La imagen que conservamos de las ciudades a menudo tiene su origen en las invenciones de la cinematografía más que en las fidelidades de la geografía. Así, no sólo se yuxtaponen en el tiempo –montaje mediante– espacios distantes, sino que el registro se inscribe en un tono o un género que no coincide con lo que puede encontrar el oriundo perspicaz, ya no digamos el visitante fugaz: lo que se ve en pantalla no corresponde con lo que puede observarse en el lugar, no hay reconocimiento posible, pues el abordaje cinematográfico está más cerca de la ficción que del documental. Y si la Ciudad de México de la época de oro del cine nacional pasó muy a menudo por el filtro del drama y del melodrama, y sus asuntos se alimentaban lo mismo en las pesquisas de la sociología que en las páginas de la nota roja, también fue el telón de fondo para numerosas comedias cuya acción bien podía ubicarse en cualquier ciudad del mundo. Cilantro y perejil (1998), escrita por Cecilia Pérez Grovas y Carolina Rivera y dirigida por Rafael Montero, no fue concebida en la dorada época pero sí es el resultado de una invención, genérica y citadina: su historia puede ubicarse en cualquier lugar; su origen puede rastrearse en otros parajes cinematográficos. Es, de principio a fin, una ficción chilanga.
Cilantro y perejil se estructura a partir de una serie de viñetas protagonizadas por más de una pareja. En particular recoge las vicisitudes de Susana (Arcelia Ramírez) y Carlos (Demián Bichir). Él vive consagrado al trabajo; ella reclama su tiempo, su atención. Un buen día ella decide correrlo de la casa, y él se instala en un departamento. Ambos intentan conseguir otras parejas, pero al hacerlo tan sólo constatan que donde hubo fuego aún hay llamitas. El relato es orquestado por una serie de entrevistas que la hermana de Susana hace para un video, en el que busca dejar constancia de la pareja perfecta y condensa las opiniones sobre el amor y la vida en pareja de conocidos y familiares. El paquete es puntuado, comentado, matizado, explicado y autocelebrado por un psicoanalista “ocurrente” que, mientras nos endilga sus explicaciones, hace mala literatura; y su discurso, de pretendida espontaneidad, resulta terriblemente artificioso. Al final se plantea, como en la reciente Aquí entre nos (2011) de Patricia Martínez de Velasco, la posibilidad del regreso sin gloria y sin crítica, pero con mucho amor y ánimos renovados –según nos dicen– a la vida en pareja. Pura ficción, pues.
Montero apuesta por ingresar a la intimidad de sus personajes. Así, en lugar de proponer un recorrido más o menos turístico por calles conocidas y edificios memorables, ubica los encuentros y desencuentros de sus personajes en la cocina, la recámara o la sala; en el diván del psicoanalista más que en el microbús o el taxi. La ciudad es aquí casi una abstracción, un sobreentendido, por lo que no se hace hincapié en las distancias ni en las fachadas que configuran el paisaje: la elipsis se impone y, cote de por medio, de un departamento se pasa a otro, del consultorio a la casona de los padres. Por eso llaman la atención dos parajes de Santa María La Ribera que son presentados en planos abiertos: el kiosko morisco, ubicado en el centro de la Alameda, y el Museo de Geología. En el primero tiene lugar una escena entre Susana y la infaltable amiga que la anima a procurarse un galán, en la que resulta inocultable el afán turístico, pues nada habría cambiado el haberla ubicada en cualquier otro lugar. En el segundo labora Susana, si bien la ocupación de ella es meramente anecdótica.
Los personajes que circulan por Cilantro y perejil han sido inscritos en una geografía que ofrece escasos signos de identidad, pero ellos surgen de una visión tan universal como esnob. Aquí la gente es cool y culta: el psicoanalista cita a Óscar Wilde y a Julio Cortázar; y si se escucha “La pequeña serenata diurna” de Mozart, a ella se alude en con su título original alemán y es “la favorita” de más de un personaje. Aquí no sólo hay lugar para estudiantes de cine, sino que su inventiva y “frescura” alcanzan para perpetrar un relato que hemos visto en otras partes. Porque lo de Montero es la emulación: sus personajes serían yupies realizados si no hubiera una crisis (como tienen a bien recordarnos en numerosas ocasiones) y vivirían sin problemas su sexualidad si no fuéramos “de vocación sufridora”, como dice el psicoanalista. El tono del relato es importado de la comedia romántica y la comedia familiar según Hollywood; su ligereza, como por lo general sucede con ésta, es proporcional a su insustancialidad. Y si los clichés son a menudo pertinentes como pretexto para iniciar una historia, Montero no ambiciona –y de hecho no consigue– ir más allá de ellos, por lo que su apuesta inicia y concluye en el lugar común. Y ya puestos a copiar, y para dar cuenta de una cinefilia un poquitito más amplia, se inserta un psicoanalista cuyo origen puede ubicarse en Crimes and Misdemeanors (1989) de Woody Allen, en la que Cliff Stern (Allen) quería hacer una película sobre un profesor de filosofía. Y si la historia deja la impresión de impostura y pretensión, la forma que la empuja no sabría ir en otra dirección. De ahí que la cámara se incline en repetidas ocasiones a cuento de nada (pero, eso sí, le da a la cinta un toque chic), que la luz se mantenga en un tono de calidez que elimina todo drama pero también toda densidad de lo que se expone.
Cilantro y perejil es un producto representativo del peor cine mexicano, el que ambiciona a existir –y se contenta con existir– a partir de la copia, de la adecuación (y en la copia se maquilla la ciudad, se perfilan personajes ajenos al tiempo y el espacio en el que se inscriben). Y si en su producción hay dineros públicos (Imcine) y privados (Televicine), se impone la visión de la corporación televisiva: es burdo el afán de lucro, con todo y publicidad explícita (en comparación, el product placement es hasta elegante). Y no es que el cine que ambiciona a la rentabilidad –el malamente llamado “cine comercial”– sea censurable a priori, pero sí la falta de imaginación de los que lo producen, que cumplen funciones más cercanas a las del ejecutivo de mercadotecnia que a las del artista. Montero reproduce además un mal chilango que no es exclusivo del cine: hace de su circunstancia el universo, y del D. F. (¿el ombligo de México?) una sinécdoque para la que el todo es secundario, innecesario, indiferente: lo que viven sus personajes le alcanza para hablar del país. No obstante, y tal vez de forma involuntaria, ofrece un atisbo crítico cuando pone en boca del psicoanalista que “en el Altiplano no son muchas las opciones de diversión”. Y añade: “Quizá por eso Sigmund Freud no previó esta muy mexicana ceremonia del recalentado”. ¿El regreso a la vida conyugal como una forma de evitar el aburrimiento? ¿El D. F. como Manhattan? No, mano: el cine chilango siempre fiel… a sí mismo, dispuesto a la autocelebración y al autoengaño: de ahí los nueve Arieles, entre ellos el de mejor director y el de mejor película.