Un Hermano de Aira

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Si no fuese por la notable diferencia de volumen de sus producciones (larguísimas las del primero, cortísimas las del segundo), me atrevería a decir que Raúl Ruiz es el César Aira del cine contemporáneo. O viceversa, siendo justos, ya que el primer largometraje del chileno data del año 1968, y la primera nouvelle del argentino de 1975. Aira fue definitivamente Aira bastante pronto, con la publicación, en 1981, de Ema la cautiva, mientras que Ruiz se tomó más tiempo hasta ser el Ruiz que hoy conocemos; había ya un uso de la exasperación en aquel corrosivo sainete de 1968 llamado, sin relación con la novela de Cabrera Infante, Tres tristes tigres, pero fue tras abandonar a la fuerza el Chile de Pinochet (después de participar activamente en el frente cultural de la Unidad Popular de Allende) cuando el cineasta, establecido en París, confiesa en una entrevista concedida a finales de 1974 a la revista Positif su noble voluntad de evitar en el exilio la realización de “películas chilenas para no-chilenos” (al modo en que los cineastas iraníes hacen hoy las suyas, vetadas en Irán, para deleite y descargo de la mala conciencia de los públicos occidentales).

Unos meses después de esas declaraciones a Positif, Ruiz descubre por casualidad La vocación suspendida, la novela parateológica de Klossowski, y la lleva al cine en 1977, empezando así su carrera de cineasta volcado al tratamiento ilusionista y anfibológico de historias que pueden ser oníricas, melodramáticas, de aventuras exóticas o basadas en grandes textos de la literatura (Proust, Kafka, Racine, Shakespeare, Giono, el citado Klossowski en dos ocasiones, Bontempelli, etc.). En todas sus películas escribe él el guión, a veces con colaboradores, manteniéndose fiel en su equipo fílmico a ciertos nombres, entre los que destacan su esposa Valeria Sarmiento, que firma el montaje, el camarógrafo Ricardo Aranovich y el músico Jorge Arriagada, para mí uno de los más grandes compositores cinematográficos actuales. Asombrosamente prolífico e infatigable a sus setenta años, nadie se atreve a dar el número exacto de su obra fílmica, a la que se añadirían por lo demás sus trabajos en el campo de la plástica y el teatro.

Muy reconocido en Francia, muy premiado en festivales internacionales, poco o nada estrenado comercialmente en la mayoría de los países, la filmografía de Ruiz (que por supuesto no conozco en su inabarcable totalidad) parece un continuum heterogéneo marcado siempre por unas líneas formales idénticas y recurrentes. Y es en su método compositivo a partir de una asociación libre de conceptos que sigue el cuño automatista del surrealismo donde advierto la coincidencia con las novelas cortas de Aira, marcadas por el mismo grado de deslumbrante ocurrencia y disparate, el mismo desvío del curso del relato emprendido, que a veces naufraga, se pierde, se estrella en la pirueta o se queda en nada. En el caso de Ruiz, el utillaje tiene una singularidad, ya que, haciendo un cine para los happy few, ha podido disponer con frecuencia de ricos medios de producción y de un plantel de actores de renombre: Catherine Deneuve, Piccoli, Mastroianni (que filmó con él su última película, Tres vidas y una sola muerte), Malkovich, Bernadette Lafont, Marisa Paredes, Vincent Perez, Emmanuelle Béart, e incluso, en una aparición dentro de Genealogías de un crimen (1996), Patrick Modiano haciendo de un exmarido capcioso.

Misterios de Lisboa, que ha tenido un estreno restringido en Madrid y Barcelona tras el notable succès d’estime en París, es un proyecto del emprendedor productor portugués Paulo Branco a partir de los folletines decimonónicos de Camilo Castelo Branco, autor de aquel Amor de perdición que en 1978 permitió a otro genio prolífico y radical, Manoel de Oliveira, filmar una de sus obras maestras, con un metraje solo ligeramente inferior (cuatro horas y veinticinco minutos) al de Misterios de Lisboa, que, incluyendo el descanso reparador, se pone cerca de las cinco horas. Ruiz ha mantenido sus criterios estéticos en esta descomunal empresa, que cuenta asimismo con una versión de seis horas dividida en capítulos para su exhibición televisiva. No faltan los elaborados planos-secuencia con personajes insertos en un movimiento coreográfico, la estructura de cajas chinas múltiples e infinitas, la confusión del relato soñado y el relato vivido, pero a la vez el director cumple el encargo de Branco y trasmite la temperatura emocional del melodrama, anudando los muchos flecos de la enrevesada trama sobre un suntuoso trasfondo de época que hace olvidar dos de sus fracasos en ese territorio, el engolado biopic freudiano sobre Klimt (2006) y la desmadejada adaptación proustiana de El tiempo reencontrado (1999).

Ruiz plantea sus Misterios de Lisboa como un pequeño teatro del mundo de la ficción, en el que el escenario de cartón piedra y los personajes de recortable que introducen los distintos episodios sugieren la noción de juego infantil, la falsía. El dispositivo no es tan sostenidamente irracionalista como el que realzaba dos de las películas suyas que prefiero, La ciudad de los piratas (1983) y la citada Tres vidas y una sola muerte (1995), con sus planos de deformación anamórfica y trompe l’oeil, pero se deja notar cuando aparece, como en la extraordinaria secuencia del carricoche donde viajan el Padre Dinos y la Condesa, y en torno al cual, en una sola toma, suceden ante la movible cámara duelos, peleas, gritos y gestos de pasión. El director ha declarado que el vértigo narrativo de su película procede en buena medida de su opción de rodar casi toda ella en bloques separados de planos-secuencia, pero también del “hiperrealismo de las cámaras de alta definición” que utilizó. Esa nitidez de la imagen pone de manifiesto con llamativa fuerza dramática los recovecos de unas historias en las que los personajes frecuentemente escuchan, espían detrás de las puertas y se asoman a las ventanas, como queriendo descubrir el difícil misterio de una intrincada y fascinante novela familiar de fabuladores neuróticos. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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