El cine y la Primera Guerra Mundial

A cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, un texto que explora las causas y costos de la guerra a través de la película The White Ribbon, de Michael Haneke. 
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Cuatro imperios colapsaron. El conflicto involucró a treinta países. Más de 65 millones de hombres pelearon. Se esparcieron más de cien mil toneladas de gas venenoso contra 1,200, 000 soldados. 6,000 muertes diarias. Más de nueve millones de enlistados fallecieron y otros 21 millones resultaron heridos. El recluta más joven tenía doce años de edad. Terminada la lucha, la gente continuó muriendo: una pandemia de influenza cobró tantas vidas como la guerra misma. Muchísimos directores han aspirado a retratar, desde la ficción o el registro documental, el horror de la batalla en toda su desnudez: Milestone, Mulcahy, Hawks, Jarrold, Lean, Kubrick. Pero hay una película que, sin que aparezca una bala o la explosión de una bomba, es tan escalofriante como la representación más descarnada del combate: The White Ribbon, del director austriaco Michael Haneke, una cinta que explora el origen de la maldad en los albores de la primera gran catástrofe del siglo XX.

En La Guerra y la Paz, León Tolstoi advierte sobre la imposibilidad de conocer la historia dado que la humanidad es un movimiento continuo: un acontecimiento nace de otro, ergo, no hay principio. Las causas de la Primera Guerra Mundial son complejas. Situar su inicio en Sarajevo es limitarla. El entramado del conflicto se extiende muchos años antes, en Estados Unidos, con la Guerra de Secesión, que representa el nacimiento de la industria supeditada a la guerra, y en África y Asia, continentes en donde los imperialistas usaban con entusiasmo sus recién creadas ametralladoras que ansiaban con probar ya contra soldados europeos. Manido resulta decir que los triunfadores son los que escriben la historia a su antojo. Y de la advertencia de Tolstoi se puede inferir que ni los triunfadores saben contarla bien. De ellos sabemos esto: el verano de 1914 fue uno de los más calurosos en Europa. En Sarajevo, un terrorista serbio asesinó al heredero al trono austriaco. Alemania presionó al imperio austrohúngaro y este declaró la guerra a Serbia el 28 de julio, un mes después del atentado. En Alemania, y en otros países europeos, la noticia de que la guerra estaba por comenzar fue motivo de alegría. La población creía que sería una guerra esplendorosa, barata y, sobre todo, corta. Se pensaba, con ingenuidad, que terminaría antes de Navidad. Y así fue. La guerra terminó antes de Navidad, pero cuatro años más tarde. Durante ese tiempo, el mundo experimentó la guerra más sangrienta de su historia.

La ingenuidad respecto a las consecuencias de una declaración de guerra se ve reflejada con admirable sutileza en The White Ribbon. En una aldea protestante al norte de Alemania, se desata una serie de extraños acontecimientos. Desapariciones, intentos de homicidio y asesinatos sin reivindicación desconciertan a los habitantes del pueblo. Es 1913. Estos inquietantes sucesos duran todo un año, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. El ambiente tenso de la aldea evoca la tensión internacional que existía entre los países europeos previo al conflicto. En la aldea se sospecha de todos, incluso de los niños del coro. Pero estos crímenes que perturban al pueblo se deben a que sus figuras de autoridad, el barón, el pastor y el médico, han obviado los desastrosos efectos que surgen de ignorar el siguiente axioma: a los débiles no se les violenta impunemente. Pues son ellos, los niños, quienes volverán el látigo a sus verdugos y al mundo entero.

La historia de Europa de la primera mitad del siglo XX es una historia de autodestrucción. The White Ribbon lo es, también. Antes de la guerra, el continente vivía el punto culminante de su dominación: las potencias europeas controlaban el 90% de África, la Teoría de la relatividad revolucionaba la comprensión del tiempo (que influiría en la filosofía y en la literatura), el nuevo entendimiento de la psique cambiaba la concepción del individuo, la tecnología médica, con el desarrollo de nuevas vacunas y la transfusión de sangre, alargaba la vida, y la creación de sindicatos de mujeres impulsaba el feminismo militante. Sin embargo, los avances científicos, culturales y sociales se vieron interrumpidos cuando la locura dio paso a la barbarie. En la película de Haneke, este delirio de autodestrucción es ocasionado por el ambiente de opresión religiosa que mantiene sometidos a los aldeanos y, en particular, a los niños, obligados a adoptar principios e ideales absolutos que los deshumanizan y que los llevarán a castigar a todo aquel que no acepte dichos valores. Como ha señalado el realizador austriaco, es así que nace toda forma de terrorismo. Lo que sigue, entonces, es fácil suponerlo: cegados por el fanatismo, esos niños no distinguirán entre bandos y exterminarán todo a su paso. Haneke, con alegorías y simbolismos, propone una semejanza con la manera en que los Grandes Poderes de Europa se envenenaban a sí mismos con miedo, sospecha y odio, mientras aguardaban un evento que rompiera el precario equilibrio del Concierto Europeo. Ese evento llegó finalmente el 28 de junio de 1914, en Sarajevo.

La relación padre e hijo en el marco de una guerra, es un tema que ha ocupado a Michael Haneke con anterioridad. En Lemmings, los niños de una generación de posguerra se convierten en adultos disfuncionales y suicidas. Con The White Ribbon, Haneke establece que una conexión sádica parento-filial genera una mentalidad bélica. Como ha anotado el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen, una atmósfera de obediencia y servidumbre lleva a la gente a pensar en términos de rango, autoridad y subordinación. A esta atmósfera están expuestos Anna, Klara, Martin y el resto de los niños, en quienes se encarniza la violencia, la ortodoxia y la rigidez intelectual de sus padres, herederos de una formación similar. Con esta tortura se ahorma un modo de pensar colectivo que permite ver en el advenimiento de una lucha armada un motivo de celebración: según la mitología de guerra, es mediante el combate que un niño se hace hombre y la sociedad alcanza un nuevo orden.

La guerra se zanjó con el Tratado de Versalles. Alemania fue acusada como única responsable y se le impuso una pesada carga que tendría consecuencias infaustas. Un indicio de ese profundo rencor alemán se vislumbra en el inocente rostro deformado de Martin en una de las escenas más aterradoras del filme. Años más tarde, vendría la Gran Depresión y, como sucede hoy, el empobrecimiento y el desempleo exacerbarían el ánimo nacionalista y el virulento darwinismo social (Haneke lo sugiere con el atentado al niño discapacitado). La suerte estaba echada de nuevo. Y un amante de la guerra lideraría la próxima catástrofe: la Segunda Guerra Mundial.

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Guionista egresado con Mención Honorífica de la carrera de Ingeniería Industrial y de Sistemas por el Tecnológico de Monterrey.


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