El imperio desvaneciente

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Durante los últimos años de la Unión Soviética el cine de esa nación comenzó a generar una serie de filmes extraños, apocalípticos, cáusticos e inquietantes. Así, películas que hubieran sido censuradas y enlatadas bajo el usual régimen lograron librar todos los obstáculos para ser estrenadas local e internacionalmente. Podemos responsabilizar por este cambio a la Perestroika, o bien a la incontenible influencia de la cultura occidental en una sociedad enajenada, reprimida y agobiada por un sistema retrógrado en perpetua lucha contra sí mismo y por una guerra devastadora en Afganistán que consumía los recursos del estado y tenía un altísimo costo en vidas.

En esos años pudimos ver filmes fascinantes y fatalistas como Arrepentimiento, del georgiano Tengiz Abuladze (1984), El visitante del museo, del ucraniano Konstantin Lopushanky (1987) y El síndrome asténico, de la moldava Kira Murátova (1989) entre otros. Pero quizás la cinta más punzante y rabiosamente hilarante de esa época fue Ciudad cero, de Karen Shakhnazarov (1988), una comedia trágica y absurda que describe la visita del ingeniero Alexander Varakin a una extraña y anónima ciudad Cero en un viaje de trabajo. La obra es a la vez kafkiana y surrealista, una alegoría que pasa del humor al thriller para volverse una reflexión cínica sobre la Unión Soviética, su condición y su inevitable destino. Varakin visita un museo de historia que es una sórdida colección de efigies kitsch, grotescas esculturas de cera que presentan una versión caricaturesca y anacrónica de los eventos más relevantes de la historia ruso-soviética. La transformación de la historia de una nación en una espeluznante atracción de feria muestra la distorsión maniquea de la historia en manos de los ideólogos y propagandistas que llevó al país a la bancarrota moral y eventualmente jugó un papel fundamental al condenar a la nación al colapso.

El imperio desvaneciente, el más reciente filme de Shakhnazarov, quien es actualmente director de los estudios Mosfilm, se aleja del absurdo para contar una historia de iniciación adolescente en el ocaso de la URSS. Para esto echa mano de la nostalgia de los años 70, la cual proyecta en particular en el rock de la época (Goats Head Soup de los Rolling Stones, Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, Abbey Road, de los Beatles y Sugar Sugar, de los Archies) entre otros símbolos de la cultura pop de la época. Aquí más que alegorías o simbolismo tenemos el recuento de la cotidianidad de Sergey (Alexander Lyapin), el nieto de 18 años de un prominente académico, que emplea su talento para conquistar compañeras y vende libros valiosos de la biblioteca del abuelo para comprarse pantalones de mezclilla y discos en el mercado clandestino de contrabando. No está por demás enfatizar que si algo acabó con la guerra fría no fueron los ejércitos, los espías, los misiles intercontinentales ni la amenaza de la destrucción mutua garantizada, sino el cine hollywoodense y el rock. Nada logró corroer tanto el espíritu soviético como las fantasías fílmicas ni haber vivido la cultura rockera de los 60, 70 y 80 como si fuera un crimen.

Sergey no muestra el menor interés en los cursos de la universidad y, en particular, no tiene ningún respeto por las clases de marxismo. Sergey representa la tradicional actitud irreverente, irresponsable y egoísta de la adolescencia. Sin embargo, el filme no hace juicios morales ni trata de inyectar sentimentalismo ni intenta convertir a los personajes en héroes. Tenemos en cambio una inquietante y sutil paranoia finisecular. En vez de aspirar a universalizar la experiencia de los jóvenes en la URSS, el realizador opta por lo particular, por la singularidad de la vida de Sergey y su familia, y de esa manera su recuento resulta mucho más contundente y eficaz. Sergey es un cínico pero no hace el menor esfuerzo por tornar su repudio en auténtica subversión, es un provocador que tan sólo logra decepcionar y enfurecer a quienes lo rodean. En la inmadurez de Sergey y sus dos amigos inseparables, Stepan y Kostya, tenemos una pulsante reflexión sobre la amistad, la solidaridad y la traición, pero se intuye en sus actos una curiosa fatalidad, la certeza de que vienen cambios brutales que pondrán fin a su forma de vida. Sergey proviene de una familia de intelectuales, Kostya es hijo de diplomáticos y Stepan es un joven conformista que logra sacar ventaja de su paciencia y aparente docilidad. Los tres representan de manera oblicua a las clases privilegiadas que han perdido toda motivación, toda confianza en el sistema y toda fe en el futuro.

El abuelo de Sergey era un arqueólogo famoso por sus descubrimientos de la civilización perdida de Khorezm, una cultura en la región persa de la actual Uzbekistán. Cumpliendo el último deseo del abuelo, Sergey visita los monumentos de la Ciudad del viento de ese imperio y ahí tiene una revelación. Sin caer en explicaciones ni obviedades, Shakhnazarov nos hace intuir que ante la inmensidad del desierto, la solemnidad silenciosa y trágica de las ruinas de esa antigua urbe, el imperio soviético parece un parpadeo en la historia y su inevitable desvanecimiento es la resonancia de ciertas fuerzas históricas.

La cinta termina con un salto temporal a la actualidad: en un aeropuerto Sergey y Stepan se reencuentran. Hablan de sus vidas, de sus amores de la juventud y Stepan pregunta: “¿Extrañas el pasado?” A lo que Sergey responde contundente: “Por dios, no”. Los cambios han sido inimaginables, absolutos, a veces liberadores, otras mas catastróficos, no obstante la nación simplemente pareció deslizarse a través de sus transformaciones, dejando atrás décadas de sueños socialistas, corrupción y demagogia para llegar a la descomposición del capitalismo primitivo que reina hoy en Rusia. El presente que Shakhnazarov retrata en ese brevísimo epílogo es tan impersonal como el pasado. Nunca vemos a Sergey, sino que se nos presenta su punto de vista. Él conserva su tono ausente y desafectado, pero ha perdido la malicia, la vitalidad y hasta la rabia y rencor que le tenía a su viejo amigo por haberlo traicionado al casarse con la mujer que Sergey quería.

El experimento socialista que anhelaba crear a un hombre nuevo fue un fracaso, pero el retorno a un sistema de “explotación del hombre por el hombre”, no parece haber restablecido o enriquecido los valores morales, espirituales o estéticos de los supervivientes del desvanecimiento del imperio soviético.

– Naief Yehya

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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