En uno de los mejores momentos de La vida de Brian (1979), herético y desternillante segundo largometraje de los Monty Python, el desafortunado Brian del título (Graham Chapman), un pobre judío contemporáneo de Jesús, trata de convencer a una runfla de fanáticos de que él no es el mesías, que no viene a salvar a nadie, que ya, por favorcito, lo dejan en paz. Por supuesto, cada negativa de Brian, incluyendo la más grosera posible (“fuck-off!!!”) es desdeñada por sus fieles creyentes, pues es bien sabido que un verdadero mesías debe negar vehemente ser el Mesías. De hecho, solo así se puede identificar al verdadero salvador: cada vez que este niega serlo. Acorralado por esta demente lógica digna de Catch-22 (Nichols, 1970), Brian finalmente acepta ser el mesías. Los fanáticos gritan de alegría: siempre supieron que él era el salvador.
Al inicio de Duna: parte dos (E.U. – Canadá, 2023), el barbilindo aristócrata Paul Atreides (Timothée Chalamet, ya mucho más sazón, como dirían en mi rancho), identificado por los fremen, los bravos habitantes del desértico planeta de Arrakis, como el auténtico elegido, el Lisan al-Gaib de las profecías, niega ser el salvador que ellos están esperando. Nada de eso, les dice: él es un hombre más que está ahí para aprender de ellos, para luchar por ellos, para ser uno más entre ellos. Por supuesto, los fremen y sobre todo su líder, el correoso guerrero de voz rasposa Stilgar (Javier Bardem, desquitando el salario con la mayor dignidad posible), no le quieren creer, por más que, en algún momento, Paul levanta la voz para rogarles que dejen de adorarlo. Es más, ya exasperado, les termina exigiendo que le crean que él no es el mesías. Corte directo a Stilgar, quien plenamente convencido, le dice aparte a un grupo de fremen: “¿Ven? ¡Está escrito que el verdadero Lisan al-Gaib es humilde y tiene que negar su condición de mesías!”. Me fue imposible no soltar la carcajada en medio del cine: una película que cita directamente a Monty Python no puede ser tan mala.
Y, en efecto, no lo es. La secuela de la inerte Duna (2021) es un filme un poco mejor que la primera cinta, aunque sea porque en esta ocasión Denis Villeneuve parece haber optado por la estrategia de David Lynch, el primer insensato que intentó adaptar la densa e ¿inadaptable? novela homónima de Frank Herbert en 1984. Ya que no hay manera de trasladar al cine la compleja vida interior de los personajes del libro, Lynch decidió, en su momento, poblar su cinta de voces en off explicativas mientras creaba algunas de las imágenes más delirantes que alguien habría podido imaginar en los años ochenta, como ese perverso Barón lascivo y flotante interpretado por Kenneth McMillan, ese Sting sonriente enfundado en su sexy bikini galáctico (Fernanda Solórzano dixit) o ese Patrick Stewart dirigiendo una batalla con un perrito pug en los brazos. La Dunas de Lynch no tiene mucho sentido, es cierto, pero sigue siendo un espectáculo culposamente entretenido, por lo menos a ratos.
Los mejores momentos de Duna: parte dos aspiran a ese inalcanzable tono y nos sugieren mejores versiones de una película que, por desgracia, sigue siendo demasiado pesada y solemne para funcionar como un auténtico filme fantástico y de aventuras. Además de la ya afortunada reelaboración del sketch montypythonesco, esta secuela cobra vida en un puñado de escenas notables como, por ejemplo, la aparición del mesiánico Lisan al-Gaib entre los fundamentalistas fremen del sur, cuando se descubre ante ellos, desafiante, como el verdadero ungido y los llama a participar en la inminente guerra santa. Se trata de una escena de rara fuerza dramática, y la intensidad de Chalamet al interpretar ese rugiente monólogo casi shakespeariano es su mejor actuación no solo en la película sino en toda la saga.
Así como hay una Duna ligera y casi autoparódica que aparece en un instante para luego desvanecerse, hay otra Duna trágica que se atisba al plantear una deprimente reflexión sobre la lucha por el poder y la inevitabilidad del baño de sangre cuando, por un lado, hay maquiavélicos complós planeados desde la cumbre y, por el otro, una fanatizada adoración por el ungido que marcará el camino para vivir mejor en el futuro o para morir heroicamente en el presente. El problema es que estas posibilidades de otro tipo de Duna –y alguna otra más, como la Duna épica, con todo y duelo final entre el bien y el mal– son meros chispazos en medio de un espectáculo hollywoodense típicamente grandilocuente, anegado entre apantallantes efectos visuales, diálogos tan inanes como repetitivos entre Paul y su novia rebelde Chani (Zendaya) y una propulsiva banda sonora de Hans Zimmer que promete una acción acezante que nunca vemos en pantalla pero que, eso sí, nunca te deja conciliar el sueño –imposible echarse un coyotito en el cine con esa apabullante música invasiva que parece haber sido compuesta por los propios gusanos de Arrakis o, en todo caso, para ellos.
Al final, ahí queda el esfuerzo: varias posibles versiones de Duna, ninguna de ellas realmente logradas. Acaso porque la novela de Frank Herbert está hecha para leerse y no para adaptarse al cine. Por lo menos no como lo ha hecho Villeneuve en este par de filmes meritorios pero fallidos. Vaya: ni como lo hizo el mismísimo David Lynch, con todo y su faldero perrito pug en medio de una batalla. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.