El documental es la semilla del cine –primero fue el registro, después vino la invención– y desde entonces se aboca a volver relevante un fragmento de la realidad. Ésa es su primera mentira: hacernos creer que la verdad que nos plantea existía antes que él. Si bien existían las cosas, las personas, y las vistas, nunca se habían combinado de la manera en que se combinan ahí. Esa combinación única es lo que se erige en verdad.
Nada nuevo bajo el sol, pero tuvo que pasar un siglo para que esta perogrullada no se considerara una trampa. A partir de que Michael Moore ganara en 2002 el Premio del 55o Aniversario del Festival de Cannes con Bowling for Columbine, y en 2004 la Palma de Oro y decenas de premios más por Farenheit 9/11 el género recuperó el interés de una mayoría que había preferido las historias de ficción. Un crítico de The New York Times articuló mejor que nadie las razones por las que Moore salía impune de alterar la cronología de los hechos, dejar cabos sueltos en sus teorías y “revelar” un mundo oculto de maldad y conspiración: “Más que documentales –dijo– las películas de Moore son ficciones construidas con documentos.” Las preferencias que llevan a un director a decantar temas, los atributos de sus protagonistas, las múltiples voces del coro y la inclusión de imágenes, sonidos o música son formas refinadas y sutiles de la invención.
Casi al mismo tiempo, se hacen accesibles al público dos documentales mexicanos que dan cuenta de maneras opuestas de crear una verdad. Niño Fidencio (1980), de Nicolás Echeverría y Lucio Cabañas: la guerrilla y la esperanza (2005), de Gerardo Tort (el primero editado por vez primera en dvd, el segundo aún exhibiéndose en salas), giran alrededor de hombres elevados al rango de mito por el ansia colectiva de milagro y vindicación. O mejor, giran alrededor de la estela –el fidencismo, las organizaciones guerrilleras– que los mantienen vivos y reencarnando en apóstoles al servicio de una misión: ambos documentales ponen sobre la mesa la supervivencia en espíritu del héroe, y la fusión de la metáfora con la literalidad.
La historia del taumaturgo Fidencio de Jesús Constantino, a quien a fines de los años veinte y hasta su muerte en 1938 se le atribuyeron métodos milagrosos de curación, es abordada por Echeverría no desde la especulación sino desde la evidencia y significados de su santificación popular: la búsqueda irracional de un paliativo a la enfermedad. Echeverría incorpora a su trabajo la investigación de Guillermo Sheridan no como lecciones ni guías para el espectador, sino para enfrentarse de primera mano al fenómeno de espiritismo colectivo que, en memoria de Fidencio, cada año tiene lugar en Espinazo, Nuevo León. A través de imágenes sin pies de foto ni voice overs que las enfríen, Echeverría sumerge al público no tanto en la biografía como en el hechizo ejercido por su personaje central.
Llegando por la vereda opuesta, Gerardo Tort y su guionista Marina Stavenhagen reconstruyen la vida del guerrillero Lucio Cabañas a partir de entrevistas con sus familiares, con
miembros de la Brigada de Ajus-
ticiamiento Partido de los Pobres que encabezó en la sierra de Guerrero, con guerrilleros de otras organizaciones de izquierda de los años sesenta y setenta, y a través del análisis de historiadores y sociólogos, quienes explican las naturalezas opuestas de la guerrilla campesina a las guerrillas socialistas urbanas que colindaron con la de Cabañas. También, con arengas en voz del propio Cabañas, e imágenes de la represión estatal de aquellos años que, concluye Tort, se extiende hasta la muerte del guerrillero en 1974.
La diferencia entre Niño Fidencio y Lucio Cabañas es también la diferencia entre Echeverría y Tort, en tanto creadores de historias a partir de personajes y hechos tomados de la realidad. El primero se basa en el mito para hablar de la tangibilidad del ritual; el segundo recoge evidencias para, en su película, perpetuar la leyenda y encallarla en las arenas movedizas de la actualidad. Prefiero el primero al segundo no desde apegos temáticos, mucho menos por reclamos a una falta de objetividad. Lucio Cabañas es, hacia el final, reiterativo: el collage de imágenes que remata este documental, fondeado por un tema que interpreta Rita Guerrero, repite innecesariamente la verdad que hasta ese momento era un derecho expresivo legítimo de Tort. El espacio que un director crea entre lo dicho y lo que busca evocar –la toma por asalto de la imaginación del espectador– es el arma (ya no tan secreta) del cine que se autonombra documento de la realidad. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.