La chica de nieve, mejor en la pantalla que en el libro

En su adaptación televisiva, los clichés ininterrumpidos que conforman el best seller del malagueño Javier Castillo son transformados en un formidable thriller compulsivamente visible.
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Javier Castillo (Málaga, 1987), un asesor financiero de 27 años de edad, se trasladaba todos los días de su casa a su trabajo en un tren de cercanías. Desde hace tiempo tenía ganas de escribir un libro y, como no tenía otro tiempo libre que esos trayectos mañaneros, ahí fue donde empezó a trabajar en una novela, que tituló El día que se perdió la cordura (2014). Al terminarla, Castillo envió una copia a varias editoriales, pero como no esperaba gran cosa de ese primer producto literario, al mismo tiempo decidió subir el libro a la plataforma de autopublicación de Amazon, para luego seguir con su trabajo.

Lo que sucedió fue que los días de Castillo como asesor financiero estaba contados. El día que perdió la cordura se convirtió en un éxito inmediato de ventas en Kindle Direct Publishing, lo que llevó a que fuera publicado en papel y traducido a más de 60 idiomas. Desde entonces, Castillo ha escrito cinco novelas más –El día que se perdió el amor (2018), La chica de nieve (2020), El juego del alma (2021) y El cuco de cristal (2023)–, que solo en España han vendido más de un millón de ejemplares.

Por supuesto, este éxito de ventas no podía pasar desapercibido para las plataformas televisivas, ávidas de “propiedad intelectual” ya probada y que pueda expandirse para seguir siendo explotada. Aquí entra en escena Netflix, que en abril de 2021 anunció la compra de los derechos de La chica de nieve para adaptarla a una miniserie televisiva de seis episodios que se estrenó a inicios de este año.

Por fortuna para todos –para Netflix, para los espectadores y hasta para el propio Javier Castillo–, la adaptación fue escrita por los experimentados guionistas televisivos Jesús Mesas Silva y Javier Andrés Roig, de tal manera que la ininterrumpida serie de facilones e inverosímiles clichés genéricos que conforman la novela del autor malagueño son transformados en una perturbadora, emocionante y emotiva crónica policial, en la que la desaparición de una niña de cinco años es el pretexto para un absorbente periplo por los sótanos más oscuros de la sociedad española, en donde el abuso sexual hacia las mujeres –niñas, adolescentes o adultas– está no solo normalizado, sino que puede convertirse en un muy lucrativo negocio.

Aunque los adaptadores respetaron en líneas generales la premisa y el desarrollo de la novela original –la desaparición de la niña en medio de una festividad pública, la búsqueda de los desesperados padres, la recepción de varios videocasetes que parecen revelar el destino de su hija, la obsesión de una joven periodista por este caso–, Mesas y Roig también hicieron un cambio fundamental que logra que el relato televisivo sea mucho más verosímil, más genuino y dramáticamente mucho más logrado que el libro escrito por Castillo.

Si la novela transcurría en Nueva York (¿como por qué?) y la desaparición de la niña ocurría en el célebre desfile de Acción de Gracias, en la miniserie la acción está ubicada en la tierra natal de Castillo, una Málaga fría y lluviosa. Lo que en la novela se lee como una torpe impostura literaria –uno pasa por los capítulos como si se tratara de una pésima traducción al castellano de una novelita gringa de aeropuerto–, en la serie televisiva se ha convertido en un formidable thriller compulsivamente visible, tanto por el compacto entramado narrativo como por el impecable trabajo de su extendido reparto.

La desaparición de Amaya Martín ocurre no el día de Acción de Gracias, sino en la Cabalgata de los Reyes Magos, un 5 de enero de 2010. Tras un descuido de su papá dibujante, la niña desaparece como si se la hubiera tragado la tierra. No hay petición de rescate, no hay visos de venganza de ninguna especie, así que todos piensan lo peor, lo más terrible, lo indecible: quién sabe para qué horrores fue secuestrada una niña tan pequeña. Una estudiante de periodismo, Miren Rojo (Milena Smit, a quien vimos en Madres paralelas,de Almodóvar), empieza a reportear el caso, apoyada por su maestro, el veterano Eduardo (un José Coronado ambiguo), mientras la policía topa una y otra vez con pared, ante la frustración de la inspectora Belén Millán (recia Aixa Villagrán). El caso se estanca y es olvidado por todo mundo, menos por los padres. Seis años después, ya separados, reciben un videocasete. En las imágenes aparece una niña muy parecida a su hija, solo que con unos 12 años de edad, jugando con una casa de muñecas. Todo parece indicar que Amaya sigue viva.

Los dos directores de la miniserie –el experimentado realizador televisivo David Ulloa y la veterana asistente y directora de casting Laura Alvea, debutando aquí como realizadora– mantienen el suspenso entre el fin de un episodio y el inicio de otro. Por su parte, los guionistas Mesas y Roig aprovechan con eficacia la dislocada estructura temporal de la novela, en que la historia avanza y retrocede en cada capítulo. Se forma así un oscuro rompecabezas criminal en el que aparecerán, a retazos, un cínico pedófilo en prisión, una poderosa mafia asentada en Costa del Sol y un amigo de la familia que tiene mucho qué ocultar. En la medida que avanza la miniserie, aparece un panorama general desalentador en el que todo hombre, sin excepción, es un monstruo en potencia, por más que presuma una reputación intachable y la más amigable de las sonrisas. Eso lo sabe bien la siempre desconfiada, perpetuamente hosca Miren. No necesita que alguien le diga que está luchando contra la realidad y que el mundo es así. Ella lo conoce bien, por experiencia propia.

La chica de nieve es un notable caso de estudio: cómo una novela tan pobre, literariamente hablando, tan impostada en su escenario neoyorkino mal apropiado, tan inverosímil en la sucesión mal pergeñada de acontecimientos, se ha convertido en un absorbente thriller policial al cambiar el artificial ambiente neoyorkino por uno que se siente y se ve no solo genuino sino hasta natural. Los colores opacos que dominan en la puesta en imágenes, la lluvia que está presente en ocasiones claves, el acento tan particular de los actores, la propia geografía de las locaciones en las que filmó la miniserie, todo abona a que el espectador crea, dramáticamente hablando, en lo que sucede. Más aun, uno cree en los personajes y está interesado en lo que les sucede.

Al final de La chica de nieve, todo parece indicar que el caso de Amaya es solo el inicio para que Miren se sumerja en un infierno aún más tenebroso. De hecho, la siguiente novela de Castillo, El juego del alma, es una secuela directa de esta historia. Yo ya la estoy esperando. Pero me refiero a la miniserie. En cuanto a las otras novelas de Castillo, muchas gracias: con una tuve suficiente. Eso sí, ojalá que siga vendiendo los derechos para la televisión, que consiga buenos adaptadores y aún mejores realizadores. Los aficionados al thriller policial se lo vamos a agradecer. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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