Filmamos la tierra, pero recordamos que sobre nosotros está el cielo

'Bridges of Time' es un documental de documentales sobre el cine báltico y esos cineastas que querían atrapar el tiempo.
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Para tener una idea del cine documental que se empezó a hacer en los países bálticos desde principios de la década de 1960, mientras en otros mares ensayaban también sus nuevas olas, veo el documental de 2018 Bridges of Time, de coproducción lituana, letona y estona y escrito y dirigido por Kristīne Briede y Audrius Stonys. Lo que encontraré no es una película con armazón cronológico, donde se expliquen las razones de esta o la otra estética o la preferencia por unos temas encima de otros, sino una serie de ráfagas que nos permiten atisbar momentos pasados y que hay que dejar que se hilen por sí solas. 

La estructura se repite a lo largo del metraje: los directores de Bridges of Time visitan a cada uno de los cineastas, que se han convertido ya en ancianos, les dejan hablar un rato y a menudo montan en contraste fragmentos de sus películas con tomas de los lugares, tal y como están hoy, o de las personas que filmaron, ahora que ya son mayores. Así, en este documental de documentales los antiguos parecen cambiar de naturaleza por haberse convertido, precisamente, en carne de documental. Algo llama la atención desde el principio: la coincidencia de visiones lindando con lo espiritual o directamente chapoteando dentro, puede que como reacción a las imposiciones soviéticas. La apariencia de santones que han adquirido algunos de los cineastas también parece decir algo propio de esta cinematografía. Pero seguro que escribiendo sobre lo que he visto acierto a encontrar algo más. Va un pequeño repaso:

La película comienza con una cita del letón Herz Frank: “Echa un vistazo retrospectivo conmigo y quizá averigües algo nuevo sobre el cine documental, que no es otra cosa que la vida después de la muerte”. Frank es el autor de un célebre cortometraje de 1978, Ten Minutes Older (en su título original Par desmit minutem vecaks), que inspiró las películas de episodios The Trumpet y The Cello, en las que directores como Aki Kaurismäki, Erice, Jarmusch, Claire Denis o Godard contaron con diez minutos para atrapar el paso del tiempo. La película original, la de Frank, consiste en un emocionante plano secuencia de los rostros de unos niños en claroscuro. Ellos están viendo un espectáculo de marionetas, y nosotros los espectadores comprobamos cómo muchas veces lo arrebatador ocurre en el rostro del que mira, en nuestro compañero de platea espiado de reojo más que sobre el escenario. En el registro fascinante del asombro hay ya algo que se repetirá: la manera delicada de rodar a los niños.

“Filmamos la tierra, pero recordamos que sobre nosotros está el cielo”, oímos mientras vemos un montaje alterno de un paisaje agreste, en color, y una extraña comitiva de motos y jeeps sacada de una película en blanco y negro. Más tarde el letón Uldis Brauns aparece en su casa rebuscando en unas cajas llenas de trastos para encontrar una grabadora que debió de haber usado hace siglos. Es también una manera de registrar el paso del tiempo. Y entonces aparecen unas imágenes de una película que no se dice cuál es pero que deseo vivamente ver: en una playa sobrevolada por helicópteros, unos niños se dejan caer rodando por las dunas y acaban bailando un swing en la orilla, con un gozo contagiosísimo: hasta los helicópteros están bailando el swing.

“El día a día del documentalista”, farfulla ahogado Ivars Seleckis Aiv mientras realiza su seguramente cotidiana actividad de emerger de una escotilla con los graznidos de las gaviotas de fondo. Se le ha dado ese toque marinero porque la película que se muestra es Krasts (La costa), dedicada a unos pescadores bálticos. Los hombres otean desde la proa, los miles de pececillos plateados saltan en las redes. “Teníamos una cámara y tiempo”, resume. Seleckis llevó la cámara en las primeras películas de Brauns, y también lo hace en esta película de su compatriota Aivars Freismanis, al que más tarde visitamos en su casa rodeada por una jungla. Tiene un aspecto muy particular, entre sacerdote y ballenero sacado de un grabado. Un rostro que da ganas de filmarlo. Pero cuando el plano dura mucho, él se queja: “Venga, que me da vergüenza”. 

Mark Soosaar, estonio, entona unas canciones populares recostado al frío sol sobre unas rocas. Nos dice: “Este mundo que está desapareciendo, en el que vivimos ahora, será reemplazado por nuevas variaciones, mundos con personas nuevas, que tendrán nuevas creencias. Es así, y tenemos que aceptarlo”. Y añade: “No es posible hacer películas para las generaciones futuras. No sabemos en qué pensarán. No sabemos lo rápido que pensarán ni qué cosas les interesarán”. Andres Sööt, que es también estonio, reflexiona también, pero en otros términos, sobre el paso del tiempo en la locución de una película suya en blanco y negro, sobre las imágenes de unas mujeres reunidas en un café: “Ningún tiempo se desvanecerá. Este momento durará para siempre. El tiempo que ha emergido nunca desaparecerá. Es así aunque nuestros sentidos no puedan atrapar su permanencia”. Sigue una serie de estampas de las personas que están en el café: un chico que se acerca al jukebox, una joven que fuma con aire melancólico, el camarero con el mandil negro, que reconocemos de haberlos visto en Vivir su vida o en un París de la mente.

Tras unos planos, antiguos y actuales, de un barrio de bloques soviéticos, entramos en casa del lituano Robertas Verba. En la minúscula terraza tiene un neumático, que pensaba tirar. Pero en el interior ha anidado un pájaro despeluchado, así que lo deja donde estaba. Dice que cuando envejecemos nos hacemos niños: otra vez el tiempo. “Cuanto más pequeño era, mejor me lo pasaba.” En la película que han elegido, un profesor promete a unos niños pequeños que allí en el colegio van a aprender a leer, y cuando pregunta si alguien conoce algún poema una niña muy graciosa recita unos versos sobre un oso. El plano sostenido de la niña que capta toda su timidez. Es casi demasiado bonito. Los documentalistas han encontrado a la mujer, que dice que al cabo de los años su marido encontró la película y se la regaló, y cómo le gustó volver a ver a su familia y sus vecinos, así que quizá sí, como advertía Sööt, el momento se ha conservado, aunque volvemos a ver el edificio de madera de la escuela, ahora abandonado. ¿Y qué nos dice Robertas Verba, con sus grandes gafas, sentado en su raído sofá? “Feliz quien tiene la idée fixe de que el sentido de la vida existe. Lo busca, comete errores, lo encuentra. Es como Dios, un mito. Nadie sabe lo que es. Pero el sentido existe. Vivir sin el sentido degrada a la persona. Por supuesto, beber no es el sentido de la vida.” Y le da un breve sorbo a un licor color miel.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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