mejor pagado en la historia de la industria: un director capaz de levantar el proyecto que quisiera. Inmediatamente después de culminar la posproducción de The Return of the King, Jackson puso toda su atención en King Kong, remake de su película favorita: una producción multimillonaria, de más de dos horas y media de duración. Aunque tuvo menos suerte en la taquilla que las adaptaciones de Tolkien, King Kong fue bien recibida por la crítica. No fue hasta el fiasco de The Lovely Bones que Jackson se cayó de su pedestal. Ahora, tras asegurar que no lo haría, prepara The Hobbit, que se estrenará en 2012 y 2013, y que se filma de una patada, tal y como la trilogía original.
No obstante, más allá de la estela de cambios que The Lord of the Rings dejó a su paso, lo que queda es el insoslayable mérito que tiene. Más que una trilogía, la obra de Jackson es una película que, si se ve en versiones extendidas, dura casi doce horas. Y aunque la duración quizás no amerite aplauso, la dimensión del proyecto no deja de ser loable. Congruente en su estética, su dirección de actores y su manera de emplazar y editar, de ambiciones inmensas y con secuencias genuinamente elegantes, The Lord of the Rings sigue siendo, a pesar de sus deficiencias, una experiencia fílmica sin paralelo: una historia de fantasía que intentó, con brío, salirse del universo geek para encajar en los gustos de un público quizás más sofisticado y sin duda más amplio. A veces lo logra y a veces no, pero no cabe duda de que el género nunca ha estado más cerca de cubrir todas las bases que aquí, en la enorme cinta de Jackson. Un logro difícil de emular.
Profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton. Autor de Kinesis o no Kinesis: ¡Cinema Verité!