Desde que sus primeras obras aparecieran en los escenarios ingleses e irlandeses, el trabajo de Martin McDonagh causó sensación. La crítica no pudo ser más elogiosa, el autor ganó varios premios, e incluso cuando su trabajo era cuestionado por su afinidad a la caricatura colonial del irlandés y sus circunstancias desesperanzadoras y patéticas, aunque cómicas, se rescataba la irreverencia de McDonagh. Señalado como el escritor más importante en el teatro irlandés desde John Millington Synge, con quien se le compara, McDonagh nació en Londres en 1970, donde vivió hasta que sus padres regresaron a Irlanda, específicamente al oeste de la isla, donde pasó los veranos de su infancia.
La geografía es una clave para aproximarse a la obra teatral y cinematográfica de McDonagh. El oeste irlandés tiene una fuerte presencia en las artes, un proceso que no representa la realidad, sino imágenes del país que forman parte de su identidad. El paisaje expresa un ideal nostálgico, una emoción inspirada por el lugar que nos contiene y nos liga como parte de una comunidad. El paisaje es el vínculo personal que renueva el valor de los ancestros y sus hechos y que llamamos historia, un conjunto de representaciones que ilustran una aspiración.
A pesar de su presencia en el arte nacional, el oeste sigue siendo un lugar remoto donde subsisten comunidades que hablan irlandés, un idioma minoritario condenado a desaparecer salvo en esa región y en las islas Arán. El oeste es un lugar salvaje e inhóspito. Dándoles una opción ante el infierno, Cromwell desplazó a los vencidos a Connaught, el nombre de la región. Un exilio. La dura belleza del paisaje y su aislamiento explica la fundación de monasterios entre las rocas escarpadas y azotadas por el viento que pica el mar alrededor. La expiación.
Hay imágenes canónicas de esas representaciones. Quizá Paul Henry haya producido la más popular, pero el paisaje idealizado ha tenido otros pinceles como Sean Keating y, con un lenguaje más internacional, Donald Teskey, formando una cadena de imágenes relacionadas con el lugar original, facetas de la escena primaria que llamamos patria.
La elección de un lugar tan específico y al mismo tiempo abierto no se explica solo porque McDonagh vacacionó allí, sino porque el oeste fue importante para Yeats y Lady Gregory, para John Ford en el cine y para Synge, que lo ve como un mito compensatorio.
Synge cambió la perspectiva sentimental sobre el oeste, haciendo extraño lo habitual y viceversa, perturbando a sus espectadores por la brutalidad con la que sus personajes decepcionaban las expectativas, proponiendo en cambio un mundo pastoral sombrío en el que la ley, el estado, la familia y la religión son insuficientes.
En el gótico rural de McDonagh, el realismo convive con el artificio. La tenue diferencia entre la ficción y los hechos se borra para crear un efecto de extrañeza ante lo habitual, como sucede con la presencia de la vieja que desde la otra orilla de la bahía hace señas, como quien jalara un hilo invisible y se aparece entre la neblina con todo su prestigio de sacerdotisa antigua. Banshee es el nombre de un ser al que se reconoce por sus aullidos. Es una figura mítica que habita el folklore. En medio de la brutalidad, el símbolo, otra realidad que vibra dentro de esta.
Aunque la acción de Los espíritus de la isla transcurre en 1923, durante la guerra civil, su sencillez primitiva la sitúa fuera del tiempo, como las fábulas. McDonagh ha dicho que el carácter sombrío de The playboy of the Western world, obra de Synge, lo cautivó. La falta de salidas, la ausencia de emociones y de oportunidades es lo que vincula a estos escritores, y lo que le transfiere a la obra de McDonagh la sensación de ser una traducción no solo del lenguaje originario (el irlandés o gaélico), sino del “modelo” elegido, es decir, de Synge. Esta mezcla de melodrama, gran guiñol, teatro que puede también serlo para marionetas, sentido macabro del humor, gusto sádico por lo gore, la reescritura de la tradición y de Synge, crea un palimpsesto dramático y grotesco, genuinamente artificial.
Una de las razones para elegir el oeste de Irlanda como escenario es el aprecio por la sencillez arcaica que cobija la subsistencia del gaélico y de un inglés propio de la región, que “traduce” y recrea el idioma original. Sintaxis, vocabulario y ritmo crean un idioma mixto. Synge fue el maestro de esta entonación, porque comprendía el gaélico y sabía utilizarlo para que sus personajes se expresaran con voz propia. El resultado es poético y brutal, una danza interrumpida por la agonía. McDonagh usa la risa para pinchar la imagen pintoresca que en su desesperación es cómica, una “realidad” inestable, parte del cliché que se presenta bajo una luz irónica. En el oeste de McDonagh no hay consuelo.
Aunque su obra parte del teatro, McDonagh ha declarado tenerle poco respeto. Él se considera cineasta admirador de Tarantino, quizá por lo repentino y naturalmente brutal, injustificable pero aceptable, de una violencia cómicamente siniestra. Entre sus películas, Escondidos en Brujas es la más conocida por su eficacia cómica. En ella participan ya Colin Farrell y Brendan Gleeson, los actores que 15 años después se reunirían de nuevo para hacer Los espíritus de la isla, que acaba de ganar tres Globos de Oro y está nominada para el Oscar.
Uno de estos premios recientes lo ganó Colin Farrell como mejor actor cómico. El mundo de McDonagh es desconsolador, pero hilarante. El espectador es convidado a un rito que consiste en burlarse no de ese mundo arcaico, sino de la imagen que se le ha impuesto. McDonagh vislumbra la comicidad en las situaciones desesperadas, en los patrones lingüísticos, en las heridas causadas por la convivencia, en la claustrofobia, en el aislamiento, en las apariencias y complicidades urdidas con la violencia, con los lugares comunes, todo es materia para desacralizar y exponer el mundo en su patética pequeñez. Y sin embargo los personajes son entrañables. Lo que interesa es examinar los puntos de contención y ruptura que hacen de las relaciones humanas un arma de doble filo. La amistad, por ejemplo, que súbitamente cambia de signo.
En el corazón de Los espíritus de la isla están las intermitencias del corazón, los afectos y costumbres que dejan de existir volviéndose un vacío cuya gravedad arrastra la existencia. El cambio repentino e inexplicable del amigo deja detrás un hueco que se extiende al resto de la vida cotidiana, destruyéndola. En ese proceso, la vida de la aldea se manifiesta muy distinta del silencio y la entrega al trabajo. El proceso de destrucción anímica del amigo abandonado encarna el de una comunidad violenta, salvaje, guiada por las peores pasiones, un mundo estrecho y confinado, mezquino y rencoroso que pringa a los personajes de sospechas y pruebas de pertenencia. Estos personajes no son impostores, sino carceleros que se vigilan unos a otros en Inisherin, la isla que los aprisiona.
En este mundo, la brutalidad estalla en cualquier momento y es injustificada, empleada solo porque hace reír, como el lenguaje ofensivo y la destrucción de los ideales que alimentan el sentido del humor negro –según algunos, un naturalismo grotesco.
McDonagh cultiva la risa demoníaca, que se complace en la exhibición de la humanidad presente en el teatro inglés: una cadena de nombres irlandeses como Sheridan, Wilde y Shaw, extranjeros en una cultura que por otro lado también es suya, algo que recuerda las propias circunstancias de McDonagh, inmigrante de segunda generación. Toca a quienes no pertenecen enteramente a una cultura advertir sus puntos de desmoronamiento. En su ensayo sobre el humor, Terry Eagleton ha llamado al demonio “deconstruccionista”, porque se encarga de desmantelar las ambiciones angélicas que se pretenden universales, y mostrar su debilidad sofocante. El diablo reacciona contra el sentido demostrando su ausencia, incluso su imposibilidad. Si no fuera por el demonio, el mundo se colapsaría en la unicidad. Extralimitada, la risa convulsa del diablo se libera del “principio de la realidad”. El demonio desfigura la tiranía de la inteligibilidad del mundo. Su risa es la pérdida radical de la inocencia.
Esto explica que haya espectadores alérgicos a la obra de McDonagh porque la consideran una caricatura del aldeano sucio, feo y peligroso que recuerda la caricatura colonial, la distorsión de la identidad (personal, profesional, civil, de ciudadanía, el recuerdo mismo), el estereotipo creado por la prensa inglesa del XIX y presente hasta bien entrado el XX. La caricatura siempre se usó para criticar a los poderosos volviéndolos ridículos, pero también para amplificar un rasgo volviéndolo el todo. La caricatura minimiza, pero enriquece la percepción sobre un personaje o una situación a la que puede reducir mediante el humor, los opresores reflejados en el espejo deformante.
La Irlanda de Martin MacDonagh emerge con la fuerza del rito y recuerda las tragedias aldeanas de Lorca por su ubicación rural, también por la amargura de algunos de los personajes. En sus obras de teatro anteriores, el mundo que examina es cómico y simultáneamente trágico, un mundo que en su avance sinuoso muestra aspectos que no habíamos advertido.
Los espíritus de la isla reúne las dos formas de percibir el mundo, que son alternadamente cómicas y tristes, cualidad que le permite evitar los riesgos de la memoria sentimental y del melodrama familiar. La película abre con una toma espacial, el campo visto desde las nubes que se disipan para aproximarnos a lo que todavía podría ser una nave espacial detenida en el aire, hasta que el campo se divide y aparecen las bardas de piedra que dividen las parcelas húmedas y lustrosas.
Es un mundo diminuto hecho de piedra, cavado en la piedra, elemental, un ámbito mínimo en el que no hay secretos. La ronda diaria del chismorreo los mantiene informados, y de estos cuchicheos depende la posición en la comunidad. Es un mundo áspero bajo una cobija empapada, un mundo hostil y encerrado, dedicado a juzgar a los demás. La vigilancia y un futuro sombrío hacen que la única salida sea dejarlo atrás.
Tanto el pueblo como los personajes sugieren cuadros, aspecto pictórico que McDonagh favorece para transmitir la belleza melancólica de la historia. Son encuadres que favorecen la intimidad de algo preverbal. El silencio de alguien que mira desde fuera, el rostro reflejado en la ventana bajo la luz velada pero fulgurante, esa humanidad que es motivo de cuidado especial no solo para lograr una película estética, sino para hacerla memorable.
McDonagh ignora la veneración al mundo rural y, como Brueghel, muestra al pueblo entero en los momentos menos decorosos. El fin de una amistad tiene una veta carnavalesca (el mundo al revés) pero sombría. El derrotero sorprendente y trágico también puede leerse como una parábola. Más que la anécdota, lo que importa es el significado de una acción que arrolla la costumbre. Nos enseña que el afecto es algo que debe ganarse y querer conservar, pero que también puede perderse injustamente. La arbitrariedad de las emociones exige preguntarse dónde termina el humor y comienza la violencia que no busca ver el lado contrario sino destruirlo. Trágico y banal, un mito cultivado en el exilio, terrible y terriblemente cómico, el mundo de McDonagh representa el riesgo del humor demoníaco que, al romper el cauce, no reconoce responsabilidad moral ni sentido existencial. En el gótico rural no hay lugar para la complacencia, pero tampoco para la culpa. ~