Escena de I only rest in the storm, de Pedro Pinho.

El peso de las buenas intenciones

Tres películas que recorren el circuito de festivales muestran el fin de una idea inocente: que ayudar equivale a entender.
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Tres películas que vi en el último Festival de Cine de Nueva York –I only rest in the storm, de Pedro Pinho, Gavagai, de Ulrich Köhler y The fence, de Claire Denis– comparten una misma inquietud moral. Todas parten de un gesto de ayuda, de cooperación o de empatía, y terminan mostrando el reverso de ese impulso. En ellas, los europeos ya no son conquistadores, sino personajes confundidos, que quieren hacer el bien y terminan enfrentándose a su propia ceguera. Son historias sobre la culpa, el deseo y el desconcierto, sobre la forma en que la buena voluntad puede transformarse en una nueva forma de dominio.

Desde sus primeras películas, Pedro Pinho ha observado las estructuras de poder con una mirada lúcida y paciente. En I only rest in the storm (O riso e a faca, Francia – Portugal – Brasil – Rumania, 2025), su protagonista, Sérgio (Sérgio Coragem), un ingeniero portugués enviado a Guinea-Bisáu para evaluar la construcción de una carretera, encarna una figura conocida: la del europeo bienintencionado que llega a ayudar sin entender del todo el terreno que pisa. El proyecto, financiado por fondos europeos, promete desarrollo y modernidad, pero vuelve a abrir viejas heridas: la del control disfrazado de cooperación, la del progreso que solo beneficia a quienes ya lo poseen todo.



Pinho filma ese desconcierto sin juicios. Sérgio se mueve por un país que lo incomoda, intenta adaptarse, pero todo lo que hace parece fuera de lugar. Hay una escena que resume la película. Después de un encuentro fallido con una trabajadora sexual, él busca explicarse, decir algo que lo redima. Ella lo interrumpe y le dice que lo que más le repugna son los hombres que fingen preocuparse por el otro para sentirse mejores.

Más adelante, una mujer local le pregunta si es cierto que en Europa se usa agua potable en los retretes. “¿Agua para beber, en los baños?”, dice riendo, como si se tratara de un malentendido. Él no contesta. En otra escena, una ONG anuncia con entusiasmo la instalación de sanitarios en la comunidad, cuando lo que realmente falta es agua para beber y cultivar. Pinho filma el momento sin subrayar nada, dejando que la paradoja se entienda sola.

La película Gavagai (Alemania – Francia, 2025), de Ulrich Köhler, se desarrolla en dos escenarios que se reflejan uno en el otro. Primero, en Senegal, donde un equipo europeo filma una versión de Medea protagonizada por Maja (Maren Eggert), una actriz blanca rodeada de actores negros. El segundo es Berlín, durante la presentación de la película en un festival. En ambos lugares se repiten las mismas tensiones, solo que con los papeles cambiados. Köhler usa el cine dentro del cine para mostrar cómo los prejuicios y las relaciones de poder aparecen incluso en quienes creen haberlos superado.



Durante el rodaje, hay una escena que concentra todo el malestar del grupo. Caroline (Nathalie Richard), la directora, detiene la grabación, se quita los audífonos y le dice a su actriz principal: “No puedes expresarlo porque nunca lo has sentido; porque eres privilegiada y a ti nunca te faltó nada.” El silencio que sigue es incómodo; la actriz, sin responder, se aleja del set. En ese gesto hay más verdad que en cualquier diálogo: la imposibilidad de representar un dolor que no se conoce. Lo que para la directora parece un llamado a la empatía se convierte en una forma de reproche moral. En nombre de la autenticidad, termina haciendo lo mismo que critica, juzgando desde su propio privilegio.

En Berlín, la tensión se invierte. Norou (Jean-Christophe Folly), quien hace de Jasón en Medea y es un actor senegalés conocido en su país, llega al hotel del festival vestido de manera sencilla y con una mochila al hombro. Un guardia de seguridad le bloquea el paso. “Solo huéspedes”, dice en alemán. Él intenta explicarse en inglés, pero el guardia no lo escucha. Entonces aparece Maja y, al reconocerlo, interviene: “¡Él está conmigo!” Quiere ayudar, pero su gesto, aunque sincero, tiene consecuencias que no imagina. Lo que para ella fue un acto de justicia se convierte, para él, en el inicio de una cadena de malentendidos que lo siguen por la ciudad. Ella, en cambio, amanece tranquila, convencida de haber hecho lo correcto, sin advertir que su impulso de ayudar solo agravó aquello que pretendía reparar.

El título del filme refuerza esa idea. “Gavagai” es una palabra inventada por el filósofo W.V. Quine para mostrar lo difícil que es traducir entre lenguas y culturas. Nadie sabe si significa “conejo”, “animal” o “movimiento”. Köhler toma esa confusión y la vuelve política: en su película no solo las palabras se malinterpretan, sino también los gestos y las emociones. En la conferencia de prensa del festival, los micrófonos, los audífonos de los traductores y las voces superpuestas crean una torre de Babel literal. La actriz, la directora, el actor africano, los guardias y los periodistas hablan distintos idiomas, pero lo que realmente los separa son las experiencias que cada uno carga. Gavagai es una película contenida y lúcida. Si en la tragedia de Eurípides Medea era la extranjera expulsada por su diferencia, Köhler invierte los papeles: la extranjera ahora es blanca, y su tragedia es no entender que su empatía tiene límites. Lo más devastador de la película es que nadie actúa con maldad. Simplemente, no se entienden.

Si Köhler filma los malentendidos de la empatía en el terreno simbólico, Claire Denis los lleva al cuerpo. The fence de Claire Denis, basada en la obra Combate de negro y de perros (1979), del dramaturgo francés Bernard-Marie Koltès, comienza como una historia de reencuentro y termina como una parábola sobre el límite invisible entre la ayuda y la dominación. Matt Dillon interpreta a Richard, un exsoldado estadounidense que regresa a África después de muchos años para supervisar la construcción de una cerca que, según él, servirá para proteger a una comunidad rural. Denis filma ese regreso sin nostalgia: cada mirada, cada saludo forzado, deja ver que lo que Richard llama “volver” es, en realidad, una invasión repetida.

Entre los trabajadores del proyecto está Moussa (Ibrahim Koma), un hombre africano que exige la devolución del cuerpo de su hermano, muerto durante la jornada de trabajo. Richard intenta mediar, pero su aparente autoridad se desmorona a medida que la tensión crece. La película transcurre en un territorio que Denis no define con precisión –podría ser Camerún o Costa de Marfil–, pero esa ambigüedad no importa. Lo que importa es la sensación de incomodidad que atraviesa todo: el calor, el polvo, los silencios, la mezcla de lenguas. Desde el principio, la cerca funciona como una metáfora clara: una línea que divide, que marca quién cuida y quién controla.

Hay una escena que resume esta contradicción. Richard discute con un trabajador local que cuestiona el proyecto: “¿Para qué sirve una cerca si nadie la pidió?” El exsoldado responde con un gesto de impaciencia, mostrando el plano en su tableta como si la tecnología fuera una forma de verdad. El hombre lo mira en silencio, sin discutir, y ese silencio se vuelve más elocuente que cualquier argumento. Denis no subraya nada: la cámara permanece quieta, dejando que la incomodidad hable por sí sola.

En otra secuencia, durante una comida improvisada, Richard intenta romper la tensión sirviendo champaña. “Un pequeño lujo europeo”, dice, sonriendo. Los demás aceptan por cortesía, pero el gesto tiene algo de ofensivo: la champaña se vuelve una marca de distancia, una forma de recordarle a todos quién tiene el poder de ofrecer y quién el deber de agradecer. Denis filma la escena con una ternura incómoda: nadie parece cruel, pero todos saben que algo está mal.

Como en Gavagai, la buena intención de Richard no refleja lo que él cree: su deseo de ayudar termina revelando su necesidad de control y miedo. La cerca que construye no protege a nadie: separa, contiene, ordena el paisaje para que él pueda entenderlo. Denis filma con una calma tensa: su mirada no acusa, solo muestra cómo el impulso de ayudar nace, muchas veces, del miedo al otro.

En las tres películas, los personajes africanos o locales son quienes cambian el centro de la mirada. La trabajadora sexual en I only rest in the storm le revela a Sérgio su autoengaño. El actor africano en Gavagai muestra cómo la solidaridad blanca puede ser egoísta. Y Moussa en The fence encarna la dignidad frente al miedo del occidental.

Las tres películas muestran el fin de una cierta inocencia occidental: la de creer que ayudar equivale a entender. En el mundo que retratan, el miedo, la empatía y la arrogancia se confunden. ~


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