Con una refinada ironía, Anatomie d’une chute (2023) recibe al espectador que observa una pelota caer por las escaleras del interior de una casa. La obertura –que se encadena a una curiosa melodía en loop que desata la trama– activa múltiples funciones. Por un lado, se trata de una escena que la directora Justine Triet copia de The changeling (1980), el filme de horror de Peter Medak. También es una forma de relativizar un hecho que resume las intenciones de la película: ¿la pelota cae o solo rebota? Todo esto para contar la historia de una muerte y restituir la dinámica –vedada al público– de una familia. Como ya sabemos, “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, así que Triet desglosa a esta familia con un zoom que parece un escalpelo y, lo que es más intrigante y difuso, ensaya preguntas sobre la justicia y la búsqueda de la verdad como principio moral. Anatomie d’une chute (en español, “Anatomía de una caída”), cuya ambientación nevada, ciertos planos e incluso el corte de cabello de un niño recuerdan a El resplandor (1980),también retoma elementos del imaginario fílmico que, aquí, son visiones quiméricas, fabulaciones, a veces sin fundamento.
El cine francés reciente, por alguna razón, interroga y pone en duda el funcionamiento de la justicia. Películas aclamadas en festivales y filmes populares participan de esta conversación que probablemente apunta a la revisión de la moral de esta época. Saint Omer (2022) de Alice Diop, que ganó el León de Plata del Gran Premio del Jurado en la Muestra de Cine de Venecia, narra el juicio de una inmigrante senegalesa que abandonó a su hija de quince meses en una playa del norte de Francia. El proceso de la joven estudiante, que polemiza la maternidad, es seguido por una escritora, también de origen senegalés y recién embarazada, que planea escribir una versión moderna de Medea, y que encuentra en la vida de la acusada sus propias incertidumbres.
La comedia de François Ozon Mi crimen (2023) recrea los tribunales parisinos de los años treinta para abordar un asunto donde una actriz joven y sin éxito confiesa haber matado a un productor que, a cambio de ser su amante, le ofrece un proyecto; ante la negativa, él intenta violarla. La autoacusación, una estrategia para volverse famosa à la Violette Nozière y conseguir buenos papeles, da réditos, pero pronto aparece una vieja gloria del cine mudo que asegura ser la verdadera asesina –Isabelle Huppert jugando a ser la Norma Desmond empolvada y arribista de Ozon, que con esta película llevó a más de un millón de espectadores a las salas de cine de su país.
Por su lado, la película de Triet, Palma de Oro en Cannes y nominada en las principales categorías de los Premios del Cine Europeo, sigue el proceso judicial para determinar el motivo de la muerte de un hombre que cae por la ventana del ático de su casa en los Alpes franceses. Luego de que Daniel, su hijo de once años, lo encuentra sin vida, ya cubierto por una fina capa de nieve, comienza la investigación que descascara el conflicto de igualdad del matrimonio de Sandra y Samuel, dos escritores, ella alemana y él francés, que han decidido criar a su hijo en un terreno que consideran neutro: la lengua inglesa.
Estas películas de tribunales, que recuerdan al cine de Billy Wilder y en especial a Testigo de cargo (1957), surgen en el país donde se inventó la guillotina, el instrumento de horror de la justicia de la Revolución francesa que consistía en igualar las penas sin hacer distingos de clase, rango o condición de los inculpados y que, curiosamente, fue considerado en su día como un recurso judicial humanizador. Con sus respectivas aproximaciones, estas películas no son concluyentes; su ambigüedad falsea los procesos que describen.
Para desmontar la historia familiar, Triet disecciona los mecanismos para encontrar la verdad de lo ocurrido. Es aquí donde se funda la singularidad de Anatomie d’une chute, donde los procedimientos judiciales, como la recreación de la caída –accidental, voluntaria o por fuerza de otra persona– con utilería y de manera gráfica, son representaciones que enturbian la verdad. Cuando se descubren en el juicio y no en otro espacio los problemas entre Sandra, que tiene una carrera exitosa, y Samuel, que, en oposición, es un escritor frustrado que no ha logrado trascender, se exponen las hipótesis de la muerte. El tribunal es el medio para contar la historia.
Aunque Sandra no cree en la idea de un suicidio, por recomendación de su abogado apela a ese recurso. La película la descubre capaz de mentir para evitar la condena. A veces, tanto la defensa como la acusación se muestran a través de las visiones del hijo ciego, cuyo problema de visión es parte de los conflictos del matrimonio. Es él quien ve el relato del abogado acusador. Como si se tratara del reverso –venganza o deconstrucción– de Vértigo (1958) de Hitchcock, Sandra forcejea con Samuel durante una discusión que termina en la caída o empujón que lo mata. Quizá Sandra, a la que interpreta con quirúrgica contención la actriz alemana Sandra Hüller, es una mujer fatal. ¿No se trata acaso de un término inventado por los franceses para describir un arquetipo femenino?
Más dudas surgen cuando Daniel da su testimonio frente al jurado. Triet acude a un flashback, el recuerdo de una plática entre él y su padre, pero también un lyp-sync, la sincronización de los labios del padre, pero con la voz del hijo: una capa, la memoria, sobre otra, la reelaboración de la memoria. El filme pasa incluso por el terreno de la traducción cuando Sandra pide a la jueza expresarse en alemán: es incapaz de dar detalles en lengua francesa de lo que quiere expresar, necesita echar mano de la interpretación para darse a entender con cabalidad. El proceso incluso se aproxima al problema de nuestra época, el de la creación como prueba irrefutable de verosimilitud. A la escritora se le acusa de haber anunciado el asesinato en una de sus obras literarias, es la moral cobrándole sus deudas al arte. El dilema de la pelota que cae al inicio del filme se prolonga en un continuo rebote de ideas, cavilaciones, posibilidades, interpretaciones.
Anatomie d’un chute, que a priori miente si se le juzga por el cartel que muestra a una pareja riendo sentada en la mesa de un bar, es la película más especulativa de las que han ganado la Palma de Oro en Cannes en los últimos años. Tras la estela visceral que dejaron Parásitos (2019), Titane (2021) y El triángulo de la tristeza (2022), la obra de Justine Triet es cine cerebral, cargado de inquietudes y reflexiones intelectuales. Recuerda a Blow up (1966) de Antonioni, aclamada en el mismo festival hace casi sesenta años, y en la que otro recurso, el de la amplificación de una imagen, vuelve borrosa la comprensión de la realidad y su representación. La película de Triet es una pulida obra que satiriza la búsqueda de la verdad, en la que el cine es una forma de pensamiento, una lupa y el registro de los enigmas, malestares y proyecciones de un momento. ~
es periodista cultural, crítico de cine y traductor literario.