Con el frío aumenta la claridad

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Fue muy calmante poder leer en su libro póstumo, Mis premios, que Thomas Bernhard, el gran invectivo, había sido beneficiario de varios premios literarios, y que incluso los agradeció con discursos escritos adrede. La razón en su caso no era la vanidad sino la necesidad de dinero, pero aun así, en las palabras pronunciadas al recibir el Georg Büchner, Bernhard introdujo una de sus paradojas: “Tenemos, decimos, derecho a la justicia, pero solo tenemos derecho a la injusticia.”
La historia de los premios en todas las artes es un cúmulo de injusticias y glorias efímeras (más llamativas cuanto más importante es el galardón, por ejemplo el Nobel), pero el cine, por su particular carácter suntuario y su recia base comercial, es el más propenso a la exaltación de lo irrelevante.

Ninguna de las películas reconocidas por las academias cinematográficas, que en los tres primeros meses de cada año dan a conocer su palmarés, es del todo mediocre, y hay una, De dioses y hombres (ya comentada en esta sección y muy distinguida en los César de la Academia francesa), de verdadera calidad, pese a su sutil tendenciosidad cristiana. Tampoco es irrelevante Pa negre, que barrió en los Goya españoles después de haber barrido, en una de esas curiosas anomalías dúplices del país, en los premios que da la Academia del Cine Catalán. Lo lamentable en el caso de Pa negre es que el reconocimiento le llega a su director Agustí Villaronga, uno de los grandes nombres de nuestro cine, por su obra menos personal, un ejemplo de un género atávico que encuentro insoportable y llamo cine de tazón, en este caso agravado por ser el sólito tazón de leche infantil ingerido –en las cocinas de la posguerra– con numeroso acompañamiento de chillonas mujeres de luto y hombres con boina. No sería Villaronga el excelente cineasta que es si no hubiera en este filme convencional momentos de singular belleza sesgada, y solo queda desear que su abultado triunfo le permita al autor llevar a la pantalla su más querido y eternamente aplazado proyecto, la adaptación de La muerte y la primavera, la obra maestra de Mercè Rodoreda.

En los Goya, el derecho a la injusticia le correspondió plenamente a También la lluvia, la película más ambiciosa y lograda de Icíar Bollaín, siendo a mi juicio también merecedora de algún premio más de los que obtuvo Buried, el sofisticado tour de force de Rodrigo Cortés, una nueva demostración de la inesperada pujanza de la narrativa de terror en el cine español actual. Todo eso, naturalmente, sin entrar en el capítulo más sangrante de las injusticias propias a todo concurso de méritos juzgado por seres humanos y gremios de intereses: el de las nominaciones disparatadas y las posibles candidaturas omitidas. La pedrea humanitaria, a la que tampoco escapan estas rifas anuales, tuvo algunas semanas antes de su corolario en la acumulación de distinciones otorgada por la Academia del Cine Europeo a El escritor (The Ghost Writer), el brillantísimo pero a la postre banal ejercicio narrativo del perseguido Polanski.

Por razones obvias, los premios fílmicos que tienen más repercusión son los anglosajones, los británicos BAFTA, los de la crítica extranjera en Estados Unidos y, por supuesto, los Oscars. Indignarse con el historial de las estatuillas distribuidas por Hollywood en su larga historia es una tarea inane y agotadora, en la que no voy a incurrir. Este año había varias películas consistentes, aunque el frecuentador de estas páginas ya sabe –si me lee y, más aún, si me recuerda– que fui inmune a las solicitudes de La red social y esperaba más, mucho más, del western de los hermanos Coen. Ganó de manera arrolladora El discurso del rey, un alivio comparativo teniendo en cuenta que su máxima rival era Cisne negro. Las dos últimas comparten un motivo que los académicos norteamericanos encuentran irresistible: la invalidez de los protagonistas. Esto, que podría constituir un asomo de genuina benevolencia compasiva por parte de los curtidos trabajadores de la gran industria, se afirma históricamente como una débil sumisión al alarde por parte de los respectivos actores de toda la gama de discapacidades físicas y tics de insania que aquejan a sus personajes y suelen ser, en finales felices, superados a base de denuedo. Solo recuerdo un título en el que el mérito cinematográfico igualase la nobleza de la causa, El milagro de Ana Sullivan (en inglés The Miracle Worker, 1962), cortante y patética recreación de Arthur Penn del caso verídico de Helen Keller, la niña ciega y sordomuda curada y recuperada para la sociedad por su profesora Ana Sullivan; sus dos actrices centrales, Anne Bancroft y Patty Duke, ganaron Oscars, habiendo sido nominados el director y el guionista.

Este año han triunfado la tartamudez del rey Jorge V (que interpreta con su habitual aplicación Colin Firth) y la esquizofrenia de la bailarina a la que da cuerpo más que alma la extraordinaria actriz que es Natalie Portman, maltratada por los efectismos dramáticos y los espasmos de cámara propios del absurdamente encumbrado Darren Aronofsky. El discurso del rey se ve, al menos, sin trompicones; Tom Hooper, su primerizo director, es un competente artesano, un filmador de corte televisivo, muy bien servido por el magnífico plantel de los secundarios y el empaque con el que el cine británico reviste sus evocaciones de época, sobre todo las del período de entreguerras.

Terminadas las ceremonias de premiación, recaudadas en taquilla las cantidades correspondientes a esas operaciones de renombre y olvidadas en poco tiempo la mayor parte de las obras galardonadas, tengamos un pensamiento para la helada cosecha de los no premiados. En la mañana del día en que recibía el premio de literatura de la libre y hanseática ciudad de Bremen, a Thomas Bernhard, inquieto y dudoso en la habitación del hotel, se le ocurre la frase que dará sentido y le hace terminar en pocos minutos su alocución de gratitud: “Con el frío aumenta la claridad.” ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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