Una mujer de mediana edad pinta ante un caballete un paisaje de suaves colinas en la región francesa del Tarn. De repente observa que un hombre avanza hacia ella desde el otro lado del campo plantado; el hombre husmea el aire al andar, y al llegar frente al caballete le habla en francés con un fuerte acento extranjero. Así se inicia una amistad peligrosa y la película de los hermanos Larrieu Peindre ou faire l’amour (Pintar o hacer el amor), estrenada en España hace unos meses. Bajo la especie engañosa de la comedia locuaz, tan francesa, los Larrieu insistían en uno de los motivos que el cine está tratando por todas partes con una insistencia que ya escapa a la casualidad: el de las “vecindades patológicas”. La forma de desarrollo del motivo es en Pintar o hacer el amor bucólica; de hecho la pareja mayor, interpretada por dos grandes del cine galo, Sabine Azéma y Daniel Auteil, se ha retirado al campo por hartura de la vida urbana, y el marido, Auteil, prejubilándose a tal efecto de su trabajo como meteorólogo. Pero su preciosa mansión campestre está cerca de la que ocupa el matrimonio más joven, formado por Amira Casar y Sergi López, que es español, ciego y alcalde del pueblecito rural.
Aunque la película contiene escenas eróticas entre las dos parejas y una formidable sorpresa final que apunta en esa dirección de promiscuidad intermatrimonial surgida de la rutina de los cuerpos sabidos, los hermanos Larrieu pintan por debajo del estilizado marivaudage un esbozo de realidad inquietante: el tema de la abducción (más que la seducción), el de la servidumbre voluntaria y el del vértigo no exento de curiosidad que produce asomarse desde la placidez cotidiana al abismo. Los vecinos jóvenes llevan a la deriva a la estable y feliz pareja mayor, pero no voy a contar el final, que además es lo que menos importa en esta estupenda parábola sobre las amenazas latentes.
Algo más pronto que Pintar o hacer el amor vimos en los cines el último film de Michael Haneke, Caché (Escondido), y algo después, con retraso, la interesante adaptación realizada por Roger Michell de la novela Enduring Love (amor perdurable), para mí la mejor de Ian McEwan. En ellas encontramos asimismo, en claves más tenebrosas y nunca muy explícitas, la presencia de los intrusos amigables que devienen figuras de riesgo y aun de terror. En Caché, otro matrimonio –conAuteuil de nuevo como esposo y Juliette Binoche de esposa– empieza a recibir vídeos que al principio sólo denotan un espionaje misterioso a la casa donde viven, pero acaban siendo mostraciones de hechos del pasado que el hombre había ocultado a su propia conciencia. En cuanto a Enduring Love (la película se tituló en España, con poca imaginación, El intruso), el conflicto lo desencadena, tras un encuentro fortuito como testigos ambos de un accidente, Jed, un delicado y parsimonioso admirador del protagonista, el profesor Joe Rose, interpretado por Daniel Craig, ese extraordinario actor que ahora también será el nuevo James Bond de Hollywood. Jed sigue, persigue, llama y reclama a Joe, y lo que en las primeras escenas parecía sólo un desmedido fan, se convierte en “fan fatal” al llegar al desenlace, después de haber provocado un profundo desequilibrio emocional en Joe y su mujer.
Naturalmente, el patrón narrativo fundado en las familias y los domicilios trastornados por la aparición súbita de apacibles y aun atractivos “alienígenas” terrenales no es nuevo en el cine. Una de las películas más célebres de los años ochenta, Atracción fatal (Fatal Attraction), giraba en torno a la obstinación amorosa de la que Michael Douglas era objeto por parte de una atractiva e insoslayable desconocida encarnada por Glenn Close. Por no hablar, en el registro del thriller, de un clásico no muy distinguido, El cabo del miedo (Cape Fear), filmado en 1962 por J. Lee Thompson, y del remake, a mi juicio magistral, que hizo Scorsese en 1991, con De Niro interpretando en el apogeo del histrionismo “metódico” al psicópata ex convicto que se infiltra en el tranquilo hogar de su antiguo abogado para despertarle a la gran pesadilla americana. Y antes, en pleno 1968, vimos Teorema, aunque en esa película tan epoch-making de Pasolini se podía decir que el intruso (Terence Stamp) era un enviado angélico, el mensajero de una anunciación de la caída y no la salvación de los hombres.
Alejándose en el tiempo y por el concepto de Pasolini y de Scorsese, estas recientes películas de los Larrieu, Michell y Haneke (que ha tratado el mismo asunto en otros títulos suyos anteriores) son metáforas de un nuevo desorden social, exploraciones de las patologías asociadas al deseo y temor de lo desconocido, lo extranjero, lo invertebrado. Pobladas con amantes excesivos a la vez que fugaces, con vecinos impertinentes pero reveladores, con fantasmas que enfocan a los seres reales hasta el deslumbramiento, su imagen fílmica más persistente es, por decirlo así, orgánica. Como la del caracol o la babosa que se adhiere para sobrevivir a una superficie quizá más frágil y menos porosa de lo que el molusco calculaba. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).