El secreto de sus ojos

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El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella, tenía una premisa interesante, un envidiable apoyo institucional y los recursos económicos y humanos necesarios para hacer, al menos, una película consistente. Sin embargo, el filme peca desde su génesis de dos grandes problemas que terminan por lastrarlo, frutos ambos de la ambición desmedida del argumento.

El primer problema de El secreto de sus ojos es que no se decide entre ser una historia de amor con una dosis de misterio, o un thriller con pinceladas de amor. En teoría es una película que tiene como argumento principal el amor imposible entre Espósito e Irene y, como subtrama de misterio, el terrible y corrupto caso de Liliana Colato. Pero esta subtrama es tan abigarrada que acaba convirtiéndose en el eje principal, reduciendo la historia de amor a mero relleno. Podría objetarse que, en realidad, El secreto de sus ojos es un thriller y que la historia de amor es complementaria. Sin embargo, es el propio Campanella quien establece la jerarquía contraria, y la prueba de ello es que abre y cierra la película con la historia de amor. Bien es cierto que las primeras imágenes que vemos son las del asesinato de Liliana, pero no incurramos en error: la película comienza cuando Espósito, el protagonista, revela a través de un flashback su sentimiento más profundo y lo que él considera el inicio de su historia, o sea, el momento en el que conoce a Irene y se enamora de ella. Pero la expectativa generada por ese flashback no se cumple, porque la interminable historia del crimen de Liliana no deja hueco para nada más. Es como si Shakespeare se centrara en exponer los entresijos del conflicto entre Montescos y Capuletos y nos contase de refilón que Romeo se ha suicidado por la supuesta muerte de una tal Julieta.

Esta indecisión está muy ligada al segundo problema de la película: El guión abre tantas puertas, lanza tal cantidad de anzuelos que apenas se profundiza en los personajes, los conflictos o los temas. La consecuencia es lógica: para atar los cabos de una historia de corte clásico así de barroca, a Campanella no le queda otra que forzar el argumento a base de maniobras fáciles y espectaculares –que le permiten salir del apuro, pero que obligan a los personajes a realizar acciones insostenibles– o recetarnos esas largas y tediosas escenas dialogadas donde se concentra y apunta todo aquello que no hemos visto ni veremos, pero que es preciso saber para poder avanzar en la historia.

Estas escenas aclaratorias explican, aunque no justifican, la pobreza de la dirección. Como no hay acción, sólo cabe una posibilidad de encuadre: el sujeto que habla. Campanella disimula este estatismo con afectadísimos encuadres donde introduce recursos para entretener al espectador mientras nos da la dosis de información necesaria con la que poder seguir adelante. Y es al final de la película donde este fallo resulta flagrante. ¿Alguien se imagina a Humphrey Bogart en el desenlace de Casablanca resumiéndonos los puntos importantes de la historia? ¿Acaso no nos enervaría y nos saldríamos de la sala de cine? Entonces, ¿por qué Campanella, en el momento que debería ser de máxima tensión, tiene que recurrir a un coro de voces en off que nos refrescan ideas apenas esbozadas en los cien minutos anteriores? Simplemente porque hace caso omiso a una regla básica del thriller: “aquello que se dice y no se muestra, se pierde para el espectador”: a un paso del final necesitamos de esos diez minutos de resumen para poner en situación todos los coletazos de la historia y comprender la relevancia de lo que estamos a punto de presenciar. No es exagerado sospechar que este recurso lo insertó Campanella en la sala de montaje como empuje a una película que prometía grandes emociones y que sólo consigue captar nuestra atención a golpe de vuelcos efectistas.

Sin embargo, lo más llamativo es que una mujer con el carácter de Irene no sea capaz de declararse a Espósito. O que Espósito sea un pánfilo hasta el absurdo de no bajar del tren al ver que es correspondido por la mujer que en teoría ama profundamente. En cambio, hay que creerse que veinticinco años después, Espósito encuentra la fuerza necesaria para “subirse al tren de la vida” cuando descubre, gracias a una repentina y fortuita clarividencia, que en su vida ha faltado la “a” necesaria para convertir el “Temo” en “Te amo”. Hay que creerse que un semiconsciente Sandoval, amenazado con varias ametralladoras, supere su instinto de supervivencia y una borrachera de días, recuerde que en la casa de su amigo hay dos retratos que pueden delatarlo, corra dramáticamente a volcarlos y haga un último acto heroico para salvar, así, la vida de su fiel amigo, Espósito. Algo huele a trampa y a cartón, a historias inverosímiles disfrazadas con sentimentalismo; en definitiva: a trucos de guión. Pero ya sabemos que a Campanella oficio de guionista no le falta. Es por eso que la historia tiene el mérito de no dejar ningún hilo suelto, de poseer diálogos cómicos y de tener una buena vuelta de tuerca final. Pero estos elementos, por sí solos, no bastan para sostener el edificio de una película.

La última pregunta que cabe hacerse es: si El secreto de sus ojos no es una buena película, ¿por qué ha gustado tanto? Con el humor bien empleado en los diálogos, Campanella se gana el favor del público, que a partir de entonces hará oídos sordos ante la evidencia de un amenazador bostezo; con las sorpresas, estratégicamente colocadas, salva las incomprensiones del espectador y con el final moralizante, donde el “malo” se lleva su merecido y el protagonista consigue a la chica, le deja satisfecho para que, por fin, después de haber soportado la casi media hora de desenlace, pueda bostezar libremente, caer rendido a la cama y tener sueños dulces y vacíos.

-Ainara Vera

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