Body cam: pequeña biografía de una toma

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En 1966 John Frankenheimer filmó Seconds. En ella Arthur Hamilton (John Randolph), un hombre que ya ha pasado los sesenta años, próspero pero infeliz e irrealizado, recibe una oferta: falsificar su muerte y gracias a una cirugía reconstructiva renacer con quince años menos, con la cara y el cuerpo de Rock Hudson, con la posibilidad de una nueva vida: ser un pintor bien colocado, con casa y obra puesta en California, libre de su mujer y de su hija y con absolutamente nada que perder. La transacción implica muchos miles de dólares pero, aunque no está garantizada, suele funcionar. Arthur, naturalmente, acepta y paga. La operación es un éxito –“mi obra maestra”, dice el cirujano– y un fracaso: el nuevo Arthur, cuyo nombre es Tony Wilson, no soporta su vida: rica, erótica, jipi; quiere regresar a su apocamiento, a dormir en camas separadas, a su soledad, que es la de todos. Por supuesto, volver es imposible y la Compañía se lo demostrará de la peor manera imaginable. (Es fácil notar la influencia de Seconds en dos guiones de Charlie Kaufman: ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos). No estamos ante una obra maestra sino ante una especie de extendido capítulo de Twilight Zone, enfermo de paranoia. La primera secuencia de la película ya contagia esa paranoia. Un hombre, no sabemos quién, sigue en la estación de trenes a otro hombre –nuestro protagonista. John Frankenheimer y su fotógrafo, James Wong Howe, utilizan un recurso muy curioso para transmitirnos la manía: montar la cámara en el cuerpo del perseguido y el perseguidor, de tal forma que mientras caminan todo se mueve, vertiginosamente, salvo ellos. Hela aquí, precedida por los inquietantes créditos de Saul Bass en helvética (hay que prestar atención especial al minuto 2:56 de este clip):

Ése es el nacimiento “oficial” de la toma. En inglés, que es el idioma “oficial” para estas cosas, se llama también bodymount camera o chest cam o body cam: todo se mueve menos el objetivo, lo filmado. Frankenheimer y Wong Howe reúsan el recurso dos veces más en la película (en una violación inducida por drogas y en una borrachera) y establecen, acaso para siempre, su función estilística: contagiar vértigo, ebriedad, paranoia; demostrar la disociación del cuerpo y aquello que lo rodea. ¿Alguna vez has sentido que todo te da vueltas, aunque estés echado en cama?

Alfred Hitchcock, como suele, es también el abuelo de este principio cinematográfico. Lo aplicó precisamente en Vertigo (De entre los muertos, 1958), aunque aún no se le ocurría montar la cámara sobre el actor. Lo que hizo, sorprendentemente, fue acercar el zoom al objetivo y, al mismo tiempo y a una velocidad proporcional, alejar la cámara del objetivo. La sensación es desagradable, nauseabunda tal vez. Las cosas alrededor parecen alejarse mientras el centro permanece inmóvil (el shot está en el minuto 2:05 y 2:16 del clip):

http://www.youtube.com/watch?v=peeu69C8kh8

La idea estaba en el aire ya. Truffaut, alumno avanzadísimo de Hitchcock, parece haberla querido llevar a otro lado, a un lado dichoso, en su primera película: Los 400 golpes (1959). La escena es la del centrifuge, esa máquina infernal a la que se trepa el protagonista, el chiquillo Antoine Doinel que todos hemos querido ser, en una pinta increíblemente feliz:

Es puro vértigo: todo se mueve menos yo. Hitchcock empezó a imaginarla, la feria parisina le permitió a Truffaut intentarla sin presupuesto, Frankenheimer la llevó a una primera realidad pero Scorsese, el apasionado Scorsese, la impuso a la historia del cine. Catálogo de influencias: el joven Scorsese quería replicar, de algún modo, el sabor ligero de la nueva ola francesa en su película Calles peligrosas (Mean Streets, 1973). Los cortes abruptos, las actuaciones someras, los encuadres que aparentan naturalidad, la cámara vertiginosa –en este caso montada en el cuerpo del borracho:

http://www.youtube.com/watch?v=pjdmM-TtyXk

Ésa es la infancia de la toma. En los años ochenta casi desapareció pero renació en los noventa de la mano de Spike Lee. Las historias suelen repetir que la utiliza en Malcolm X, en La hora 25, en El plan perfecto. No sé por qué suelen olvidar que antes usó una versión circular en Mo’ Better Blues (maltraducida en México como Más y mejor blues, 1990). El trompetista Bleek Gilliam (Denzel Washington, que tuvo como “doble” a Wynton Marsalis) busca un espacio para estar solo y practicar su digitación: that’s the discipline. Todos los días, hora tras hora, solo, en su departamento de Brooklyn. Cuando lo hace, todo salvo él se oscurece:

y gira

y gira

hasta que suena el timbre impertinente –y el mundo vuelve a iluminarse:

En Más y mejor blues la toma ha adoptado una variante: el cuerpo y el mundo están dislocados pero la dislocación no se debe a la ebriedad o el vértigo sino a la concentración: entre el mundo y nosotros hay una fractura, sí, pero esa fractura es la más alta: la propiciada por la música. (Diferencias técnicas: Spike Lee monta en una misma plataforma o un dolly al actor y a la cámara; a estas alturas, a propósito, los Snorri Bros –un par de publicistas y cineastas suecos– ya habían inventado la SnorriCam, suerte de arnés que emparienta a la cámara y al actor en un mismo aparato.) Entonces el video musical encuentra en nuestra toma un recurso constante: 1979, de 1995 (Smashing Pumpkins, dirigido por Jonathan Dayton y Valerie Faris), lo lleva al extremo de colgarle la cámara a un papel de baño volador:

Home de Sean Lennon dirigido por Spike Jonze (1998), God Gave Me Everything de Mick Jagger dirigido por Mark Romanek (2001), etcétera, aprovecharon repetitivamente la inquietud que aporta la bodymount camera, pero fue Darren Aronofsky quien la aplicó de forma casi definitiva. En Pi (1998) ya es parte de la paleta estilística pero la cúspide llega con Réquiem por un sueño (2000). Urgida de drogas, la protagonista de esta historia, Marion (Jennifer Connely, probablemente la mujer más bonita del mundo), se prostituye a cambio de dinero o de un pase. El tipo que le paga es repulsivo. La saca de su departamento. Afuera, en el pasillo, el mundo va desapareciendo para Marion: todo es asco, el recuerdo incesante de ese imbécil y su mano y su cuerpo penetrándola hasta el fin de los tiempos: el mundo desaparece, y la única respuesta posible es vomitar:

Los críticos y los cineastas parecen coincidir en que ésa es la consumación de la toma. Los unos, diciéndolo; los otros, como Peter Jackson en Lovely Bones (Desde mi cielo, 2009) o Todd Phillips en la divertida The Hangover (¿Qué pasó ayer?, 2009), se han contentado con el recurso más o menos barroco de lo dislocado o lo ebrio. Yo, modestamente, creo que un fotógrafo (no de cine) ha llevado el recurso a un lugar más conmovedor que todos los anteriores. Hace diez años Noah Kalina (también autor del tumblr Pictures that look like this) decidió tomarse una foto, en la misma posición, con la misma expresión, cada día. Llamó al proyecto Everyday, y es, hasta que él muera o pierda la conciencia, una obra en gestación. El 31 de julio de 2006 decidió montar todas las fotografías que llevaba en un video, una tras otra, con música de Carly Comando. Lo posteó en YouTube el 28 de agosto de ese año. Helo aquí:

http://www.youtube.com/watch?v=9mYQrGhWnkA

No hay nada aquí sino tiempo: el rostro de Noah, envejeciendo, detenido frente a nosotros, y el mundo que sucede alrededor de él, interminable y cambiante para siempre. Éste es el otro vértigo, el pequeño vértigo del paso del tiempo y de la muerte sobre nuestras pequeñas vidas.

Posdata. Hacia el final de 2007 Los Simpson parodiaron, con brillantez, Everyday de Noah Kalina. Sonríele a la cámara.

– Alonso Ruvalcaba

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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