Árboles flotantes

La cineasta georgiana Salomé Jashi convierte el traslado de un árbol en una especie de fábula, sobre todo en el empeño de demostrar que no hay cosas imposibles.
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En los abundantes planos generales de Taming the Garden llama la atención cómo se aprecian los detalles en la distancia. Hay muchos planos lejanos en los que sin hacer demasiado esfuerzo se distinguen con una rara definición los contornos de las hojas de los árboles, o en los que nos vamos haciendo sensibles al lentísimo movimiento de alguna figura que va cambiando de término en el encuadre. (He escrito abundantes planos, pero ahora me pregunto si no sería más ajustado decir frecuentes; las películas concebidas bien como una caja llena de cosas, bien como un rato que transcurre.) Muchos de los planos de esta película son así de largos porque tienen que recoger unos insólitos trabajos de ingeniería que tardan en comprenderse y que es fascinante observar, y sin duda esa longitud facilita que advirtamos el detalle. 

Taming the Garden es la última película de la cineasta georgiana Salomé Jashi. Se estrenó en la edición de 2021 de Sundance y también se ha visto en Berlín, Locarno, FICUNAM, Cinéma du Réel y muchos otros festivales de todo el mundo. Documenta el traslado de un árbol centenario de un jardín a otro, de un rincón a otro de Georgia. De que el destino del árbol era el jardín de un ex primer ministro georgiano me enteré no mientras veía la película sino leyendo su sinopsis, pero es un hecho que nos habla del poder del dinero y del poder del poder, aunque el énfasis de Taming the Garden esté puesto en los procesos mecánicos necesarios para conseguir sacar el árbol sin dañarlo. En cualquier caso, pensemos que, de todos los caprichos que pueda tener un millonario excéntrico, el de rodearse de árboles preciosos resulta bastante simpático y casi parece ser más bien un viejo mito.

El árbol ha sido elegido por su porte y belleza. Hay que transportarlo de su ubicación original, donde fue plantado y donde ha crecido, hasta el jardín al que van a parar algunos árboles singulares con los que se ha encaprichado el político. Este jardín de árboles maravillosos podría ser el jardín de un cuento oriental; en varios aspectos se parece a una fábula la película, entre ellos en el empeño fitzcarraldino de no creer que haya cosas imposibles y en la empresa descabellada de cambiar de ubicación algo enraizado en la tierra y tan enorme. También los habitantes del pueblo donde ha crecido el árbol, tanto si participan en los trabajos de extracción y traslado como si se dedican solo a hablar (a recordar cómo la dueña original había querido talarlo muchas veces porque le daba demasiada sombra o a elucubrar sobre las razones por las que el comprador del árbol está dispuesto a pagar por esa excentricidad) o a lamentar la pérdida del ser a quien habían llegado a considerar un vecino más, colaboran en la fabulación, al convertirla en una fantasía colectiva. 

Precisamente es una imagen como de ensueño la que puede haber funcionado como germen de la película: un árbol que flota en mitad del agua. Una vez los operarios han cavado la tierra para dejar el árbol rodeado de un inmenso alcorque, lo han extraído como quien arranca una zanahoria y lo han protegido con maderos y telas, ya pueden transportarlo. Por el momento ha sido necesario construir plataformas y largas rampas, como hacen los castores y las termitas y como hacemos también los seres humanos, si bien pocas veces con un objetivo tan poco práctico. Pero queda todo el trabajo de transporte. Resulta paradójico que para llevar este árbol de un pueblo a otro, para conservarlo, sea necesario talar otros ejemplares, pero justo eso es lo que se hace cuando a los lados de las carreteras los árboles han crecido tanto que impiden el paso del árbol descuajado. Otra vez aparece el tono fabuloso, porque es como si ese árbol concreto tuviese un poder mágico que lo hiciese más valioso que los otros árboles. Cuando las carreteras se acaban porque lo que empieza es un lago o quizá el mar Negro, hay que adaptar las barcazas para que el árbol no se hunda, porque nadie duda que hay que conseguir cruzarlo. Un buzo vuelve a la orilla e informa de las variaciones en la profundidad del agua, de modo que se puede calcular qué tipo de barco es el idóneo y por dónde tiene que cruzar. Por fin se demuestra que es posible, y entonces vemos esa imagen como sacada de nuevo del inconsciente, el árbol flotando sobre el agua, algo que parece un sinsentido porque qué puede haber más terrestre que las raíces de una planta, pero que resulta hipnótico y sugestivo y que está conectado con algo universal, pues el árbol que flota en el agua nos hace pensar en el final del diluvio y con su aire de barco fantasma llega hasta nosotros la punzada inconfundible del nuevo comienzo.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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