Del Santo al Fauno: Una crónica personal del boom cinematográfico mexicano en España

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Largo tiempo creí que México tenía crepúsculos en blanco y negro, y que la sangre, tan intensa en su mejor literatura, nunca llegaba al rojo en su cine. La culpa de esa juvenil percepción mía la tienen el “Indio” Fernández y los cine-clubs alicantinos de los años sesenta, donde Flor Silvestre, Río escondido y María Candelaria se proyectaban muchos jueves entre películas generalmente polacas que los directivos de mi Congregación Mariana juzgaban –anticipando tal vez el espíritu de la Polonia de hoy– muy edificantes para la juventud católica. En Alicante vi ésas y quizá alguna otra película del “Indio”, en un tiempo en que no podía saber que el inclinado encuadre de sus atardeceres y los claroscuros en el rostro de María Félix tan trabajados por el gran camarógrafo Gabriel Figueroa se debían al paso de Eisenstein por México; mi cine-club no programaba a Eisenstein.

Emilio Fernández fue uno de los nombres más nutritivos de la dieta fílmica de los cinéfilos españoles hasta la eclosión de los Nuevos Cines europeos y americanos, y su caligrafía alambicada y la alta combustión de sus historias una forma casi única de ver “lo mexicano”. Hasta que, siendo yo aún estudiante pero más aventurado en las carteleras, descubrí al Santo. La difusión en España de las películas de terror mexicanas de los años sesenta y setenta, y en especial una que tuvo fortuna hasta en las revistas especializadas, El Santo contra las mujeres vampiro, de Alfonso Corona Blake, anunciaba dos rasgos del gusto contemporáneo: la alta consideración de los géneros y el pujante futuro del gore, si bien las cintas protagonizadas por El Santo, ese benevolente luchador tapado al que se conocía como “El Enmascarado de Plata”, mostraban, siendo en su mayoría en blanco y negro, una sangre más opaca (y menos caudalosa) que la que fluye por las películas actuales de Guillermo del Toro. También nos tomábamos en serio (el grupo de jóvenes críticos que luego, varios de nosotros, seríamos poetas novísimos o novelistas de vanguardia a lo Tel Quel) al director Fernando Méndez, autor de una joya muy recóndita, El ataúd del vampiro, que, siendo de 1958, Gimferrer, Terenci Moix o yo mismo tuvimos que rastrear en las reposiciones de los cines de barrio de nuestras ciudades. Nunca he logrado ver la que por su título más prometía de la serie santística: El Santo contra Capulina.

También por entonces, en 1969, llegaron al Festival de Cine de Benalmádena dos jóvenes directores con sendas películas a cual más rara y osada, La manzana de la discordia (Felipe Cazals) y La hora de los niños (Arturo Ripstein). Pese a estar situado en la plácida Costa del Sol malagueña y tener Benalmádena un alcalde franquista, el festival lo habíamos raptado (ese año y el siguiente) un grupo de críticos y cineastas de Madrid y Barcelona que impusimos en la programación y en los premios el más rampante terrorismo intelectual, hasta que irrumpió la fuerza pública, se llevó detenido al ganador de 1970, Ricardo Franco, y le instruyó una causa ante el temible Tribunal de Orden Público. La manzana de la discordia obtuvo el primer premio del festival, pero el breve film de Ripstein, un anti-relato recalcitrante en el escamoteo de la peripecia y la dilatación del tiempo, nos deslumbró. Ambos amigos, entonces socios de una productora fundada por ellos, se separaron poco después; Ripstein, sin abandonar nunca el carácter culto, intempestivo, desafiante, de su cine, ha sido sin lugar a dudas el autor mexicano más constante, más premiado, más apreciado (y hasta producido, que tiene mérito) en España, a la vez, claro está, que un household name en las pantallas de medio mundo y en los festivales de mayor exigencia.

Por mucho que varias de las películas de Ripstein, así como otras del propio Cazals, de Leduc o Alberto Isaac, lograran a veces una distribución restringida en España (al lado de los melodramas, las fantasías terroríficas o las cintas cómicas más populares de René Cardona, Alfredo B. Crevenna o Miguel Morayta), nunca ha habido, como es por desgracia la norma respecto a las restantes cinematografías latinoamericanas, una comercialización regular del cine mexicano en nuestras pantallas. Tampoco revisiones históricas; yo descubrí a ese narrador impetuoso y de mucho talento que fue Fernando de Fuentes –sobre todo en sus obras realizadas en torno a 1935, El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa!– en un ciclo del National Film Theatre o filmoteca de Londres, siendo Carlos Monsiváis, a quien trataba asiduamente en los primeros años de esa década de los setenta en la que residí en Inglaterra, quien me advirtió del interés de aquel para mí desconocido director. Del mismo modo casual o semi-clandestino pude ver, ya de regreso a España en los ochenta, Doña Herlinda y su hijo, aficionándome al cine de comedia ligera pero aguda de su autor, Jaime Humberto Hermosillo.

A todo esto, iban reapareciendo los “mexicanos” de España. En enero de 1967, un grupo de cuatro jóvenes amigos que escribíamos en la revista Nuestro cine conseguimos, por mediación de Ricardo Muñoz Suay, un encuentro con Luis Buñuel, que acababa de rodar en Francia Belle de jour y tres años después, cuando el gobierno de Franco le “perdonó” el escándalo de Viridiana, volvería a trabajar en su país (Tristana). El gran director aragonés era entonces mal conocido entre nosotros; sólo se había estrenado comercialmente en España Las aventuras de Robinson Crusoe, y por aquellas mismas fechas de 1967 se empezaban a difundir algunas de sus obras mexicanas, Él, Ensayo de un crimen, Los olvidados (con casi veinte años de retraso) y Abismos de pasión, circulando subrepticiamente en los cine-clubs sus tempranas Tierra sin pan y Un perro andaluz. De esa entrevista informal aparecida en el verano de aquel mismo año tanto en Nuestro cine como en Cahiers du Cinéma, y que Buñuel protestaría pretextando no haber oído por su sordera la solicitud del permiso de publicarla que efectivamente nos dio, destacan algunos retratos personales muy ácidos (de ahí seguramente la protesta al verlos impresos) y sus opiniones mexicanas: desde la mención a la “tetuda” actriz Rosita Quintana a sus apuntes sobre la política de su país de refugio, “un país muy tranquilo, muy libre porque nadie habla, es como una balsa de aceite, pero si alguien habla le pegan un tiro”.

En ese mismo diálogo (reimpreso recientemente por Augusto M. Torres, uno de los cuatros amigos entrevistadores, en su libro Buñuel y sus discípulos), el autor de Nazarín cita elogiosamente dos nombres del cine mexicano, “un joven de veinte años”, Arturo Ripstein, entonces aún no aparecido en Benalmádena, y Luis Alcoriza, uno de los exiliados españoles del cine (otros fueron Carlos Velo y Julio Alejandro), del que Buñuel destacaba mucho Tiburoneros y Los jóvenes, y de quien nos dijo: “Está deseando venir a España a trabajar, se la conoce de arriba abajo, ha vivido en la pensión más pequeña del pueblo más perdido”. El extremeño Alcoriza logró su sueño de regresar, después de esperar a que muriera el Generalísimo Franco, pero por desgracia las películas que realizó en su país de nacimiento (Tac tac y la adaptación de La sombra del ciprés es alargada de Delibes) son de lo peor de su filmografía.

También volvió el estupendo guionista y amigo de Bu-ñuel Julio Alejandro de Castro, pero no a trabajar; vivía retirada y oscuramente desde 1986 en el pueblo costero de Javea, donde fui a encontrarle en el verano de 1995 para una serie de entrevistas-retrato que iban apareciendo en El País y luego publiqué como libro (La edad de oro, 1997). Julio Alejandro era una de las personas más geniales que he conocido, y no hablo aquí en función de sus trabajos como escritor de Viridiana, Simón del desierto, Tristana y muchos otros libretos cinematográficos para Emilio Fernández, Alcoriza, Gavaldón o el propio Ripstein junior; su genialidad era respiratoria, convirtiéndose así las horas pasadas a su lado en un acontecimiento festivo, estimulante, enriquecedor. Aquel único día en que le vi (Julio murió de golpe, a los 89 años, apenas dos meses después de nuestro encuentro), desplegó una actividad relatora infatigable: sus recuerdos republicanos de Unamuno y Ortega, su evocación de las trufas “del tamaño de mandarinas” que Jeanne Moreau les sirvió en el D.F. a Buñuel y a él, las muñecas de cristal y los senos de adolescente que Dolores del Río tenía ya cumplidos los sesenta, las tomaduras de pelo a su gran amigo Luis por ser tan baturro –pese a declararse el cineasta enemigo de todo lo folklóricamente aragonés– y por no entender el cine de Ingmar Bergman.

Esta pequeña crónica se tiene que acabar de manera inevitablemente jubilosa. Hace casi quince años, en el festival de cine de San Sebastián, entré a ver sin saber qué una película titulada Cronos, interpretada por un admirado actor argentino (Federico Luppi) y dirigida por un desconocido mexicano. Así empezó el reinado Del Toro en España. Cronos cobró una fama inmediata, se estrenó aquí, hizo los festivales, ganó premios, y sería una perogrullada que yo tratase de glosar la carrera de este gran director de Jalisco tan bien acomodado en el phantasy de Hollywood como en esa modalidad que él mismo ha creado de la ciencia-ficción histórico-gótica sobre la Guerra Civil y la posguerra española. Cuando Del Toro estaba preparando en Madrid El espinazo del diablo se estrenó Amores perros, de González Iñárritu, y cuando ya la había terminado de rodar llegó Y tu mamá también de Alfonso Cuarón. Ellos forman el “trío calavera” del cine mexicano ahora triunfante en el mundo, pero se me ha ocurrido, mientras escribo esto, una duda. ¿Les gustarán a Cuarón, a González Iñárritu, a Del Toro, más jóvenes que yo pero más cinéfilos que nadie, las películas de El Santo? ¿Y las del “Indio”? Tengo que preguntárselo a Guillermo, a quien a veces me encuentro en una librería madrileña comprando cuentos románticos alemanes. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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