El honor de la familia Friedman

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En un sótano acondicionado para dar clases de computación, los alumnos —todos hombres y menores de edad— han interrumpido labores para jugar al “salto de la rana” o, como decimos en español, ponerse de burrito. Sólo que esta vez el juego es distinto a como algunos lo recordamos de la infancia: no sólo se trata de inclinar el cuerpo en un ángulo de noventa grados para que un compañero pase por encima —eso se queda igual—, sino que hay que estar completamente desnudos. Y otra cosa: en vez de que el compañerito haga el salto de la rana o el burro, es muy posible tener al maestro, el calvito Sr. Arnold Friedman, parado detrás de uno, intentando una penetración. Y a su hijo Jesse, de dieciocho años, también. Esto en horarios de juego; algunos alumnos dirían que fuera de este contexto ocurría una que otra violación; tenían lugar en los baños o en la recámara del hijo. A diferencia del salto de la ranita, las violaciones eran violentas.
     El episodio descrito arriba pudo o no haber ocurrido. Entre aquellos que lo cuentan como cierto están algunos alumnos de la clase, la policía y los fiscales de la familia Friedman. Entre otros menos que lo niegan, se encuentran otros alumnos de la clase, los defensores de los Friedman y, por supuesto, los miembros de la familia. Todos excepto una: Elaine, la esposa de Arnold y madre de sus tres hijos David, Jesse y Seth. Elaine dice una y otra vez que tiene derecho a dudar.
     A lo largo del documental debut del director Andrew Jarecki, Retratando a la familia Friedman, ganador del Premio del Gran Jurado en Sundance y nominado en su categoría al Óscar (para cuando se publique esta nota, ya se sabrá si también ganador), uno se debate entre decidir cuál conflicto es más perturbador: las acusaciones de abuso sexual a docenas de muchachos, dirigidas contra un padre de familia honorable, pianista ejemplar y maestro venerado, o el enjambre de verdades subjetivas que a lo largo de hora y media arman un murmullo inquietante sobre la elusividad de los hechos, el victimismo como epidemia y, lo más perturbador de todo, la incapacidad de alguna de las partes de erigirse ante el espectador como portadora de la verdad absoluta. Todo lo dicho por los entrevistados se presenta como algo que puede ser cierto o falso, no tanto como un alegato en favor de la relatividad, sino como un diagnóstico preocupante de la inconsistencia psicológica tanto de la familia acusada como del aparato jurídico y social que se presenta con credenciales para juzgar. Ése es el espejo que pone el director Andrew Jarecki frente a su confundido espectador. Retratando a la familia Friedman acaba asemejándose a un Rashomon de la disfuncionalidad estadounidense: una versión disparatada, desprovista de personajes sólidos aun dentro de su patología y sin esperanza alguna de resolución moral.
     Tal y como los consigna el documental, los hechos comprobados son pocos: en 1987, la policía de Long Island arrestó en su domicilio a Arnold Friedman tras haber comprobado su consumo de pornografía infantil. Las revistas se encontraron en el sótano de la casa familiar, donde Arnold impartía clases de computación. La policía inició interrogatorios entre los alumnos, y de ahí surgieron acusaciones y cargos imposibles de verificar, que derivarían en el encarcelamiento de Arnold y de su hijo Jesse, implicado en las escabrosas historias de abuso sexual. Hasta el suicidio de Arnold en prisión con una sobredosis de antidepresivos, y la liberación de Jesse trece años después, el único delito comprobado era la posesión de pornografía del padre.

No es que los testimonios de las víctimas no tuvieran un valor legal. El documental, sin embargo, expone cómo tras el arresto de Friedman, los padres de los alumnos sometieron a sus hijos a sesiones de hipnosis y regresión, después de las cuales casi todos recordaban milagrosamente un abuso hasta entonces reprimido. “Si no habías sido victimado no eras parte de la comunidad”, recuerda uno de los padres, convencido de que su hijo nunca vivió una situación anormal. La periodista que siguió el caso a contracorriente del sensacionalismo mediático, sentencia como uno de los culpables “al problema que tiene este país con respecto a la histeria colectiva”.
     Y nada de esto, a pesar de lo monstruoso, haría de Retratando a la familia Friedman un documental muy distinto a otras cintas sobre enemigos de la nación estadounidense ni desentrañaría su verdadera culpa (cada noche, para no ir muy lejos, las noticias de ese país transmiten el documental por entregas del pederasta más famoso del mundo). Lo que vuelve insólita la película y consigue que el trabajo verité de Jarecki roce con el ámbito de la irrealidad es el hecho de que cada etapa hasta aquí descrita —desde que Arnold es arrestado, el caso se vuelve noticia, se planea su estrategia legal y hasta las noches anteriores a los encarcelamientos sucesivos del padre y el hijo— la intimidad de la familia es filmada por la cámara del primogénito.
     David Friedman, más que su padre, sus dos hermanos y su confundida madre Elaine, se perfila hacia el final de la cinta como el personaje al que apuntan todas las razones para dudar no sólo de una verdad única, sino de un punto de vista que permita dilucidarla a distancia. Defensor de la inocencia de su padre, a pesar de que éste confiesa sentirse excitado por la vista de un niño sentado en el regazo de su papá (“habría que definir excitado”, alega Friedman hijo con indignación), David introduce y concluye la cinta afirmando que su padre era genial y su madre una manipuladora del infierno. Mago profesional y payasito de fiestas (el más contratado de Nueva York, se nos informa en el epílogo), David es el más afectado el día del arresto de su padre, y protagoniza la escena más elocuente de la cinta: irrumpe en la casa, se pone un calzoncito en la cara y hace señas obscenas a los periodistas que sitian el lugar del arresto. El policía que lo describe supone, por las claves que le da su ropa, que el hijo venía llegando de “una actividad payasil“.
     Y si David es quien —no sin paradoja— se erige en epítome de la fragmentación de cada personaje de la cinta, los videos que filma son el ejemplo más extremo de la impenetrabilidad de una verdad. Filmados en la mesa familiar, gritándose unos a otros y reprochándose ya no se sabe si sus problemas o su existencia entera (a veces, también, jugando a que no pasa nada o a las entrevistas de choteo), los Friedman no dan pista alguna de qué sucedió en realidad. Agotado, Jesse propone una solución, la única en la que todos parecen coincidir: “Podemos llevar este caso a los medios.” Y así es como, en una frase, enuncia —con una lucidez sin precedentes hasta ese momento— los orígenes, consecuencias y móviles de una verdad fragmentada al punto de no existir más. La tesis, aunque elusiva, que sustenta este preciso documental. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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