“Está en otra dimensión, viene de otra galaxia”. “No es un caricaturista, es un artista plástico”. “Es un artista, pero de la cochinada”. “Más bien es un poeta”. “Es un auténtico filósofo”. “Es un iluminado”. “Es un miedoso: de niño le temía hasta a las piñatas”. Estos son algunos de los juicios que escuchamos de las bocas de la veintena de cabezas parlantes que, a través de un comprensivo y compresivo montaje, van construyendo, en trazos firmes y bien calculados, el absorbente retrato mental, creativo, existencial, vergonzoso y vergonzante, lúcidamente autodenigratorio de un tal José Ignacio Solórzano Pérez (Guadalajara, Jalisco, 1963), alias “el molusco”, mejor conocido en el mundo de los monos y las caricaturas como Jis.
Estamos ante Molusco (México, 2025), tercer largometraje documental del reaparecido Mauricio Bidault (Aquí sobre la tierra, 2011; obra mayor Hasta el fin de los días, 2014), que se exhibirá en una función de gala y fuera del concurso en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara, que inicia a partir de este fin de semana en la tierra de las tortas ahogadas y de los hombres hechos y derechos que le van al Atlas.
Ese temprano palimpsesto testimonial en el que un voz se superpone a otra para entregarnos el mosaico de quién demonios es Jis –la de Guillermo del Toro sustituye a la de Diego Luna, la de Daniel Giménez Cacho a la de Aurelio Asiain, la de su cuaderno de doble raya Trino Camacho a la de su claridosa hermana Diana Solórzano, la del periodista Diego Petersen a las de los músicos Quique y Joselo Rangel– se interrumpe cuando aparece el propio caricaturista/monero/artista para recetarnos y autorrecetarse una despiadada descripción de sí mismo: alguien que nunca ha sabido hacer dinero, un tipo inmaduro, cobarde, huevón y, a veces, hasta culero. Aunque, de repente, como dándose cuenta de que se pasó de la raya, también dice cosas buenas de sí mismo. Quesque es muy simpático –ajá– y que, eso sí, dibuja más o menos bien.
El guion escrito por el propio cineasta Bidault –a partir de una investigación hecha por él mismo y su productora Vanessa Romo– nos presenta cómo fueron los primeros años de ese bicho raro que fue José Ignacio antes de convertirse en el otro bicho más raro que es Jis. Infancia es destino, dice el dicho, pero también es soledad y algo de locura: ese papá ¿arqueólogo? que un día compró un mamut, esa mamá promotora cultural que organizaba conferencias con los sandinistas, esa temprana afición a hacer monos en cualquier hoja de papel que cayera en sus manos, ese católico sentimiento de culpa que lo asediaba constantemente y ese fundacional encuentro con un tal José Trinidad Camacho Orozco, alias Trino, quien recuerda que en esa primera plática de cinco minutos cuando lo conoció, José Ignacio le cayó de la patada.
El preciso montaje, responsabilidad del hombre orquesta Bidault, alterna la puntillosa crónica profesional de José Ignacio ya convertido en Jis –su primer libro Los manuscritos del Fongus (1983) con prólogo del ubicuo Carlos Monsiváis, su trabajo posterior con Trino, Falcón y Jabaz en Galimatías y en La mamá del Abulón, su salto a la ciudad de México hasta alcanzar fama, fortuna y harto glamour (ajá) en La Jornada–con una fascinante exploración de cómo funciona su mente cuando se coloca frente a una hoja en blanco. Aunque es claro que muchas de su viñetas tiene un marcado corte autobiográfico y confesional –“sus monos es como leer el Hola de su propia vida”, dice Trino; su esposa dice frente a cámara que ya no ve nada de su trabajo porque está harta de que ventile urbi et orbi cuándo se pelearon y cómo cogieron–, otra vertiente de sus dibujos navega en aguas extrañas y completamente desconocidas incluso para él mismo (“Si un lector me puede explicar lo que hice, le agradecería mucho”). Es más: si hay un método reconocible en la genial locura de ese molusco llamado Jis es el del descubrimiento, la sorpresa y la rendición.
En una de las mejores secuencias del documental, Jis recorre las calles de Guadalajara al lado del artista y diseñador Mauricio Lara, con quien descubre, revela e interviene genuinas perlas artísticas en cada rincón por el que transitan solos o paseando a sus perros. Esas imágenes, que pueden verse en la cuenta de Instagram @_quetefolleunpez_, son modestos descendientes cotidianos del objeto encontrado surrealista o del arte descubierto en la más vulgar e identificable cotidianidad: esa placa de madera empotrada en una pared, ese árbol que ofrece como frutos unos candados, esos cables cruzados caprichosamente en el cielo, ese pequeño crucifijo tirado en la banqueta, esas tercas florecitas que salen de un poste.
Jis parece genuinamente sorprendido con cada ordinaria rareza con la que se topan y que recrea el habilidoso Lara. De hecho, a lo largo del documental Jis aparece igualmente sorprendido de sí mismo, de las imágenes y trazos que le inundan la cabeza y de las que tiene que librarse de inmediato; por eso siempre tiene una libretita y un lápiz a la mano. El impulso primitivo de Jis, uno sospecha, es el de rendirse ante uno mismo, es decir, de tener el valor de existir como se es y no como otros quieren que uno sea; de aceptar el vacío que se tiene en el interior y que solo se puede llenar haciendo esos monos pachecos, delirantes y lujuriosos (Asiain dixit), y hasta de autobalconearse cruelmente y sin recato alguno porque, por lo demás, es imposible dejar de hacerlo. En otras palabras, es dejarse llevar, no pelear contra los impulsos, rendirse ante ellos, bajar las manos y que tu cochina mente creativa gane la batalla y la guerra entera.
Así es como se entiende la formación de la pareja dispareja creativa que han formado Jis y Trino: cuando el creador de El Santos cuenta de qué manera idearon la celebérrima tira cómica vulgar y escatológica (“Yo tenía a El Santos, Jis creo a La tetona Mendoza, yo contesté con Los zombis de Sahuayo, Jis salió con El peyote asesino”), uno recuerda, inevitablemente, el testimonio de cómo Luis Buñuel y Salvador Dalí escribieron Un perro andaluz (1929): compartiendo los delirios del otro, aceptándolos o rechazándolos sin discutir, sin racionalizar ni analizar qué significa tal línea, tal trazo, tal diálogo.
Eso sí, por fortuna, Trino y Jis no han terminado odiándose mutuamente como aquel par de ingobernables genios del surrealismo. Al contrario: hacia el final de Molusco, vemos a Trino homenajear a su entrañable camarada con los mejores elogios posibles. No me refiero a decir una y otra vez que Jis es un “pinche genio” (ya lo sabemos) sino a que él, Trino, le jura que estará siempre ahí para él, su amigo del alma, su desmadrosa media naranja, como si fuera Susan Sarandon en Thelma y Louise (Scott, 1991), aunque después los dos terminen en la barranca de Oblatos. Así son los verdaderos amigos: los que, dijera Timbiriche, son uno mismo. Pachecos somos y en el camino de los moneros andamos. ~