Película El último bar / The Old Oak de Ken Loach.

En El último bar, la esperanza tal vez no es obscena

El cine de Ken Loach siempre ha sido transparente en su posición frente a las injusticias sociales y económicas que enfrentan las clases trabajadoras del Reino Unido. Dirige la que es quizá su última película, con un aliento esperanzador.
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Hacia el final de El último bar (Reino Unido-Francia-Bélgica, 2024), trigésimo largometraje del veterano cineasta inglés a punto del retiro Ken Loach (de su inolvidable ópera prima Pobre vaca, de 1967, a la extenuante obra mayor Lazos de familia, 2019, pasando por piezas centrales del cine británico de la talla de Kes, 1969, Riff-Raff, 1991 o Sweet sixteeen, 2002), el sensible sexagenario TJ Ballantyne (Dave Turner) encara a un amigo de toda la vida que, por mero resentimiento, ayudó a sabotear un acto de generosidad organizado por el propio TJ en su decadente bar, The Old Oak, que ha abierto sus vetustas puertas para recibir a un grupo de inmigrantes sirios.

TJ está más decepcionado que molesto. Entiende y comparte el diagnóstico: ese pueblo minero de Durham ya vivió sus mejores tiempos, las políticas tatcherianas acabaron con él hace décadas, no hay trabajo en ninguna parte y los pocos jóvenes que quedan apenas crecen y se van de ahí. Pero, ¿qué culpa tienen de todo esto los inmigrantes sirios que acaban de llegar al pueblo? Ese lugar ya estaba así antes de que arribaran a ese lugar del norte de Inglaterra ese puñado de gentes que lo perdieron todo, a excepción de la vida y, acaso, la esperanza. El reclamo de TJ al amigo es simple: ¿por qué cuando todo está saliendo mal hay personas que en lugar de voltear hacia arriba, hacia los poderosos, decide voltear hacia abajo, hacia los más vulnerables, para hacerles la vida aún más difícil?

Por supuesto, se trata de una pregunta retórica que TJ no espera que su antiguo camarada responda. Tampoco es una pregunta sutil y la respuesta es sencilla: mucha gente común, incluso entre los más desprotegidos, opta por el racismo y la xenofobia porque resulta más sencillo vehicular el resentimiento jodiendo a los de abajo que organizarse para joder a los de arriba. El propio TJ lo dice en su emocionada/emocionante filípica: es más fácil recurrir al odio, a la mentira, a la corrupción y la traición. En la situación que se vive en Durham –¿en toda Inglaterra, en todo el Reino Unido, en todo el mundo?– la esperanza es “obscena”.

Se trata de un discurso muy duro proviniendo de Ken Loach, sin duda el cineasta más militantemente progresista del cine británico. Nacido en 1936 en una comunidad muy similar a Durham, hijo de un obrero calificado en el seno de una familia proletaria, Loach logró de todas formas una educación privilegiada, pues llegó a Oxford a estudiar Derecho, aunque nunca ejerció porque desde el inicio se interesó profundamente en el teatro, al grado que llegó a ser el presidente del Club de Teatro Experimental de su universidad. Luego de su paso por la Fuerza Aérea, Loach optó por la carrera teatral. Actuó y dirigió algunas piezas en el circuito regional inglés hasta que surgió la oportunidad de trabajar en la BBC, en algunas series televisivas especializadas en teatro filmado, como The Wednesday play, para la que dirigió una decena de episodios entre 1965 y 1969, especialmente “Cathy come home” (1966), que resultó memorable no solo porque llamó la atención del público y la crítica, sino porque su abierta temática militante –su denuncia del rampante desempleo y de la imposibilidad de la clase trabajadora para acceder a una vivienda digna– logró que el Parlamento discutiera públicamente la situación e incluso se propusieran leyes para paliar el problema.

A partir de su debut como cineasta, Pobre vaca, realizada un año después de “Cathy Come Home”, la extensa filmografía de Loach –una treintena de largometrajes documentales y de ficción, sin contar otros tantos episodios televisivos y telefilmes– no se movería un ápice, ideológicamente hablando. Su cine es transparente en su posición moral frente a las injusticias sociales y económicas que enfrentan las clases trabajadoras del Reino Unido, pero siempre evita caer en el panfleto político directo. Siguiendo el camino trazado por el neorrealismo italiano y especialmente por Ladrones de bicicletas (De Sica, 1947) —la película que más influyó en su decisión de dedicarse al cine–, Loach gusta de alternar actores profesionales con amateurs y sus guiones provienen de una rigurosa investigación, aunque permite la improvisación constante de sus intérpretes, buscando que hagan suyo cada personaje que encarnan.

Después de casi seis décadas de su debut como realizador, Loach sigue siendo fiel a sus creencias políticas radicales –más socialistas que laboristas– y a su colaborativa/comunitaria ética de trabajo. El último bar es la tercera parte de una suerte de trilogía cinematográfica centrada en las difíciles condiciones de la clase trabajadora del norte de Inglaterra, después de las multipremiadas Yo, Daniel Blake (2016) –ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2016– y la angustiante Lazos de familia (2019) –en competencia en Cannes 2019 y ganadora del premio del público en San Sebastián 2019–. Como en estas dos cintas, en El último bar los personajes son gente común que han visto cómo todo vestigio de esperanza se ha ido evaporando desde la aplicación de las políticas tatcheristas en los años 80, heredadas por los siguientes gobernantes británicos, conservadores o laboristas.

El TJ interpretado por el bombero retirado Dave Turner en su primer papel protagónico –su  única experiencia como actor había sido aparecer en papeles pequeños en Yo, Daniel Blake y Lazos de familia– es un solitario hombre maduro que se aferra a seguir atendiendo su desvencijado bar –el The Old Oak del título en inglés– porque no tiene nada más que hacer y porque, además, no tendría dinero para sobrevivir. Atormentado por el daño que le hizo a su mujer ya fallecida –que debió haber sido grave, porque su único hijo se niega a hablar con él–, dedica su tiempo libre a ayudar a la luchona activista Laura (Claire Rodgerson) en todo lo que puede. Así que cuando un puñado de refugiados sirios llegan a vivir a algunos hogares del depauperado Durham, TJ es una de las pocas voces sensatas que no solo se niega a desconfiar, señalar o insultar a los recién llegados, sino que trata de hacerles la vida más sencilla, hasta terminar entablando una estrecha amistad con la joven fotógrafa Yara (Ebla Mari) que ha llegado a ese lugar con su madre y sus hermanos menores, pues su padre sigue en calidad de desaparecido.

El argumento escrito por Paul Laverty, guionista de cabecera de Loach desde Carla’s Song (1996), nos deja muy claro quiénes son los buenos y quiénes los malos. En este sentido, ni Loach ni Laverty quieren que nos confundamos: no hay matices posibles cuando, por ejemplo, el hijo de un antiguo esquirol –como lo recuerdan los más viejos del bar– es quien dirige el odio contra los refugiados recién llegados. No puede haber justificación para esa mezquindad. Pero sí lo hay para otros personajes que reaccionan inicialmente con desconfianza o, incluso, con franco rechazo. Es en este ambiguo territorio dramático en el que Loach y Laverty nos muestran de qué manera es posible abrir los ojos, tender puentes, extender la mano.

Como suele suceder con otros grandes maestros octogenarios/nonagenarios aun en acción –pienso en Clint Eastwood, Martin Scorsese y Woody Allen–, a estas alturas del juego, Ken Loach no está buscando sorprender a nadie –aunque al final lo logre, por cierto. Su estilo, depurado en extremo, muestra la serenidad de quien sabe qué quiere decir y cómo hacerlo. La cámara del fotógrafo de Yorgos Lanthimos, Robbie Ryan, no se permite excesos de ninguna especie: su delicado naturalismo nos presenta un escenario que sentimos genuino no solo porque el filme fue realizado en locaciones reales, sino porque intérpretes y puesta en imágenes transmiten convicción. Puede que estén representando una historia, pero no están mintiendo.

El ritmo del montaje a través de la edición de Jonathan Morris nos ofrece el tiempo necesario para reflexionar: las secuencias están divididas a través de fundidos en negro y en no pocas ocasiones la escena dura un par de segundos más, como si Loach hubiera decidido mantener esa imagen más tiempo del recomendado porque, ¿para qué tanta prisa? ¿A dónde quiere ir el espectador? ¿No quiere cerrar los ojos un momento, respirar, pensar qué nos hace seres humanos y, más aún, qué nos podría hacer mejores personas?

En la que es quizá su última película –Loach ha sugerido que El último bar podría ser su despedida del cine–, el indomable cineasta y activista británico ha querido retirarse con un aliento esperanzador. No diré de qué manera finaliza esta cinta; solo señalaré que el desenlace es, paradójicamente, el más hollywoodense de toda la carrera de Ken Loach. Después de todo, acaso la esperanza no sea una obscenidad.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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