No vemos cuerpos, escuchamos voces. Una de ellas es de una mujer que, cigarrillo en mano, está viendo un catálogo. Discute sobre colores, si la mezcla que están haciendo necesita más o menos azul. A lo lejos, escuchamos otras voces menos amables. Se oyen gritos en off. Chirridos de autos. Una mujer está siendo detenida. Dice su nombre, “¡Marcela Ulloa!”, voz en cuello, el número de su cédula de identidad. La cámara de Soledad Rodríguez, que había permanecido quieta, mirando una mezcla de pinturas en formación, se abre para mostrarnos el interior de una tienda. Uno de los empleados ha bajado la cortina, temeroso de lo que pueda pasar. Alguien comenta que eso sucede porque esos muchachos no quieren entender. El encuadre nos muestra los zapatos de la mujer, a la que el empleado llama “señora Carmen” (Aline Küppenheim). Unas gotas de pintura de color rosa han manchado su elegante calzado oscuro. Al salir de la tienda, Carmen ve al lado de su automóvil un zapato abandonado, modesto, color café, seguramente de la mujer que acaba de ser detenida. Se trata del paisaje después de la batalla que acabamos de ver. Mejor dicho, de escuchar.
Acaso desde la secuencia inicial de Pacto siniestro (Hitchcock, 1951) no se habían usado de esta manera los zapatos para señalar estrato social, personalidades, inclinaciones. A lo largo de 1976 (Chile – Argentina – Qatar, 2022), espléndida ópera prima de la chilena Manuela Martelli disponible en Netflix desde hace unas semanas, volveremos a ver varios tipos de calzado: el sucio y lleno de lodo de un trabajador de la casa de veraneo de Carmen que entra a la cocina a tomar un vaso de agua, el muy gastado con un agujero en la suela de un joven que se ha escondido para salvar su vida, el nuevecito que Carmen compra en una tienda como señal de íntima solidaridad y empatía moral.
La sabía economía de medios de Martelli es notable. 1976 no está realizada con el típico minimalismo elusivo/alusivo que se quiere poético, enamorado de su propia “audacia” formal. Al contrario: estamos ante una puesta en imágenes contundente por precisa, en la que la directora y su fotógrafa Soledad Rodríguez echan mano de las sinécdoques visuales ya descritas para señalar los asesinatos cometidos por la dictadura chilena a plena luz del día, de la sangre derramada mientras la gente voltea a otro lado y baja las cortinas, de las abismales diferencias sociales en ese Chile de 1976 habitado por “mediocres” que no quieren trabajar y “nomás les gusta calentar la silla”. Por eso, para hacer funcionar al país, se necesita una mano fuerte, la de ese criminal uniformado y de voz chillona que Carmen ve en televisión y en cadena nacional.
Estamos, obviamente, en Chile en el 1976 del título. Carmen, una tranquila ama de casa de mediana edad, esposa de un encumbrado médico director de un hospital capitalino, viaja a su casa de veraneo, ubicada en la costa, con el fin de restaurarla para recibir a sus hijos y a sus nietos. Llegando ahí, el cura del lugar, el padre Sánchez (Hugo Medina) le pide un favor. ¿No podría curar a un tal Elías (Nicolás Sepúlveda), un pobre muchacho de 24 años, delincuente común, que fue herido mientras intentaba robar algo para poder comer? Es un “Cristo muerto de hambre”, le dice el cura a Carmen, quien muchos años atrás, siendo una jovencita, fue enfermera voluntaria en la Cruz Roja. Luego nos enteraremos que, de hecho, ella quiso estudiar medicina, pero su papá ultraconservador no se lo permitió. ¿Por eso terminó casándose con Miguel (Alejandro Goic), su amable pero autoritario marido médico? Probablemente. Lo que sí queda claro de inmediato, por la secrecía con la que el padre Sánchez habla con ella, es que Elías no es ningún delincuente común.
La economía de medios en la puesta en imágenes de Martelli tiene su equivalente en el guion, escrito por ella misma en colaboración con Alejandra Moffat. Conocemos la estatura moral de los personajes por algunas palabras que sueltan por aquí y por allá, pero también por lo que callan, por lo que no dicen, por lo que apenas sugieren. Así pues, vamos reconstruyendo la vida de Carmen por las pláticas casuales de ella con Elías, con sus hijos, con sus nietos, con su displicente marido, con el viejo sacerdote de camisa gastada. La mujer tiene muy poco qué hacer con dos hijos grandes y fuera de casa: duerme poco, fuma demasiado, está sobremedicada y automedicada, toma alcohol cuando no debería y se “distrae” leyéndole cuentos de Horacio Quiroga a los ciegos. Tal vez es por simple aburrimiento que Carmen cura a Elías, le consigue penicilina, lo baña y le corta el cabello, arriesga su pellejo y el de su familia.
A final de cuentas, sus impecables modales burgueses son la mejor coartada para que nadie sospeche de ella: una mujer de esa clase social, con esa pose, con esa voz, con esa vestimenta (¡y con esos zapatos!) no puede tener nada que ver con los “comunistas” agazapados en todas partes, incluso en el hospital que dirige el marido. El espectador, sin embargo, tiene claro que algo ha cambiado en Carmen y lo ha hecho para siempre. Y como de costumbre, Martelli encuentra una manera tan sutil como contundente para subrayar el irreversible despertar de la conciencia moral de su protagonista: su reacción psicosomática ante el monólogo fascistoide de una amiga de la familia, interpretada con el brío de siempre por Antonia Zegers. Carmen no resiste más y su cuerpo reacciona. Pero, ¿quién podría sentirse bien ante lo que estaba sucediendo en ese momento en Chile? Más de uno. Muchos. Y todos ellos con impecables zapatos limpios. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.