En septiembre empieza oficialmente la temporada de caza –de premios cinematográficos, me refiero. Desde el fin de semana pasado, luego de la premiación en el Festival de Venecia que se empalmó con el inicio del Festival de Toronto, los estudios cinematográficos de todo el mundo, especialmente los hollywoodenses, lanzan sus campañas para que alguna o varias de sus apuestas terminen obteniendo algún reconocimiento en los certámenes fílmicos de inicios de año como Palm Springs o Sundance, en las nominaciones de la Critics Choice Association y, por supuesto, en la entrega del Oscar respectivo en marzo del año que entra.
Es muy probable que los filmes triunfadores en Venecia ocupen un lugar de honor en esta temporada, como ha sucedido en años anteriores. Este será el caso de la ganadora del León de Oro Father mother sister brother (2025), el regreso de Jim Jarmusch después de un largo sabático de 5 años desde la comedia zombiesca Los muertos no mueren (2019), y ni se diga de La máquina: The Smashing Machine (2025), la primera cinta dirigida por Benny Safdie sin su hermano Josh, una biopic del campeón de artes marciales mixtas Mark Kerr protagonizada por el exluchador Dwayne Johnson y que obtuvo el premio a la mejor dirección.
En la sección Orizzonti, la película mexicana En el camino (2025), de David Pablos, ganó el premio principal. Ya tendremos oportunidad de ver este filme –que fue definido por un colega como la fusión de Secreto en la montaña (Lee, 2005) con Narcos: México (2018-2021)– en unas cuantas semanas más en Morelia 2025, pues está enlistado en la competencia oficial. En todo caso, la gran sorpresa entre las cintas premiadas fue Songs of forgotten trees (India, 2025), ópera prima de la joven cineasta india Anuparna Roy, quien ganó el reconocimiento a la mejor dirección de Orizzonti.
Esta delicada y poética cinta de apenas 80 minutos de duración, créditos incluidos, está centrada en dos jovencitas, Sweta (Sumi Baghel) y Thooya (Naaz Shaikh), que comparten un pequeño departamento en Mumbai. Sweta –o Lisa, como se hace llamar cuando habla por teléfono– trabaja en un call center atendiendo clientes histéricos, mientras que Thooya es una aspirante a actriz que, en realidad, se prostituye para poder pagar techo y comida entre una audición y otra. Las dos muchachas no solo viven en el mismo espacio sino que, inevitablemente, comparten recuerdos idealizados, sueños imposibles y aspiraciones rotas. Hay una toma fija extendida en la que vemos a las dos mujeres separadas por una pared, enmarcadas por las respectivas puertas de cada habitación, en la que una está lavando ropa mientras la otra limpia el baño. Si alguien tiene la mínima duda sobre si el jurado de Orizzonti se excedió premiando a la debutante Roy por la realización de este filme, hay que ver esta escena en la que la selección del encuadre, los intercambios verbales de los personajes y la interpretación de las dos jóvenes actrices se fusionan para mostrarnos todo aquellos que las separa pero, también, todo aquellos que las une.
¿Seguirá Songs of forgotten trees el mismo camino que la multipremiada La luz que imaginamos (Kapadia, 2024), con la que tiene más de una coincidencia temática y estilística? Ya lo veremos, aunque de antemano adelanto que, por lo menos desde esta trinchera, tiene todos los méritos para hacerlo.
Cruzando el Atlántico, hay varios filmes que han sido presentados en Toronto que también podrían figurar en las nominaciones y premios por venir. En primera instancia, es muy difícil que pase desapercibido Love + War (E.U., 2025), el más reciente largometraje de la pareja de cineastas Jimmy Chin y Elizabeth Chai Vasarhelyi, ganadores del Oscar 2019 por el documental Free solo (2018).
Estamos ante la dinámica biopic de la audaz fotógrafa estadounidense Linsey Addario, ganadora del Pulitzer 2009, madre de dos niños, casada con un comprensivo (aunque crecientemente exasperado) heredero y periodista británico, quien ha viajado por la mitad del planeta, en medio del hambre, de la muerte, del sufrimiento y de la guerra, para encontrar la devastadora imagen perfecta, esa que hará que nuestra vista se detenga un instante para que recordemos qué jodido está el mundo.
Chin y Chai Vasarhelyi juegan con fuego en este retrato de la indómita Addario. ¿Estamos ante una periodista gráfica genuinamente comprometida con lo que capta con su cámara o con una cuestionable adicta al dolor de los demás, cual personaje fantástico salido de alguna novela de Stephen King? Es evidente la simpatía de los cineastas por su personaje central, pero los dos son tan inteligentes como para dejar en el aire algunas dudas no sobre la vocación de Addario sino sobre su cuestionable necesidad para regresar al frente –por ejemplo, a Ucrania, en medio de la guerra– después de pasar unas cuantas semanas en Londres con sus hijitos y su marido, a los que uno quiere creer que ama, aunque, ¿más que la fotografía? No estaría tan seguro.
Otra cinta que seguramente llamará la atención aquí en México y, esperemos, fuera de nuestro país, es Oca(México-Argentina, 2025), el debutde la egresada del Centro de Capacitación Cinematográfica Karla Badillo, que ha sido programado en la sección Discovery de Toronto. Siguiendo cierto demandante epígrafe de Santa Teresa de Jesús que leemos al inicio del filme (“El que quiere conseguir todo, debe renunciar a todo”), he aquí la historia de Rafaela (Natalia Solián), una joven monja de cierta congregación contemplativa a punto de extinguirse –nomás quedan la madre superiora y otra monja más–, quien recibe el encargo de ir a pedirle ayuda al nuevo arzobispo que acaba de instalarse no muy lejos de ahí.
Esta nueva Nazarín (Buñuel, 1958) se monta en una moto desvencijada y se dispone a atravesar los páramos desolados del norte de México en los que ya se encuentran vagando y perdidos, aunque con el clásico “Así fue” de Juanga como música de acompañamiento, unos veinte peregrinos del pueblo de San Vicente que llevan cargando la imagen de San Gelasio, también con rumbo al lugar en donde se encuentra el arzobispo. Al mismo tiempo, en una peregrinación mucho más mundana, la esposa infiel (Cecilia Suárez) de cierto encumbrado militar (Enrique Arreola) se dirige por esos mismos caminos en su lujoso automóvil manejado por su solícito chofer (Gerardo Trejoluna) para encontrarse con su amante, un paracaidista llamado angélicamente Gabriel (Leonardo Ortizgris) y que caerá literalmente del cielo para encontrarse con Rafaela.
La cámara de Diana Garay se abre al inabarcable paisaje en el que deambulan, extraviados física y existencialmente, todos estos personajes, al mismo tiempo que no deja de observar el rostro de la inescrutable Rafaela, interpretada por una extraordinaria Natalia Solián cuyos ojos transmiten las más conflictuadas emociones posibles provenientes del interior de su personaje, esta monja tan contradictoria como lo puede ser una auténtica iluminada, una verdadera elegida, quien es vista como “loca”, “trastornada” o “soberbia” por quienes se topan con ella. Qué remedio: algo similar le pasó al padre Nazario.
Otro personaje femenino igual de inescrutable está en el centro de As we breathe (Turquía-Dinamarca, 2025), aunque en este caso se trata de Esma (Defne Zeynep Enci), una niña de 10 años cuya vida empieza a desmoronarse a su alrededor sin que ella pueda entender por completo lo que está sucediendo.
Presentada también en la sección Discovery de Toronto, este primer largometrajede Seyhmus Altun está ubicado en algún pueblito de Anatolia, que está sufriendo las consecuencias de un incendio dentro de una planta química, que tuvo que cerrar después del accidente. El emproblemado paterfamilias viudo Mehmat (Hakan Karsak), que laboraba en la fábrica siniestrada –y a quien conocemos en medio del fuego en la intensa secuencia inicial de dos minutos de duración–, se queda sin empleo, tratando de mantener a su anciana madre, a su hijo mayor perpetuamente enfermo, a su observadora hija de en medio Esma y a sus dos ingobernables cuatitos menores, vendiendo unos quesos que nadie le quiere comprar.
Hay una suerte de maldición bíblica –o, más bien, coránica– sobre Mehmat y su familia. Con un hijo mayor sangrando por la nariz cotidianamente, con un fuego que se va acercando peligrosamente proveniente de los bosques cercanos, con la negativa cortante de recibir algún tipo de crédito bancario, con la súbita enfermedad de las contadas vacas que apenas si puede alimentar, Mehmat no alcanza a reaccionar frente a una desgracia menor –por ejemplo, el malfuncionamiento de su vieja camioneta– cuando tiene que afrontar otra mucho más importante, como el hecho de que su madre ya no puede levantarse de la cama.
Frente a todo esto, Esma, siempre seria, silenciosa y con los ojos bien abiertos –me recordó a la Ana Torrent de Cría cuervos (Saura, 1976)– acompaña a su papá en todo momento, atestiguando sus humillaciones y fracasos, tratando de ayudar en lo que puede pero, también, intentando rebelarse, aunque sea de forma tan infantil como mezquina, frente a la avalancha de interminables desgracias que caen sobre ella y sobre los suyos. Sin embargo, contra lo que uno podría esperar, nada está perdido en esta película mientras todos puedan permanecer juntos, mientras todos puedan respirar, incluso en medio del fuego. ~