“¡No soy un caballo!”, grita indignado nuestro inopinado héroe jodido-proletario Seong Gi-hun (Lee Jung-jae) en “Un día de suerte”, el noveno y último episodio de la primera temporada de El juego del calamar (Corea del Sur, 2019), la exitosísima serie televisiva sudcoreana producida por Netflix y que ha capturado, mejor que ningún otro producto fílmico o televisivo contemporáneo, el desencantado y resentido zeitgeist global.
No es casualidad: el cine sudcoreano del nuevo siglo ha sabido conjuntar el eficaz manejo de los más populares géneros cinematográficos con un agudo comentario político-económico-social, sea a través del cine de monstruos (El huésped, Bong, 2006), de zombis (Estación Zombie: Tren a Busán, Yeon, 2016) o el cine de horror (El clóset, Kwang, 2020), por mencionar solo algunos. Ante el reinante infantilismo hollywoodense de apantallantes pero vacíos blockbusters (como Duna, Villeneueve, 2021), de intercambiables películas de súper-héroes (sean de Marvel o DC) o de blando cine liberal que no se anima a denunciar nada de nada –como la pasada ganadora del Oscar, Nomadland (Zhao, 2020)–, una secuencia como, digamos, el cruel epílogo de Parásitos (Bong, 2019), con esa impávida ridiculización de la engañosa meritocracia y el ofensivo “echelaganismo”, parece provenir de otro mundo. O, por lo menos, de otra industria cinematográfica. De otro tiempo.
El reclamo del protagonista de El juego del calamar, Gi-hun, quien reafirma su naturaleza no equina al desenmascarado villano al que no identificaré, me remitió de inmediato a una memorable obra mayor del cine hollywoodense de los años 70: Baile de ilusiones (E.U., 1969), quinto largometraje del consistente cineasta liberal Sydney Pollack. En aquella oscura película nominada a nueve Oscares y financiada, aunque parezca mentira, por la cadena televisiva American Broadcasting Company (ABC), vemos el descarnado retrato de una sociedad americana descompuesta y devastada en la que un puñado de miserables está dispuesto a dejarse morir si es que, mientras llega la muerte, hay la posibilidad de comer varias veces al día.
Basada fielmente en la seca novela existencial ¿Acaso no matan a los caballos? (1935), del gran escritor hard-boiled Horace McCoy, Baile de ilusiones está ubicada en plena Gran Depresión, en un salón de baile ubicado en algún galerón angelino, a orillas del mar. En ese sitio se reúnen varias decenas de parejas que están dispuestas a bailar horas y horas –con descansos de apenas unos minutos– con tal de llevarse el premio principal a la resistencia –¡mil quinientos dólares de 1932!– y, además, poder comer, aunque sea de pie, siete veces al día. A ese lugar llegan, entre muchos otros, Robert (Michael Sarrazin), un tipo de mirada triste, y Gloria (la superestrella Jane Fonda, en su primera nominación al Oscar después de su sexy aparición en Barbarella), una ambiciosa mujer que permanece en Los Ángeles porque desea convertirse en actriz. Las humillaciones que están dispuestos a soportar ellos y todas las demás parejas no parece tener fin: espoleados por el inescrupuloso empresario y animador Rocky (Ging Young, quien se llevaría el único Oscar entre los nueve a los que fue nominado el filme), bailan sin parar, bailan dormidos, bailan comiendo y, de improviso, en súbitos momentos de franco sadismo, los hacen correr alrededor de la pista para descartar a las tres parejas más lentas. Como si fueran animales rodeando una noria. Como caballos viejos, enfermos y desechables. Como jamelgos a los que hay que tenerles lástima y, por lo mismo, en un acto de solidaridad y compasión, dispararles a quemarropa. “¿Acaso no matan a los caballos?”, es la última línea que se dice tanto en la novela original como en la película.
En El juego del calamar, las humillaciones que sufren los 456 competidores –todos ellos marginados, desempleados, arruinados: jodidos, pues– son aun peores y el peligro de morir, no de cansancio, sino ejecutados, está a la orden del día. Desde el primer episodio de la teleserie, “Luz roja, luz verde”, cuando el protagonista, el jugador compulsivo, irresponsable hijo y desobligado padre Seong Gi-hun accede a participar en esta ronda de juegos cuyo ganador podría obtener 45 mil 600 millones de wones, es evidente que esos jueguitos de marras no serán como otros. Para ganar, hay que estar dispuesto a aguantar todo, sí, pero también hay que ser capaz de todo.
Los 456 jugadores reclutados en las calles de Corea son narcotizados y llevados a una isla. Vigilados por un implacable grupo de guardias que llevan máscaras que ocultan su identidad, todos los competidores saben de las reglas que tienen que seguir. En sentido estricto, son relativamente sencillas: para ganar todo el dinero –equivalente a casi 800 millones de pesos– hay que participar en seis juegos infantiles. Los perdedores son eliminados en cada ronda y, al final, solo uno o una prevalecerá. Si los juegos son demasiado rudos, hay la posibilidad de dejar de jugar, siempre y cuando la mayoría esté de acuerdo. Por supuesto, hay una “pequeña” trampa: la eliminación de los perdedores no es metafórica sino real. En el clímax del primer episodio, cuando los competidores están participando en un pueril juego en el que tienen que correr para luego paralizarse so pena de ser eliminados, vemos que la “eliminación” es tan real como expedita: los ojos de la enorme muñeca colocada en el patio están equipados con sensores de movimiento, y varios francotiradores dispuestos en lo alto de los muros que rodean el área de juego se encargan de ejecutar a los transgresores. De esa forma, solo 201 de los 456 jugadores iniciales quedan vivos. Un asunto, ahora sí, de vida o muerte.
Escrita y dirigida en su totalidad por Hwang Dong-hyuk –un discreto cineasta sudcoreano cuyo mayor éxito cinematográfico hasta el momento había sido su premiada cinta épica La fortaleza (2017)–, El juego del calamar se sostiene a partir de la premisa ya descrita, llevada hasta sus últimas consecuencias por un hábil entarimado argumental que guarda algunas vueltas de tuerca más o menos previsibles y, lo mejor de todo, una muy atractiva construcción de personajes, tanto en el nivel del elaborado retrato moral de cada uno de ellos, como en su interpretación por parte de un notable grupo de actores uniformemente competente.
La caracterología de los personajes es impecable: al patético protagonista Gi-hun lo rodean un financiero que ahora vive proscrito por cometer una serie de fraudes en contra de sus clientes, un violento gánster que ha traicionado a sus antiguos jefes mafiosos, un noble y explotado inmigrante paquistaní, una insumergible desertora norcoreana que ha sobrevivido como carterista, un corrupto médico acusado de mala práctica profesional, una salerosa malandra que presume haber engañado a innumerables incautos y un frágil anciano abandonado por su familia que sabe que tiene un tumor en el cerebro y que, por lo mismo, no le importaría morir jugando. A lo largo de los nueve episodios iremos viendo cómo se van construyendo y destruyendo las relaciones entre estos personajes que, en algún momento, pueden cooperar para poder pasar a la siguiente ronda y, después, ser capaces de las vilezas más indecibles con tal de no ser el siguiente sacrificado. Inevitablemente, uno tras otro irá siendo eliminado por los silenciosos e implacables guardias, de tal forma que el espectador se queda ahí, compulsivamente frente al televisor, preguntándose no solo quiénes serán los siguientes eliminados sino, además, de qué manera perecerán.
Cuando nos enteremos cuál es la razón de la existencia de este sádico juego, la paradoja es inevitable. Si lo que hemos estado viendo no es más que el inmoral entretenimiento de un grupo de aburridos multimillonarios que siguen desde sus casas la transmisión del susodicho juego y que, además, apuestan millones de dólares por el triunfo de su favorito o favorita, ¿no es el espectador televisivo, cada uno de nosotros, otro sádico más que goza vicariamente del sufrimiento de otros, por más que este sea ficticio?
El juego del calamar carece de la lucidez suficiente para plantear que estamos en un auténtico callejón sin salida. Dong-hyuk, el creador de la teleserie, no es, ni de cerca, el Bong Joon-ho de Parásitos: su aparente crueldad se neutraliza en el desenlace, cuando Gi-hun termina convertido en una suerte de Henry Fonda coreano, un indómito héroe moral que, se entiende, buscará desenmascarar a los decadentes multimillonarios que pagan por ver matarse y ver morir a los abandonados, a los marginados, a los jodidos.
Era inevitable: Netflix no podía producir un programa realmente devastador. Esto sería pedir demasiado. Lo suyo, al final de cuentas, no solo es entretener sino ser capaz de sostener ese entretenimiento episodio tras episodio, temporada tras temporada. Por lo mismo, hay que conservar la esperanza, hay que creer en héroes. El negro pesimismo de su insuperable antecedente, Baile de ilusiones, está prohibido. El mainstream cultural contemporáneo no produce ya este tipo de cine ni, mucho menos, este tipo de televisión: no sabe cómo hacerlo. Ni, mucho menos, le interesa. No sería negocio.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.