Durante la primavera de 1983, el cineasta alemán Wim Wenders visitó Japón para hacer un documental sobre Tokio o, mejor dicho, sobre un Tokio inexistente, el retratado en el cine de Yasujiro Ozu (1903-1963), “un paraíso que alguna vez fue realidad”, como ha dicho el propio Wenders en una entrevista reciente. El documental se llamó Tokio-Ga, que fue filmado en 1983, pero editado hasta 1984 –Wenders estaba dirigiendo su obra maestra, París, Texas (1984)– y estrenado finalmente en 1985, en el Festival de Cannes, programado en la sección Una cierta mirada.
Wenders y su entonces joven fotógrafo, el futuro tres veces nominado al Oscar Edward Lachman, llegaron a Japón en el vigésimo aniversario de la muerte de Ozu y se pasearon por Tokio durante varias semanas, capturando momentos, acciones y escenarios completamente casuales: los ruidosos y atestados salones de pachinko, un tranquilo “estadio” en el que los japoneses practicaban sus golpes de golf, el cuidadoso proceso de fabricación de los sintéticos platos de comida con los que adornaban sus vitrinas los restaurantes, un par de encuentros con un célebre colega de generación (Werner Herzog) y un admirado mentor documental (Chris Marker escondiéndose tras un dibujo), más los inevitables paisajes con los cerezos en flor y un parque en el que decenas de jóvenes bailaban a los americanizados ritmos de Little Richard, Elvis Presley y Blondie.
Entre los intersticios de este azaroso y caprichoso ejercicio de cinéma vérité, Wenders, voz en off mediante, reflexiona sobre ese vibrante Tokio que estaba atestiguando, contrastándolo con el Tokio que él había conocido en el cine de Ozu, a través de sus 54 filmes, la mayoría centrados en la familia, en sus pequeñas y grandes decepciones, y en la lenta pero inexorable disolución de las tradiciones niponas más antiguas ante la llegada de la modernidad americana/americanizada de la posguerra. En este sentido, Tokio-Ga es un filme partido en dos o, mejor dicho, alternado en dos: la fascinante crónica urbana de ese Tokio de inicios de los años 80 al lado del más emotivo homenaje documental que se haya hecho sobre Yasujiro Ozu, el cineasta, su estilo y su ética de trabajo.
Las extensas entrevistas con el actor emblemático de Ozu, el gran Chishû Ryû, y su asistente de fotografía y luego cinefotógrafo exclusivo Yûharu Atsuta –quien al final se conmueve y nos conmueve hasta las lágrimas– nos presentan el retrato de una lacónica figura paterna –por más que Ozu tuviera casi la misma edad que Ryû y Atsuta– que rara vez elogiaba a alguien (“estuvo bien eso que hiciste”, solía decir días después como único reconocimiento), que se involucraba maniáticamente en cada elemento de la filmación (el encuadre preciso que no debía cambiarse, los gestos específicos de los intérpretes, ese objeto que aparecía en la esquina del set) y que no daba instrucciones complejas a sus actores, a no ser qué hacer y decir exactamente, sin explicaciones psicológicas de ningún tipo y ensayando nada más que dos o tres veces, con la notable excepción de Ryû, a quien a veces le hacía repetir una escena en veinte ocasiones (“es que no tengo talento”, musita con ¿falsa? modestia el actor que apareció en 52 de los 54 filmes dirigidos por Ozu).
Enmarcada con el inicio y el final de la obra maestra de Ozu, Cuentos de Tokio (1953), Tokio-Gaes, en su bien calculada humildad (¿como la de Chishû Ryû?), no solo una de las películas más logradas de Wim Wenders, sino una de sus más típicas. Y es que el mejor cine de uno de los baluartes del nuevo cine alemán –al lado del fallecido Fassbinder y los muy vivos Schlöndorff, Herzog y Reitz– rehúye tercamente la unidad. Las cintas más valiosas de Wenders suelen avanzar cabalgando entre géneros dispares –el western contaminando el thriller psicológico al estilo de El amigo americano (1978)–, entre estilos muy distintos –el laconismo inicial de paisajes y personajes en París, Texas culmina en uno de los más largos y más emocionantes monólogos que uno recuerde– y hasta entre formas de producción contradictorias –el exitosos documental Buena Vista Social Club (1999), que parece un ficticio cuento de hadas, con final feliz incluido.
Algo similar ocurre con Días perfectos (Alemania-Japón, 2023), su más reciente largometraje, nominado al Oscar 2024 y, por lo menos desde esta trinchera, no solo su mejor filme de este siglo, sino su mejor película de ficción en más de treinta años. Wenders ha regresado a los orígenes en más de un sentido: no solo en su apuesta estilística ya descrita –estamos ante un filme de ficción realizado como si se tratara de un documental observacional– sino en el retorno a una Tokio muy diferente a la que conoció hace casi cuatro décadas y, desde luego, a aquella en la que vivió Ozu.
Hirayama (Kôji Yakusho, ganador del premio a mejor actor en Cannes 2023) es un hombre de mediana edad que se despierta todos los días con el alba, al escuchar los golpes de la escoba con la que barre una anciana vecina el pavimento. El solitario tipo se levanta, se rasura meticulosamente, se lava la boca, riega sus plantas, se viste para ir al trabajo y al salir a la calle voltea hacia el cielo, hacia el sol, hacia las nubes: un día más de vida. Compra un café en una máquina que se encuentra a unos pasos de su pequeño hogar, se sube en su vagoneta, elige algún casete de rock para escuchar en el trayecto –The Animals, The Velvet Undergroung, The Kinks, Lou Reed– y luego se dedica con la mayor dedicación y cuidado posibles a su trabajo: limpiar los baños públicos de Tokio. El hombre no dice una palabra (el primer diálogo lo escuchamos hasta el minuto once del filme) y, según su joven, impuntual y hablantín compañero de trabajo, Takashi (Tokio Emoto), nunca ha platicado con él de nada ni de nadie. Hirayama está muy lejos de ser un tipo hosco o antisocial –véase cómo acepta jugar al gato con un desconocido–, pero es claro que no le gusta distraerse: si debe limpiar un mingitorio, un escusado, un cristal o un lavabo, eso es lo que debe de hacer y debe hacerlo bien, a tal grado que usa un pequeño espejo para detectar alguna mancha que esté fuera de su alcance.
Hirayama vive concentrado en el presente, en el hoy, en el momento. Cuando descansa a la hora de la comida aprovecha para tomar una foto de la luz que se cuela entre los árboles, le sonríe a una muchacha que se siente muy cerca de él, observa con curiosidad a un vagabundo que vive en un parque y, al terminar su jornada, se va a comer siempre al mismo restaurante, se toma un generoso vaso de agua helada, regresa a su casa a descansar, lee unas páginas antes de irse a dormir –Faulkner, Koda o Highsmith, nada menos– y, al día siguiente, todo vuelve a empezar con la rutina ya descrita, sin posibilidad alguna de aburrimiento porque estar vivo es estar perpetuamente maravillado.
Días perfectos sucede a lo largo de un par de semanas, cuando la inalterable rutina de Hirayama es interrumpida por algunos pequeños pero significativos encuentros con inesperadas almas gemelas: con una jovencita (Aoi Yamada) a la que le descubre la voz de Patti Smith (“Redondo Beach”) a través de uno de sus anacrónicos casetes, con su sobrina (Arisa Nakano) que ha huido de su casa y con la que coincide en su afición a la fotografía analógica, y con cierto tipo desahuciado (Tomokazu Miura) con el que comparte una cerveza, un juego infantil de sombras y al que escucha una confidencia a las orillas de la bahía de Tokio.
Días perfectos tiene la estructura narrativa de la obra cumbre de Chantal Akerman, Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975), pero desprovista de cualquier asomo de asfixia existencial. La rutina para Hirayama no es el preludio de la muerte ni de la autodestrucción, sino el asombro hacia la vida, que puede ser efímera, pero también no deja de ser constante, como nos lo aclara, hacia el final, la definición de cierto concepto clave japonés, komorebi, es decir, “la luz y las sombras que provoca el sol al atravesar las hojas de un árbol movidas por el viento; solo existe una vez, en un momento”. Sí, una vez, un momento, pero también todas las veces en todos los momentos en los que nos detenemos para ver. El komorebi siempre está ahí, esperando por nosotros.
Wenders ha dirigido una película más digna de Ozu que su ya mencionado homenaje Tokio-Ga: su Hirayama es el típico personaje masculino de Ozu que no termina de adaptarse al mundo que le rodea y que tiene una relación no resuelta en el interior de su familia, pero que también forma parte indisoluble de esa sociedad a la que, aunque sea en los márgenes, pertenece y a la que nunca le da la espalda. También en la dirección actoral de Yakusho se puede señalar la influencia de Ozu: el veterano actor está en un constante tono sereno y minimalista, pero que deja entrever su complejo mundo interior en el esbozo de una sonrisa, en una pequeña inclinación de su cabeza, en la forma que dirige su mirada.
Sin embargo, cuando llegamos al desenlace, Wenders, más Wenders que nunca, opta por romper con su discreta puesta en imágenes y su minimalista dirección actoral, cuando la cámara de Franz Lustig toma en constante primer plano y durante dos minutos al Hirayama de Kôji Yakusho mientras escucha en el interior de su vagoneta, y nosotros con él, a Nina Simone. En estos preciosos instantes, el rostro del silencioso afanador se va transformado entre risas y llantos que vemos, entre asombros y convicciones que intuimos. Se trata de un auténtico tour de force actoral, apenas comparable al similar de Nicole Kidman en Reencarnación (Glazer, 2015) o, incluso, al de Mia Farrow en el inolvidable final de La rosa púrpura del Cairo (1985). Sí, es cierto, aquí Wenders traicionó a Ozu. Pero en esta traición está contenido, también, el más profundo de los respetos. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.