Desde hace un par de años he escrito y editado varios textos que intentan responder una pregunta: ¿quĂ© le falta a Harry Potter? MĂĄs allĂĄ de sus ventas astronĂłmicas, de su abultadĂsima taquilla, de sus insoslayables mĂ©ritos como producto de entretenimiento masivo, siempre he tenido la impresiĂłn de que los libros y pelĂculas de Harry Potter, como historias de fantasĂa, como mitos, se quedan cortos. He especulado que quizĂĄs el problema viene de la premisa inicial, de la edad del protagonista (¿cĂłmo puede hacerle frente al mĂĄs malo de los magos un chico de 17 años?) y que la ejecuciĂłn de las cintas tampoco ayuda (jamĂĄs han encontrado el tono adecuado; han cambiado de directores como yo cambio de calcetines; intentan darle cohesiĂłn a una trama episĂłdica). Mientras tanto, esta revista, tambiĂ©n, ha postulado otras teorĂas: Harry debĂa morir al final; el desenlace de Rowling es condescendiente y empalagoso; el epĂlogo es anticlimĂĄtico.
No hay mucho que agregar despuĂ©s de ver la octava y Ășltima pelĂcula. Sin embargo, antes de cerrar el telĂłn, me atrevo a arrojar una Ășltima hipĂłtesis sobre la tibieza de, por lo menos, las Ășltimas cuatro cintas.
Habiendo visto la serie entera, puedo afirmar que la tercera y cuarta pelĂcula son, sin duda, las mejores de la saga. Como ya se ha dicho en otros medios, Alfonso CuarĂłn es, en tantos sentidos, el responsable del Ă©xito de la serie en cine. A pesar de haber recaudado menos que cualquier otra cinta del joven mago miope, su pelĂcula, Harry Potter and the Prisoner of Azkaban, marca el instante en el que la producciĂłn comenzĂł a tomar riesgos. Al correr a un mero traductor de la trama de Rowling para contratar a un artista que se atreviĂł a reinterpretar el universo de Hogwarts, el equipo detrĂĄs de Potter ganĂł independencia frente a la fuente original mientras intentaba, por primera vez, crear una adaptaciĂłn que filtrara, a travĂ©s de la sensibilidad de un director hecho y derecho, la narrativa de los libros. El resultado es una pelĂcula que se ve y se siente completamente distinta a sus predecesoras. La cinta de CuarĂłn se despide de la aburrida limpieza que introdujo Chris Columbus al proceso, y le da la bienvenida a una paleta cromĂĄtica nebulosa, invernal, oscura. Los villanos, por primera vez, brincan la frontera infantil y se permiten ser macabros y desagradables. La cuarta adaptaciĂłn, dirigida por el britĂĄnico Mike Newell, es, en mi opiniĂłn, la mejor de todas. Partiendo de un mejor libro que el tercero (mĂĄs activo y tenebroso, con un final estremecedor), Harry Potter and the Goblet of Fire no sĂłlo respeta la reinterpretaciĂłn de CuarĂłn sino que es, por mucho, la cinta que mejor retrata el temperamento adolescente de sus protagonistas, y, tambiĂ©n, la mĂĄs divertida de la saga. AdemĂĄs, la pelĂcula de Newell es genuinamente terrorĂfica. La secuencia en la que Voldemort reencarna luce por su carĂĄcter ominoso y porque se permite entrar al terreno de lo grotesco (ese feto entrando a la olla sigue siendo la mejor imagen de la serie).
Tras la cuarta adaptaciĂłn se anunciĂł que David Yates, veterano de series de televisiĂłn britĂĄnicas, se sentarĂa en la silla del director. Y despuĂ©s de ver sus cuatro esfuerzos consecutivos podemos hacer una crĂtica informada.
Vamos, primero, con lo bueno. Las cuatro pelĂculas finales tienen una atmĂłsfera que se ve aĂșn mejor lograda que la de CuarĂłn. No hay secuencia que ocurra en un lugar que desentone o que luzca plano y hecho a la ligera. Las bĂłvedas de Gringotts, imaginadas por Columbus como una ridĂcula montaña rusa de Disneylandia, aparecen en la octava pelĂcula como hermanas de las cavernas de Moria: sombrĂas, silenciosas e inmensas. El Ministry of Magic, y sus muchos platĂłs secundarios, es, en la quinta y sĂ©ptima cinta, impresionante. Y la cueva a la que entran Dumbledore y Harry, en la que encuentran el pendiente, es torva y gĂ©lida. Asimismo, Yates es un solvente director de actores. Bajo su tutela, Daniel Radcliffe, quien interpreta a Harry, creciĂł como histriĂłn, mientras que el resto del elenco, desde los chicos de Hogwarts hasta la centena de venerados actores britĂĄnicos que redondean la producciĂłn, rara vez da un registro falso. Gary Oldman, Jim Broadbent y Alan Rickman son, en particular, lo mĂĄs sobresaliente de la saga, y los tres dieron sus mejores –o sus Ășnicas- actuaciones en las cintas que dirigiĂł Yates.
Ahora, lo malo. A diferencia de CuarĂłn y Newell, Yates da la impresiĂłn de ser un director arrĂtmico. Si me permiten establecer un paralelo, pensemos en las pelĂculas de Hollywood como canciones de pop. Como en un sencillo de Lady Gaga, el Ă©xito de una cinta palomera gravita en torno a la capacidad del cantante o el director para manejar dos cosas: la esperanza y el hambre del escucha/espectador. Las pelĂculas de verano, como las canciones digeribles, deben saber lo que quiere el pĂșblico (ese coro; ese clĂmax) y debe saber cuĂĄndo lo quieren, cuĂĄndo dĂĄrselo y cĂłmo dĂĄrselo. Un coro que entra sin mayor anticipaciĂłn, impaciente, que no espera a ser necesitado es, por mĂĄs pegajoso que sea, poco efectivo. La calma (la estrofa; las secuencias con mucho diĂĄlogo) debe dosificarse: necesitamos la oscuridad para apreciar la luz, necesitamos de tranquilidad para que la turbulencia –de un requinto; de una batalla- nos estremezca. Esas son las reglas, y son parte importantĂsima del arsenal de un buen director palomero. Bien editada y ensamblada, la calma previa al clĂmax causa angustia, manos sudorosas sobre el respaldo… nervios. Y Yates sufre, al mismo tiempo, de impaciencia y de apatĂa. Es un director que no tiene empacho en pedirle a sus actores que hablen en un perpetuo ralentĂ (como Bill Nighy en la sĂ©ptima o como Rickman en la octava) y, por otra parte, parece siempre tener prisa de dar por iniciada la secuencia climĂĄtica.
Ignoro si Yates estuvo involucrado en el proceso de adaptaciĂłn de los libros, pero parto de la base de que asĂ fue. Por lo tanto, lo culpo a Ă©l –y no a Steve Kloves o Michael Goldenberg- por reducir o ensanchar las mejores y las peores escenas que escribiĂł Rowling. Y, por supuesto, es Ă©l el culpable de la pobre ejecuciĂłn de muchas de estas. ¿La conmovedora conversaciĂłn, despuĂ©s del asesinato de Sirius, entre Harry y Dumbledore? Un insatisfactorio minuto y medio, que prescinde del llanto de Dumbledore, en el que Harry se mantiene impĂĄvido, como un chico al que le han avisado que se tiene que quedar en la escuela a limpiar las bancas. ¿El beso que –por fin- se dan Hermione y Ron? Filmado en un ĂĄngulo que no permite ver nada mĂĄs que la nuca de Weasley, en un instante que dista de ser romĂĄntico. ¿La magnĂfica escena en la que Nagini aparece desde adentro del cuerpo de una anciana? Diluye toda la tensiĂłn cuando la escena muta del suspenso al horror sin previo aviso, como un disco rayado. ¿La muerte de Remus y Tonks? Reducida a una sola imagen de dos cuerpos en el piso. Mientras tanto, las secuencias que introduce o dilata revelan a un director reacio a usar la tijera. Rufus Scrimgeour se tarda quince años en darle tres mĂseros regalos a Harry, Hermione y Ron; cada vez que Neville aparece en la octava cinta, el ritmo se detiene (¿quĂ© diablos nos importa Neville?); y ni hablemos de los dramas adolescentes de la sexta, que harĂan palidecer hasta al melodrama de Dawson´s Creek.
Viendo las cuatro Ășltimas cintas tengo la impresiĂłn, constante, de que a Yates no le gusta lo que a mĂ me gusta de los libros. Esto, aclaro, no es un capricho. No me disgustan las adaptaciones porque prescindan de mis instantes favoritos. Yates, mĂĄs bien, me parece un director displicente. El contexto adolescente estĂĄ bien manejado en la cuarta cinta porque Newell, veterano de escuelas proto Hogwartianas, entendĂa ese ambiente y, por lo tanto, tenĂa algo que decir de Ă©l. JamĂĄs siento lo mismo con Yates. El propio desenlace de la octava cinta no juega con las expectativas de la audiencia. Todo se resuelve en dos patadas: una caĂda al abismo, de la que Potter sale ileso, y, luego, el mĂĄs estĂĄtico duelo de varitas mĂĄgicas en la historia del cine. Lo mismo se puede decir del final de la quinta y la sexta. Salvo por un nanosegundo de dolor, ¿cuĂĄndo vemos a Harry afectado por la muerte de su padrino? Y la muerte de Dumbledore es la antĂpoda del drama. En el libro, tras ver caer a su maestro, Harry sale, enfurecido, persiguiendo y atacando a Snape. Alrededor de ellos se desata una batalla brutal. La cinta echa por la borda la acciĂłn de Rowling. Harry lanza un par de conjuros, Snape lo paraliza, Hogwarts se reĂșne alrededor de Dumbledore y todos prenden sus varas mĂĄgicas.
Yates es un director que atiende las pausas cuando debe sacudir la historia, que apresura el drama cuando la narrativa se presta para contemplar. Corta lo que no se debĂa haber cortado y mantiene lo que pedĂa a gritos ser excluido (ni hablemos de ese epĂlogo, que es de risa). En sus manos, la trama de Potter se siente impelida por una necesidad de que la historia avance, rapidito, para poder salirnos de la sala. Es una pena. Una serie como Harry Potter ameritaba un mago con mĂĄs trucos en la chistera.