Amor sin barreras
Imagen: escena de West Side Story (2021), Steven Spielberg

Amor sin barreras

La primera versión de Amor sin barreras se estrenó en 1961 y fue un apabullante éxito de taquilla. Pero en el escenario fílmico contemporáneo es imposible que la nueva versión dirigida por Steven Spielberg sea acogida con el mismo entusiasmo.
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Amor sin barreras (E.U., 1961) se estrenó en Estados Unidos el 18 de octubre de 1961. Eran otros tiempos, otro siglo y otra cultura cinematográfica global. Tan eran otros tiempos, por ejemplo, que la película llegó a México más de un año después, un 25 de abril de 1963 y, como había sucedido y estaba sucediendo en el resto del mundo, fue un apabullante éxito de taquilla. Según la Cartelera cinematográfica 1960-1969, de María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco (CUEC-UNAM, 1986), la cinta dirigida a cuatro manos por el editor ascendido a cineasta Robert Wise (1914-2005) y el coreógrafo y director teatral Jerome Robbins (1918-1998) permaneció la friolera de 26 semanas en la cartelera mexicana. Se trató de la tercera película más vista en México en 1963 y la novena más popular de la década –por si se lo preguntaba, el filme con más permanencia en la cartelera nacional en los años 60 (65 semanas, nada menos) fue otro musical también dirigido por Robert Wise: La novicia rebelde (1965).

Lo cierto es que en el escenario fílmico global contemporáneo es imposible que la nueva versión –que no remake–dirigida por Steven Spielberg y estrenada hace unos días en buena parte del mundo pueda repetir el éxito económico y, ni se diga, cultural, de aquella cinta de hace seis décadas. Y la culpa, por cierto, no será de la pandemia. La crítica e investigadora fílmica Farran Smith Nehme ha demostrado con bolitas, palitos y numeritos en un texto antológico, “Box office blues”, que ese tipo de taquillazos globales son imposible de alcanzar para el tipo de cine representado por obras como Amor sin barreras, es decir, cintas adultas, serias y ambiciosas que no dejaban de pertenecer, de cualquier manera, al más convencional mainstream hollywoodense.

Un dato para documentar nuestro pesimismo: Amor sin barreras ganó diez premios Oscar en 1962, incluyendo el de mejor película, pero fue, además, la cinta más taquillera en Estados Unidos en 1961. Ese mismo año, en el décimo lugar del cine más visto en ese país, se coló un irrepetible clásico entre clásicos: La dolce vita (Fellini, 1960). ¿Cree usted que pueda pasar algo similar en este momento? Si lo cree, tiene usted mucha imaginación: Parásitos (Bong, 2019), la ganadora al Oscar a mejor película en 2020 –y mi apuesta personal para que se convierta en un clásico entre clásicos en un futuro– ocupó el lugar número 98 en la taquilla estadounidense. Parafraseando a Smith Nehme en el minucioso texto ya citado: estamos en una época en la que cualquier cinta adulta del mainstream hollywoodense es tratada como si fuera cine de arte, mientras que el auténtico cine de arte está convertido en una suerte de excéntrico pasatiempo de un fragmento muy pequeño de la población cinéfila. En otras palabras, el impacto taquillero que en algún momento tuvieron ciertos autores fílmicos tanto europeos –Fellini, Bergman, Kurosawa– como hollywoodenses –Francis Ford Coppola o el propio Steven Spielberg– es cosa del pasado.

Y es una pena, porque la nueva versión de Amor sin barreras es una película que, formalmente hablando, es mucho más propositiva de lo que fue la original de 1961. Por supuesto, esto no debe representar ninguna sorpresa: la nueva versión es dirigida por Steven Spielberg, un cineasta más dinámico e inventivo de lo que fue Robert Wise, artesano competente y profesional cuya filmografía fue mucho más valiosa en sus primeros años, cuando dirigió algunas sólidas cintas de género, como Maldición legendaria (1944), El profanador de tumbas (1945) y El día que paralizaron la Tierra (1951), así como algunos buenos dramas, como la biopic de Rocky Marciano, El estigma del arroyo (1956), protagonizado por el casi debutante Paul Newman, y el drama criminal femenino La mujer que no quería morir (1958), que le hizo ganar un Oscar a su actriz protagónica Susan Hayward, al mismo tiempo que él, Wise, obtuvo su primera nominación como mejor director.

Aunque Wise había sido nominado al Oscar en 1942 por la edición de Ciudadano Kane (Welles, 1941) y su primer trabajo como director, aunque sin crédito, había sido encargarse de volver a filmar algunas escenas de Soberbia (1942), la obra mayor mutilada del mismo Welles, la realidad es que Wise empezó a ganar cierto prestigio en la industria en los años 50, cuando algunas de sus películas empezaron a recibir nominaciones al Oscar, al mismo tiempo que obtenían buenos dividendos en taquilla. Wise se convirtió, pues, en uno de tantos cineastas “importantes” del mainstream hollywoodense: sin ser nunca un autor ni en la forma ni en el estilo ni en su ecléctica selección de temas –se podía mover del horror al thriller, del drama al musical, del western a la ciencia ficción–, lo cierto es que era un director muy confiable. Con un buen guion a la mano y un reparto y equipo técnico adecuados, era seguro que podía entregar a tiempo y sin problemas una película atractiva que la gente quisiera ver y que, además, podía resultar oscareable.

En este sentido, Amor sin barreras es la película emblemática de Wise y de un tipo de cine ya extinto en Hollywood. La película está basada con bastante fidelidad en el exitoso musical de Broadway West Side story, escrito por Arthur Laurents (1917-2011), con música de Leonard Bernstein (1918-1990) y canciones del entonces debutante Stephen Sondheim (1930-2021). La historia, una relectura de la arquetípica tragedia shakespeariana Romeo y Julieta, fue pensada por Jerome Robbins como una suerte de adaptación moderna ubicada en el New York contemporáneo. Cuando, en 1944, Robbins empezó a trabajar con esta idea, trazó las insalvables diferencias entre sus protagonistas y sus familias en terrenos raciales y religiosos: el nuevo Romeo debía ser católico irlandés y la nueva Julieta judía israelita, y los dos debían vivir en el este de Manhattan. El proyecto, decididamente trágico y operático, se llamaba East Side story.

Pasó una década hasta que Robbins rescató esta idea, a mediados de los años 50, bajo la iniciativa de Leonard Bernstein, quien invitó al dramaturgo Arthur Laurents a escribir la adaptación respectiva, aunque el músico pensaba que sería mejor ubicar la historia en Los Ángeles, con un Romeo gringo y una Julieta chicana. Laurents propuso regresar todo a Manhattan, pero ahora al lado oeste, con un Romeo de origen polaco y una Julieta puertorriqueña. El nombre de la obra debía ser West Side story y las canciones serían escritas por un compositor veinteañero, un tal Stephen Sondheim, recomendado por el veterano productor, compositor y dramaturgo Oscar Hammerstein (1895-1960).

West Side story, producida, dirigida y coreografiada por Robbins, se estrenó en Broadway el 26 de septiembre de 1957, con un éxito arrollador: 732 funciones antes de iniciar una gira por todo Estados Unidos en 1959 y, después, una decena de reposiciones, tanto en Broadway como en el West End londinense.

Explicar el triunfo de West Side story es sencillo: más allá de la arquetípica historia de un amor imposible, fue un golpe de genio de Laurents traducir la tragedia original al contexto sociocultural estadounidense de los años 50, con sus pandillas juveniles, Rebelde sin causa y las presencias de James Dean y Marlon Brando como telón de fondo. A este coctel agregue usted la música de Bernstein, con una decena de inspiradas canciones escritas por Sondheim, entre las cuales se quedarían en la memoria colectiva por lo menos tres: “María”, la exultante canción de amor que interpreta Tony (Larry Kert) al intoxicarse de amor a primera vista; “Tonight”, que los dos enamorados, María (Carol Lawrence) y Tony, cantan al encontrarse en el balcón; y, por supuesto, “America”, no solo el número musical más conocido de la obra sino, probablemente, uno de los más populares de esa década en Broadway. El choque entre las alegres y plantosas puertorriqueñas que prefieren vivir en Nueva York y sus burlescos novios pandilleros que añoran el “Borinquen querido” está expresado en un vibrante número musical coreografiado con humor y vitalidad, y enmarcado en una atlética coreografía que sería, también, otro de los distintivos de West Side story.

Más deudores de la fuerza y virilidad de un Gene Kelly que de la elegancia y la suavidad de un Fred Astaire, los personajes de West Side Story usan su cuerpo para subrayar lo que la música de Bernstein y las canciones de Sondheim ya expresaban. Una lucha externa entre dos pandillas, entre dos culturas, entre dos formas de entender el mundo que, a su vez, no es más que una extensión de la lucha interna de los protagonistas, ese héroe trágico que aspira a otro tipo de vida, esa heroína romántica que solo desea amar y que la amen.

Amor sin barreras se empezó a filmar cuando la pieza teatral había vuelto a Broadway después de una gira por todo Estados Unidos, a mediados de 1960. Jerome Robbins había vendido los derechos de West Side story a Seven Arts Productions con la condición de dirigir la película. El estudio aceptó, siempre y cuando a su lado estuviera el siempre competente y profesional Robert Wise. Los ejecutivos de Seven Arts no se equivocaron: aunque Robbins era un coreógrafo y director teatral de prestigio en Broadway –ya había coreografiado clásicos de la talla de On the town (1944), The King and I (1951) y The Pajama Game (1954)–, la realidad es que nunca había participado en la realización de una película, a no ser como coreógrafo del clásico mexicano Yo bailé con Don Porfirio (Martínez Solares, 1942) –su primer crédito cinematográfico, de hecho– y su colaboración en el montaje de las coreografías de sus propias piezas teatrales adaptadas a la pantalla grande, El rey y yo (Lang, 1956) y Juego de pijamas (Abbot y Donen, 1957).

Como cineasta, Robbins demostró ser un desastre: pedía repetir incansablemente las tomas, volvía locos a los técnicos y la producción nomás no avanzaba. Al final, los ejecutivos despidieron a Robbins, quien de todas formas ya había montado varias de las coreografías, le dieron el control total a Robert Wise y este logró llevar a buen término el proyecto que marcaría su carrera de manera definitiva. No deja de ser curioso que la película más exitosa de Wise lo regresaría a sus orígenes en la industria, cuando fue llamado para completar Maldición legendaria, que estaba dirigiendo Gunther von Fritsch, pero que se había pasado de presupuesto y de tiempo de filmación. Wise llegó al set, finalizó la película y terminó el rodaje con solo nueve días de retraso, demostrando que sabía bien su negocio.

El círculo se había cerrado: Wise había iniciado como un auténtico soldado de la industria cinematográfica, había consolidado una reputación de cineasta competente y había sido premiado con una historia, un equipo técnico y un reparto con los que no podía fallar. Y no falló. Wise ganaría a lo largo de su carrera cuatro oscares –dos por Amor sin barreras, como director y productor, otros dos por La novicia rebelde en las mismas categorías– y su trayectoria seguiría tan confiable como de costumbre, dirigiendo cintas de género (La amenaza de Andrómeda, 1971), algún drama de prestigio (La otra vida de Audrey Rose, 1977) y hasta la adaptación cinematográfica de cierta venerada serie televisiva (Viaje a las estrellas, 1979).

Por supuesto, en la actualidad siguen existiendo artesanos fílmicos con la capacidad y la competencia de Robert Wise, pero el triunfo cultural –y no se diga económico– de la película de 1961 les está vedado, a menos que cedan y dirijan alguna cinta de Marvel. El horno cinefílico de nuestros días no está para los bollos de un Robert Wise y, de hecho, ni siquiera de un Steven Spielberg, cuya extraordinaria nueva versión seguramente estará nominada a varios Oscars y, en una de esas, gana unos dos o tres o cuatro.

No importa: lo cierto es que, parafraseando a cierto clásico reciente, me cambio de nombre si la nueva Amor sin barreras se convierte en la película más taquillera del año en Estados Unidos, en México o en cualquier otro país del mundo. Esos tiempos ya pasaron y no volverán. Esto sí es una tragedia… y no musical.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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