En una verborreica escena clave de “Los algoritmos de control”, tercer capítulo de la culposamente entretenida Rabbit Hole (E.U., 2023), paranoica serie de espionaje de ocho episodios disponible en Paramount+, uno de los personajes centrales explica cuál es el sentido de lo que estamos viendo. Sucede que por ahí, escondido entre las sombras, hay un misterioso tipo llamado Crowley que, después de probar cierto sistema que él creo en varias partes del mundo, ahora lo está utilizando para hacerse del poder absoluto en Estados Unidos.
El sistema de marras, describe convincente y articuladamente el personaje en cuestión, es manipular a la población a través de los medios masivos y las redes sociales. Hacerlos dudar de todo y de todos, desacreditar a los especialistas, permitir que la desconfianza hacia las instituciones florezca y, de esta manera, desmantelar no solo cualquier posibilidad de que se conozca la verdad sino, incluso, convencer a la población que eso que llamamos “verdad” no existe. El objetivo de Crowley es, pues, crear el terreno más fértil posible para que las grandes masas de todo el orbe tomen decisiones irracionales –el Brexit, por ejemplo– o elijan líderes autoritarios populistas y anti establishment. ¿Les suena?
La creación de este río revuelto global es, por supuesto, para la ganancia de un solo pescador, el tal Crowley, que bien podría haberse llamado Profesor Moriarty o Blofeld. El chiste de este elaborado plan de manipulación mundial a través de esos supuestos “algoritmos de control” es concentrar el poder en una sola persona, quien manejará todos y cada uno de nuestros hilos sin ser visto, detrás de la cortina, cual todopoderoso Mago de Oz, pero en serio.
Por supuesto, el personaje que suelta la perorata ya descrita tiene claro qué debe hacer: desenmascarar y derrotar a tan poderoso villano, que ya ha puesto la democracia en peligro en todo el mundo y, ahora, lo quiere hacer en Estados Unidos. El asunto es que el “héroe” que declama tan apasionada filípica es un viejo agente retirado de la CIA, que describe que esos mismos “algoritmos de control” fueron creados por la agencia para desestabilizar gobiernos “hostiles” a los intereses gringos en todo el mundo y que, en otro momento, dice añorar los buenos tiempos en los que la CIA era la que manipulaba, desinformaba, chantajeaba, asesinaba y hasta derrocaba presidentes por sus pistolas. O sea, el personaje en cuestión no se queja tanto de que la democracia esté en peligro, la bronca es que quien pone en peligro la democracia no es la CIA.
Esta irresoluble contradicción ética podría haber sido el corazón argumental de Rabbit Hole si la serie hubiera sido pensada como una escéptica reflexión sobre lo que significa el propio sentido de la democracia en una sociedad de masas, manipulada por los medios masivos de comunicación en el siglo XX y por las redes sociales y sus “algoritmos de control” en el siglo XXI. Es decir, una versión para el nuevo siglo, corregida y aumentada, de los thrillers paranoicos post Watergate de los años setenta, al estilo de Complot Parallax (Pakula, 1974) o Los tres días del cóndor (Pollack, 1975).
Pero mejor olvídelo de una buena vez: a los creadores de Rabbit Hole, Glenn Ficarra y John Requa, no les podría haber interesado menos una provocadora posición temático-ideológica de esta naturaleza. Lo suyo es la comedia ligera y, para ser francos, no lo han hecho tan mal en ese terreno si revisamos los tres filmes dirigidos por ellos en Hollywood: Una pareja dispareja (2009), Loco y estúpido amor (2011) y Whiskey Tango Foxtrot (2016). En Rabbit Hole, Ficarra y Requa han intentado algo distinto, dentro de unos límites modestos, pero no mal trazados: fusionar el thriller paranoico con la comedia de acción. El resultado son apretados ocho capítulos –entre 45 y 60 minutos de duración– que no brindan descanso alguno al espectador, porque ante cada delirante vuelta de tuerca que vemos en un episodio, veremos otra aún más extravagante en el siguiente, y así hasta llegar al final que promete, faltaba más, una segunda temporada.
Como en cualquier historia de espionaje, es claro que no debemos confiar en ninguno de los personajes, ni siquiera en el protagonista, el perturbado espía corporativo John Weir (Kiefer Sutherland, perfecto para el papel), quien es acusado de un asesinato que no cometió. Partiendo de la clásica premisa del “falso culpable”, Weir tendrá que ocultarse de las autoridades que lo tratan de detener, pero también del verdadero villano –el misterioso Crowley–, que quiere eliminar al único individuo que puede parar su maléfico plan de destruir la democracia gringa. En el camino, siguiendo el ya mencionado modelo hithcockiano, el “falso culpable” se topará con la mujer guapa de rigor (Meta Golding) quien desconfiará de él al inicio para luego entender que el perseguido Weir no es el malo de la película –o de la serie–, como sucedía en el insuperable clásico 39 escalones (Hitchcock, 1935).
Ficarra y Requa –quienes, por cierto, también dirigen con brío los tres primeros episodios y el emocionante desenlace– han creado una primera temporada compulsivamente visible que explota el zeitgeistideológico dominante –¡no crean en todo lo que dicen los medios: no se dejen manipulan!– pero lo hace de manera ligerita, con el único fin de divertir y entretener. Y, bueno, esto tampoco está mal: no todo lo que vemos puede ser algún sesudo ensayo sobre los medios masivos de comunicación, ni tampoco el escéptico recuento de la opaca lucha por el poder, que es una manera en la que podemos definir al espionaje. Ficarra y Requa no son, pues, Adam Curtis ni John le Carré. Y, sospecho, nunca han querido serlo. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.