Llame a alguien “especista” y lo mirará extrañado. Dígale a qué se refiere y espere una reacción airada. No sería para menos. Lo estaría culpando de perpetuar un tipo de discriminación que causa el sufrimiento y la muerte violenta de millones. ¿Quiénes? Los animales sacrificados en granjas industriales y peleteras, los utilizados en la investigación científica, los exhibidos en parques de diversión, etcétera.
El término especismo aún circula poco. Se define como el prejuicio que tiene una especie en favor de sí misma y en detrimento de otras, y fue el que detonó el actual movimiento en favor de los derechos de los animales. En 1975, el filósofo Peter Singer lo incluyó en su libro Liberación animal y eso dio lugar a numerosos textos y simposios académicos. Singer se apoyaba en el utilitarismo de Jeremy Bentham –donde lo moral es aquello que beneficia a una mayoría– para afirmar que una legislación ética tendría que proteger el interés que manifiestan todas las especies con sistema nervioso central: no padecer dolor. El antiespecismo plantea que la presunción de superioridad del ser humano es un fanatismo semejante a la creencia en la supremacía racial, religiosa o de género.
El debate es fascinante pero está atrapado en la academia. Afuera, el movimiento en favor de los derechos de los animales todavía se percibe como asunto de gente ociosa que ante el sufrimiento humano opta por salvar becerros. No ayudan las campañas sensacionalistas de grupos como People for the Ethical Treatment of Animals (peta) o que el Frente de Liberación Animal opere como guerrilla. Por esto o aquello, la defensa de los animales no tiene una reputación pública a la altura de sus principios.
Admito mi parcialidad: me indignan el maltrato y la crueldad de los métodos de sacrificio industrial. Por ello, me frustra la escasez de discursos inteligentes que interesen no solo a activistas o académicos. Por ejemplo, el expuesto por el ecólogo Carl Safina en su libro Beyond words. What animals think and feel, donde alega que el rechazo de la ciencia al antropomorfismo la ha llevado a la parálisis. El riesgo, dice, no es atribuir a los animales un entendimiento humano sino, en aras de evitar ese riesgo, negar que son capaces de cualquier entendimiento. Para mostrar su punto, Safina muestra las dinámicas sofisticadas entre animales. En su capítulo sobre lobos consigue que el lector empatice con ellos al punto de aplaudir su estrategia en conjunto para cazar a un ciervo. Lejos de humanizar al lobo (o al ciervo), Safina animaliza al lector.
El género documental podría invitar a la conversación sin caer en el victimismo ni producir panfletos. No ha sido el caso. El que se considera el documental pionero sobre el tema, Earthlings (2005) de Shaun Monson, comienza reprochando a su audiencia ser cómplice de un holocausto. Narrado por Joaquin Phoenix y musicalizado por Moby, ocupa hora y media en mostrar videos undercover pavorosos. La violencia sin tregua de las imágenes, el tono sentencioso de Phoenix y el tufo new age del soundtrack resultan una forma de tortura no muy distinta a la que sufren los animales protagonistas. Se dirá que la intención es mostrar la brutalidad sin paliativos, pero Earthlings no ofrece salidas. La imagen de un perro arrojado a un camión triturador de basura es al mismo tiempo traumática e inútil. Earthlings es indignante y no por las razones obvias. Da mal nombre al activismo y al género documental.
Torpe pero más atractivo, Speciesism (2013) aborda su tema con ligereza y humor. En el rol de interrogador ingenuo, su director Mark Devries entrevista a directores de organizaciones defensoras de animales, a dueños de granjas industriales, y obtiene videos de hacinamiento y brutalidad que desmienten los reportes oficiales de esas granjas. Cuando introduce el término especismo, deja que lo expongan el propio Peter Singer y el resto de los académicos al frente del debate. El segmento es apresurado pero sirve de prólogo a lo mejor de Speciesism. Armado con sus nuevas nociones de filosofía, Devries se lanza a la calle y pregunta a todo el que pasa si cree que el sufrimiento humano merece más consideración que el de los animales. Todos responden que sí: los animales, dicen, “no tienen noción de moral”, “carecen de inteligencia”, “no aportan a la sociedad”. Devries les hace ver que esos atributos serían aplicables a niños pequeños o personas con seria discapacidad intelectual, y les pregunta si consideran que su sufrimiento es irrelevante. Ahora todos responden que no. Parecen haber comprendido la pregunta original.
The ghosts in our machine (2013), de Liz Marshall, es un documental pulido. Narra las batallas de la fotógrafa Jo-Anne McArthur, quien ha dedicado su vida a tomar fotos encubiertas de, por ejemplo, zorros, mapaches y visones amontonados y enfermos en granjas peleteras. El leitmotiv de la cinta es la frustración de McArthur por la imposibilidad de publicar sus fotos en medios masivos, y la culpa que le causa dejar a los animales después de fotografiarlos. “Mi misión no es liberarlos –dice–, porque eso no tendría un impacto en el sistema.” Habría valido la pena explorar esa afirmación. En cambio, The ghosts in our machine concluye que la única opción viable es adoptar el veganismo y lamentarse por los intereses comerciales que impiden la defensa de los animales. Esta resolución ignora las victorias de grupos que han cambiado el “sistema” atacándolo desde su lógica. Es el caso de la industria cosmética, que al ver expuestas al público sus técnicas de experimentación en conejos dejó de practicarlas. Su móvil no fue la empatía sino el temor a perder millones de consumidores.
Con Joaquin Phoenix al frente, Earthlings podría haber llegado a un público amplio –pero es un video snuff–. Por su buena documentación, Speciesism merecería ese público –pero lo limitan sus deficiencias técnicas–. The ghosts in our machine es cine bien producido –pero en aras de mantener un tono muestra un panorama incompleto–. Por otro lado, siguen poniendo el acento en los humanos y relegando a los animales al rol de seres lastimosos. Un contraejemplo es la imagen de los lobos y el ciervo en el libro de Safina. Lo opuesto a una visión sensiblera, muestra un mundo violento que, sin embargo, es honroso. Lo suyo es supervivencia; lo nuestro, matanza vulgar. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.