I
Borges, entrañablemente, ha explicado cómo la lectura de Kafka puede afinar y modificar nuestra lectura de “Wakefield”, relato de Nathaniel Hawthorne escrito en el siglo XIX. Con ese simple comentario, Borges intuyó –con tres lustros de anticipación– la teoría de la intertextualidad, y su principal tesis: dar por absurdas la línea del tiempo y el concepto de tradición, y rendirle honores al viceversa. Barthes habló –con palabras más bellas que exactas– de una “memoria circular”, y citaba el eco que hallaba de Proust en Stendhal:
Leyendo un texto mencionado por Stendhal reencuentro a Proust en un detalle minúsculo. El obispo de Lescars designa a la nieta de su gran vicario con una serie de apóstrofes preciosos (mi nietecita, mi amiguita, mi linda morocha, ¡ah golosita!) que resucitan en mí los cumplidos de las dos mensajeras del Gran Hotel de Balbec, Marie Geneste y Céleste Albaret, al narrador (¡Oh! diablito de cabellos de pájaro, ¡oh profunda malicia! ¡Ah juventud! ¡Ah hermosa piel!).
Es justamente Proust el que viene a mi mente después de conocer a Rango, protagonista de Rango, camaleón domesticado que se imagina histrión de un mundo sin límites –“you´re a very lonely lizard”, le dicen al principio: y sí. Rango habita su terrario hasta que, tras un accidente en carretera de sus dueños, queda desamparado en medio del desierto. Tras vagar sin agua durante varias horas, Rango conoce a Beans, una lagartija mensa y encantadora que lo conduce hasta el pueblo de Dirt, azotado por la sequía, culpa de su alcalde y cacique quien administra la última cisterna del lugar.
Rango aparece y, gracias a su torpeza –y no a pesar de–, logra emancipar a Dirt de varios de sus tormentos westerneros, comenzando por los gunslingers –un halcón, una cascabel, etc. La sed, el desánimo, el yugo del alcalde y el amenazante desierto serán pruebas que Rango deberá superar. Sus premios serán el respeto de los habitantes y el amor de Beans. Y su confianza.
II
En los primeros minutos de la historia, vemos a Rango escenificar una obra de teatro que abreva de Shakespeare y algunos cuentos de hadas, y que narra y protagoniza él mismo. Tras criticar a sus compañeros de escena –una palmera de plástico, una cucaracha muerta y un pescadito de cuerda– por su actuación tan sosa, Rango se para frente a nosotros y postula una pequeña tesis: “El escenario nos espera, el público está ansioso de aventuras. ¿Quién soy yo? ¡Puedo ser cualquier persona!”. Acto seguido, Rango enumera una serie de personajes posibles –un capitán, un Indiana Jones, un amante latino– y, finalmente, da con el hilo negro de su existencia: lo que Rango –lo que cualquier personaje– necesita es el conflicto. En ese momento, el coche de sus dueños da de tumbos y Rango es expulsado del terrario: el conflicto aparece. Yo, la verdad, creo que todo lo que de aquí en adelante sucede, es obra de la mente pacheca de Rango.
Aquí es cuando Rango me recuerda a Proust –cuando afina y modifica mi lectura de Proust. Las primeras líneas de En busca del tiempo perdido:
Durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V.
son, si se quiere, una hipótesis de lo que Rango escenifica: él mismo se convierte en el tema de la obra, en un pueblo polvoriento, en una batalla, en la rivalidad de Rango y Rattlesnake Jake. Dicho de otra forma: Marcel –el recuerdo– es objeto de Marcel –el memorioso–, así como Rango –el personaje– es objeto de Rango –el creador.
Jack London desarrolló una variación del tema en El peregrino de las estrellas (The Star Rover), donde un profesor encarcelado, apandado y condenado a muerte, toma consciencia de otras vidas. “Nacemos ya con recuerdos de terror”, dice el profesor Standing: su fundamento es tan o tan poco científico como el de Rango, o el de En busca del tiempo perdido, pero da igual: las primeras palabras de la novela de London –“Durante toda mi vida he tenido consciencia de épocas y lugares en donde jamás había vivido”– son capaces de resonar en cualquiera de nosotros, y lo han hecho también en la mente de Rango, solitaria lagartija entre solitarias lagartijas.
III
Algo similar a la estructura de Rango sucede en Mulholland Drive. En ella, una actriz gana un viaje a Hollywood en un concurso de baile, se queda dormida, marcando así el resto de la trama –rarísima mezcla de crímenes, delicioso sexo, amnesia, fracaso y soledad infernal– como la posibilidad de un sueño, y de un sueño dentro de otro sueño, hasta que despierta. En Rango el personaje no despierta nunca: asumimos que vivirá por siempre atorado en su fantasía.
IV
En el mismo texto sobre Hawthorne, Borges esboza una historia de la metáfora del sueño como representación de teatro. Está, dice, en los versos de Góngora:
El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado,
sobras suele vestir de bulto bello.
Y sigue:
En el siglo XVIII, Addison lo dirá con más precisión. “El alma, cuando sueña —escribe Addison—, es teatro, actores y auditorio.” Mucho antes, el persa Umar Khyyam había escrito que la historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad; mucho después, el suizo Jung, en encantadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños.
Rango está inscrita en esa línea. Aun más: la película toma la metáfora –o la broma– tan en serio, que ningún gesto suyo nos hace pensar que todo se trata de un sueño, salvo uno: el momento en que Rango salta de su monólogo sobre de la ficción y el conflicto al conflicto mismo; es decir: saltamos bruscamente de un plano objetivo a un plano subjetivo.
V
Rango es, además, una película divertidísima, animada con todo el cariño del mundo (hay que notar, por ejemplo, las tres o cuatro formas de parpadear de su protagonista). El margen de humor va de lo escatológico (“I once found a human spinal column in my feces”, dice un animalejo por ahí) a lo autoparódico (“Stay in school, eat your veggies, and burn all the books that ain't Shakespeare”) y, a menudo, roza lo drogadicto. Rango cuenta, también, con la mejor actuación de la fofa carrera de Johnny Depp, que llenó la voz del camaleón de inflexiones, humor y energía. (Las animaciones, al parecer, le van bien a ciertos actores: Toy Story cuenta con la mejor actuación de Tom Hanks; lo mismo con Shrek y Eddie Murphy).
Ah: olvidé decir que Rango está llena de citas, plagios y alusiones a Sergio Leone, High Noon, Blazing Saddles, Clint Eastwood, No Country for Old Men, Héroe de las mil caras, Paris, Texas; Fear & Loathing in Las Vegas, a los sueños de Dalí, del Quijote, Los piratas del Caribe (¿o es a Johnny Depp?), Barrio chino, La guerra de las galaxias, Apocalipsis ahora, Bugs Bunny en What’s opera, doc?, Coyote Wile E., las tragedias de Esquilo, Shakespeare, Dante, Homero, Virgilio, el Gilgamesh y a todo aquello que podamos exprimir del cine, de la cultura, o de la redonda memoria.