Doble adiós de Glenda Jackson y Michael Caine

"El último escape" es un drama más bien modesto y simple, pero es una de las películas más importantes del año: ofrece la última oportunidad de ver juntas en la pantalla a dos leyendas del cine.
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El fin de semana pasado se estrenó en un puñado de salas mexicanas una de las películas más relevantes del año. No es lo más reciente de un autor consagrado, la audaz cinta de un cineasta casi desconocido que acaba de ganar un premio en tal o cual festival, o alguna de esas insólitas pero gratas sorpresas que aparecen en la cartelera comercial de vez en cuando. En sentido estricto, es una película más bien modesta, pequeña, de 90 minutos de duración, con una historia directa y sencilla y una ejecución que, en el mejor de los casos, podemos calificar de funcional. Me refiero a El último escape (Reino Unido – Francia – Suecia, 2023), décimo segundo largometraje del competente artesano inglés Oliver Parker, una película que, si no fuera por un par de pequeños detalles, podría haberse estrenado directamente en televisión, en la función estelar del Hallmark Channel. Ese par de pequeños detalles tienen nombre y apellido: Glenda Jackson (1936-2023) y Michael Caine (1933).

De ahí el adjetivo que usé en el párrafo anterior: El último escape no será una gran película, pero sí es de lo más importante que usted podrá ver en el año. Esto, en parte, tiene razones históricas: se trata de la última cinta realizada por estos dos actores, pues Jackson falleció poco después de terminarla y Caine anunció su retiro definitivo en cuanto el filme se estrenó en octubre del año pasado. Pero sobre todo, son razones nostálgicamente cinéfilas, pues presenciar en pantalla grande el último toma y daca actoral de dos leyendas octogenarias, en pleno uso de sus recursos y de su insumergible carisma, no solo sirve para alimentar, dijera el poeta, nuestra íntima tristeza reaccionaria (“¡estosh shí eran actoresh!”), sino para llevarnos a examinar la brillante y extensa carrera paralela de estos dos proletarios que, sin más agarraderas que su talento, empuje y ambición, triunfaron en los dos lados del Atlántico (los dos ganaron un par de oscares y sus respectivos premios BAFTA) y, además, obtuvieron algo más que aplausos, pues Michael Caine fue nombrado caballero por la Reina Isabel en el año 2000, mientras que Glenda Jackson, fiel a su identidad como combativa militante laborista y socialista, rechazó ser nombrada dama por la reina, pero fue un miembro muy vocal del Parlamento británico desde 1992 hasta 2015, lapso en que abandonó su carrera como actriz.

No sé cuándo se conocieron Caine y Jackson, pero debieron reconocerse al instante como dos colados en el estricto sistema de clases en la Inglaterra de mediados del siglo pasado. Caine nació con el nombre de Maurice Joseph Mickewhite en el seno de una familia trabajadora londinense –su papá tenía un puesto de venta de pescados, su mamá limpiaba casas y oficinas– y nunca se interesó mucho en la escuela. A los 15 años ya estaba trabajando en todo lo que saliera, hasta que le cayó la elegante chamba de servir el té en un teatro londinense. Fascinado por lo que veía en el escenario, se animó a aparecer en algunas obras amateurs y, después de enlistarse en el ejército y regresar de la guerra de Corea, inició su carrera como actor profesional en el teatro, el cine y la televisión. Después de una década de picar piedra, logró ganarse la atención de la crítica y el público en el papel del joven teniente Bromhead en Zulú (Endfield, 1964). De ahí en adelante vendrían primero el abrupto estrellato inicial y, con el paso del tiempo, a fines de la década de los 80, su transformación en el emblemático actor británico de prestigio, una etiqueta que le serviría para ganar dos premios Oscar –por Hannah y sus hermanas (Allen, 1987) y Las reglas de la vida (Hallström, 1999)– pero también para aparecer indiscriminadamente en cualquier papel que le ofrecieran (“No la he visto, me dicen que quedó muy mal; por otra parte, quiero decirle que la casa que le compré a mi mamá con lo que me pagaron sí quedó muy bien”, declaró cuando alguien le preguntó por qué aceptó protagonizar Tiburón 4).

Jackson nació en una familia aun más pobre. Su papá era albañil y ella, al igual que Caine, dejó la escuela siendo apenas una adolescente para trabajar como mesera, recepcionista y empleada en una farmacia, al mismo tiempo que empezó a actuar en el teatro amateur. En 1964, mientras Caine lograba su primer papel importante en el cine en Zulú, Jackson dio el salto definitivo, a los 28 años de edad, cuando el prestigiado director teatral Peter Brook le ofreció interpretar a Charlotte Corday en la pieza Marat/Sade, que fue un éxito primero en Londres y luego en Nueva York; interpretaría el mismo papel en la adaptación fílmica de 1967, dirigida también por Brook. El éxito de Jackson fue más rápido que el de Caine: ganó el Oscar en 1971 por Mujeres apasionadas (Russell, 1969) y repitió casi de inmediato, en 1974, con la comedia romántica A touch of class (Frank, 1973).

En esta época Jackson y Caine compartieron por primera vez créditos en pantalla en The romantic Englishwoman (1975), un melodrama dirigido por el extraordinario cineasta estadounidense exiliado en la Gran Bretaña Joseph Losey. La cinta, basada en una novela de Thomas Wiseman adaptada por el propio escritor en colaboración con el entonces joven dramaturgo Tom Stoppard, está centrada en un matrimonio en crisis, formado por el exitoso novelista Lewis Fielding (Caine) y su aburrida esposa Elizabeth (Jackson), quien deja a marido e hijito en Inglaterra para pasar unos días en la ciudad balneario de Baden Baden, en donde conoce a un joven poeta alemán llamado Thomas (Helmut Berger) que, en realidad, es un malandro y gigoló que vive de estafar a mujeres de dinero, como la propia Elizabeth. De regreso a Inglaterra, Lewis sabe del posible affaire de su mujer con ese desconocido poeta, lo que enciende su creatividad –empieza a imaginarse escenas eróticas que usa para cierto guion que está escribiendo– pero también sus celos y su paranoia. Ello no evita que cuando Thomas se comunique con Elizabeth, el propio Lewis invite al supuesto rival en amores a pasar unos días en su espacioso hogar.

Vista casi 50 años después de su estreno, The romantic Englishwoman aparece como un filme emblemáticamente setentero –la premisa literaria/intelectual prefigura la mucho más lograda Providence (1977), de Alain Resnais– y también como un impecable ejercicio de estilo de parte del gran Joseph Losey (1909-1984). Como fue constante en la rica filmografía del transterrado cineasta, su manejo de los espacios en interiores –esos encuadres con los espejos reflejando la duplicidad de los personajes– es realmente ejemplar, así como la elegante conducción de la cámara, que siempre está en movimiento sin llamar la atención sobre sí misma. Al volverla a revisar, después de haber visto El último escape, me di cuenta de algo más: mucho del encanto abrasivo que destila Glenda Jackson en ese papel y en esa película siguió estando presente e intacto casi medio siglo después.

En El último escape Jackson y Caine son de nuevo marido y mujer, pero aquí no hay crisis de por medio, a no ser los inevitables achaques de la tercera edad. Estamos en un asilo de ancianos en Inglaterra, en junio de 2014. Bernard Jordan y su esposa Irene (Caine y Jackson) están cerca de los 90 años de edad y, aunque saben que no les queda mucho tiempo juntos –o, más bien, por esa misma razón–, viven pendientes uno del otro, amorosos y preocupados, aunque cada quien en su estilo. Bernard es cálido, bromista y sonriente, mientras que Irene está lista para elevar la voz, quejarse, ordenar, decir verdades a quien quiera o no escucharlas. Bernard expresa tentativamente sus deseos y emociones, Irene es mucho más claridosa y no esconde lo que piensa ni lo que siente.

El guion original de William Ivory está basado en un hecho real: el verdadero Bernard Jordan, un casi nonagenario veterano de la Segunda Guerra Mundial, dejó por unos días y de mutuo acuerdo a su esposa Irene en el asilo de ancianos para asistir a la conmemoración del Día D que se organizó en junio de 2014 en las playas de Francia, con la presencia de la reina Isabel y el entonces presidente Barack Obama. Como Bernie no les avisó a los directores del asilo de su viaje y como la imagen de un anciano con andadera que sale de Inglaterra para tomar el ferry y cruzar hacia Francia era una noticia de color demasiado buena para dejarla pasar, el modesto veterano de la marina británica se convirtió en celebridad nacional, por lo menos durante unos cuantos días.

El drama es simple y su ejecución poco inspirada, aunque muy competente y limpia. Los agregados a la historia –la razón por la cual Bernie decide viajar solo hacia Francia, su encuentro con el veterano aviador alcohólico que vive atormentado porque piensa que pudo haber matado a su propio hermano en un bombardeo, sus encuentros con otro veterano de guerra mucho más joven que obviamente necesita ayuda, como le dice paternalmente el propio Bernie– son meros excipientes para la verdadera razón de ser de esta película: brindarles a Michael Caine y a Glenda Jackson la segunda –y, a la postre, última– oportunidad de aparecer juntos.

En este sentido, es imposible no sentirse emocionado al verlos compartir pantalla medio siglo después de The romantic Englishwoman. Ahí siguen estando presentes, por un lado, la encantadora fragilidad del último Michael Caine y, por el otro, la agresividad a flor de piel de una indomable Glenda Jackson, que a sus 88 años de edad sigue dominando cada encuadre en el que aparece. La Jackson de El último escape aún taladra con la mirada, retuerce los labios en señal de disgusto, mueve la mano de manera displicente para mostrar que ella ha dicho la última palabra. Y, sí, por supuesto, Glenda Jackson la ha dicho. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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