Emma Stone en Pobres criaturas. Foto cortesía de Searchlight Pictures. © 2023 Searchlight Pictures todos los derechos reservados.

Pobres criaturas: ansias de libertad (y sexo)

La película más reciente de Yorgos Lanthimos transforma la novela en que está basada en una versión feminista de Frankenstein o una gozosa y desbordada apropiación de Alicia en el país de las maravillas.
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Hacia la última parte de Pobres criaturas (Reino Unido – E.U. – Irlanda, 2023), séptimo largometraje del estandarte de la rara ola griega Yorgos Lanthimos, el abogado bon vivant Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo) le reclama a su amante en proceso de emancipación Bella Baxter (Emma Stone) que últimamente se la pasa leyendo, que dejó de ser divertida, que ya no habla de la manera en la que solía hacerlo. Bella levanta la vista de un libro de Emerson y cual Diógenes femenina, le pide a Duncan que se mueva, que le está tapando el sol.

Cuando llegamos a este momento del filme ganador del León de Oro en Venecia 2023, la historia, basada muy libremente en la novela ¡Pobres criaturas! (Anagrama, 1996), del escritor escocés Alasdair Gray (1934-2019), la película se ha transformado de una suerte de versión feminista de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) a una gozosa y desbordada apropiación sexosa de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (1865) o, más bien, en el país de las cogidillas. De hecho, Pobres criaturas podrá entenderse, también, como una muy divertida y desaforada deconstrucción del mito de Pigmalión. Como la My fair lady (Mi bella dama, Cukor, 1964) del siglo XXI que, en manos de Yorgos Lanthimos es, más bien, My fuck lady.

El guion de Tony McNamara ha tomado los elementos narrativos claves de la novela de Gray para presentarnos la historia del crecimiento, maduración y liberación de Bella, una de las pobres criaturas del título, creada en plena época victoriana por el científico loco londinense Godwin Baxter (Willem Dafoe) a partir del cadáver de una mujer suicida y el cerebro de un bebé. Desde el momento que esta creación, bautizada como Bella, abre sus ojos a la vida, un aventajado alumno de Baxter, Max McCandles (Ramy Youssef) tiene la tarea de estar todo el tiempo con la muchacha, no tanto para cuidar de ella sino para estudiarla y seguir su evolución.

Es decir, cómo aprende a caminar, a balbucear, a repetir palabras, a tener sus primeras ideas, a hacer sus inevitables travesuras, a conocer su propio cuerpo y, ni modo, a descubrir que si se toca ahí abajo y de cierta manera, se siente bien a todo dar. El experimento humano de Baxter se sale de control cuando Bella se da cuenta de que la vida está no solo en el desvergonzado goce de su cuerpo sino también en entregarse por completo a eso que ella identifica como “saltos furiosos” –primero con hombres, luego con mujeres– y, al final, que la vida misma, sin demeritar la importancia del sexo, es compleja, interesante y está allá afuera esperándola, tras esas cuatro paredes en las que su creador y su estudioso enamorado quieren mantenerla encerrada. Llegado el momento, Bella descubrirá que no hay hombre alguno –y esto incluye al lascivo abogado vividor Weddeburn– que se sienta seguro frente a ella, a su inagotable curiosidad, a su ausencia de ataduras morales y a sus insumergibles ansias de libertad.

La militancia feminista del guion de McNamara evade el didactismo facilón a través de un par de estrategias complementarias. En primer lugar, el muy pertinente discurso ideológico del filme está vehiculado a través de una delirante puesta en imágenes que no deja descansar al espectador. El diseño de producción de Shona Heath y James Price nos presenta un siglo XIX europeo retrofuturista que no cabe en el encuadre. Desde Las aventuras del Barón Munchausen(1988), del más excedido Terry Gilliam, no me había topado con un escenario cinematográfico tan agotador, en el cual siempre hay algo que ver, sea en los abiertos exteriores de esos fantásticos cielos de Lisboa, sea en los apeñuscados interiores del burdel parisino donde nuestra protagonista descubre, cual Bella de día (Buñuel, 1967) comunista, que eso de practicar la prostitución es un respetable trabajo más, pues quien la ejerce es dueña de sus propios “medios de producción”.

El otro elemento central en Pobres criaturas es el humor, logrado en parte por la tajante edición de Yorgos Mavropsaridis –véanse las reacciones de los demás personajes ante el libérrimo comportamiento de Bell–y, especialmente, por esa galería de excéntricos personajes interpretados por un extendido reparto sin temor alguno al exceso ni al ridículo. En este sentido, Ruffalo aparece como un auténtico descubrimiento cómico en el papel de ese ese patético macho mujeriego y humillado, entre el ridiculizado profesor Emil Jennings de El ángel azul (von Sternberg, 1930) y el cornudo Fernando Rey de Ese oscuro objeto del deseo (Buñuel, 1977).

Y, por supuesto, está Emma Stone, quien aparece en más del 90% de los encuadres del filme. Su Bella es un auténtico tour de force físico y mental: la conocemos cuando apenas gatea, la seguimos en su persistente azoro ante su cuerpo y el de los demás, y la acompañamos en la medida que va desarrollando y extendiendo su conciencia. Es una actuación notable, acaso la mejor de su carrera, porque atestiguamos su conversión radical, de irrefrenable bufón –todos los bebés lo son de alguna manera– a desafiante feminista avant la lettre que ha empezado a entender el alcance de su propio poder, el de su cuerpo y el de su voluntad. ¿Pobres criaturas? Sí: los que tienen que lidiar con ella. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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